Me gusta esa máxima, trágica entonces pero siempre oportuna, que Antonio Machado puso en boca de Juan de Mairena: “Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mêlée”. Hace cinco años andábamos divagando sobre qué papel dar a la tecnología en la educación. Mal comienzo, porque en la escuela todo –y digo todo– lo que no es carne y hueso sin más es tecnología, desde el lenguaje, pasando por el libro, hasta la organización espacio temporal. A partir de 2020, cuando apenas empezábamos a levantar cabeza de la COVID-19, se pasó a hablar sin parar de la educación híbrida, que habría venido para quedarse. Nuevo error, pues, tras la traumática y frustrante enseñanza remota de emergencia (lo de siempre pero a distancia y mal, por mucho mérito que tuviera), lo que vino fue una fuerte reacción, en el sentido físico, psíquico y político del término, de vuelta a lo conocido. A finales de 2022 sonaban todas las alarmas porque ChatGPT se pavoneaba redactando trabajos escolares solventes e indetectables y superando más y más tests académicos. Y 2023 trajo el pánico ante los móviles inteligentes, alimentado por nebulosas teorías sobre su papel provocador de ansiedad, trastornos alimentarios, violencia sexual y hasta suicidios adolescentes, episodios inquietantes como el de Almendralejo, mensajes confusos como el de la UNESCO en su informe GEM 2023 y dinámicas populistas como la que iría del ruido de un grupo de madres en WhatsApp a la prohibición de los móviles en la escuela “para responder a la alarma social”, incluso a la pretensión de algunas familias de forzar a otras a prohibirlos a sus hijos fuera de ella.
Pero la mêlée, por más que nos inquiete, no debe ocultarnos las circunstancias, que son históricas, incluso hiperhistóricas. Es un lugar común que la historia comienza con la escritura: lo anterior es prehistoria, cuando no solo no se escribía historia sino que tampoco se dejaban otros registros informativos para la posteridad. Nótese que la línea de tiempo de la escuela es similar a la de la historia, pues surge con la escritura, como instrumento de reproducción del nuevo oficio de escriba, aunque pronto atraerá hasta cierto punto a las elites y, a la larga, con el impulso de la imprenta, institucionalizará progresivamente a las masas. Al analizar la sociedad informacional, Luciano Floridi plantea que hay un salto cualitativo en la tecnología de la información, que no solo aumenta en cantidad, soportes y medios, sino que salta de registrar y comunicar la información producida por los humanos a crear ella misma nueva información, a menudo particularmente performativa, es decir, capaz de modificar la realidad más allá de registrarla, una nueva fase que denomina hiperhistoria. El concepto da mucho de sí, pero ciñámonos a la escuela.
Hasta ayer, la tecnología de la información, y en particular la escolar, se limitaba a eso: registrar, almacenar y transmitir. Nunca dejó de mejorar (de los ideogramas al alfabeto, del papiro al papel, de las tablillas al libro…) ni de reducir su coste (con la imprenta y la cartilla, las escuelas normales, el aula-huevera…) para llegar a un público más amplio, aunque con los inconvenientes de una educación simultánea, transmisiva, de talla única, bancaria, etc., cada vez más constrictivos desde la escritura que no responde (lamentaba Sócrates), pasando por el programa y el libro de texto (en los que entra lo que entra, como entra y si el profesor no decide que eso no entra) hasta llegar al cine, la radio y la televisión que,, continuos y secuenciales, solo admitían espectadores (y se estrellaron contra el otro dueño de la atención, el docente).
La novedad es ahora el carácter activo e interactivo de la tecnología digital a disposición del sistema educativo, desde las administraciones públicas hasta el trabajo personal, pasando por centros y aulas, así como por profesores y alumnos. Toda aplicación puede realizar alguna tarea (buscar, leer, calcular, guardar, compartir…), mas con el desarrollo de la inteligencia artificial (en el sentido más amplio y laxo del término), estas no solo se multiplican, sino que dejan paso a los agentes (algoritmos o dispositivos que, más allá de asumir tareas, asumen objetivos y determinan las tareas para alcanzarlos). En el ámbito educativo cabe señalar, en particular, cuatro líneas de desarrollo:
La transformación digital de toda la gestión, que tiene y tendrá lugar en tensión con la distribución de tareas (debe descargar al docente, no abrumarlo) y con los posibles errores y sesgos en los procesos de decisión.
La capacidad de manejar más y más datos, en particular los longitudinales de cada alumno (demografía, expedientes, credenciales…) y los datos masivos (big data) en que surgen patrones antes imperceptibles, todo ello en tensión con la seguridad, la privacidad, etc.
En fin, la emergencia de la IA generativa (IAG), en particular conversacional (ChatGPT y semejantes), que puede mantener una interacción constante y solvente con el alumno, acabando de una vez por todas con el carácter unilateral (broadcast: uno habla a muchos, que poco pueden hacer aparte de escuchar) de la actividad escolar.
Esto último es esencial. En la escuela, un docente dispone de poco tiempo individual para los alumnos, y salvo que logre mejor ratio y acepte peor horario que Maria von Trapp, poco más puede ofrecer. Pero el artilugio digital formado por la trinidad dispositivo + software + conectividad, la gama creciente de aplicaciones especializadas por áreas y disciplinas y, muy en especial, la IAG conversacional, sí pueden. Sin límite de tiempo, gratis o a precios asequibles y oportunamente adaptados al medio escolar (un entorno seguro, un ajuste fino y un modelo pedagógico), pueden aportar el diálogo y la interacción que Sócrates vio perderse hace ya veinticinco siglos con la escritura. Seguro que no tan buenos, pero sí para todos, en cualquier momento y de nivel y contenido más que aceptables. No necesitamos a los profesores para hacer lo que ya puede hacer una aplicación, sino para diseñar y poner en marcha entornos, actividades e itinerarios de aprendizaje idóneos con todos los medios a su alcance, incluyendo la IAG.
Una entidad privilegiada como la Academia Khan ya ha podido crear Khanmigo, tras más de un año de trabajo para adaptar GPT-4 a las enseñanzas de nivel primario, secundario y de primer ciclo universitario. Grandes actores tecnológicos, como OpenAI (con Microsoft detrás) o Google (con Gemini por delante) se mueven en esa dirección (se abren ya paso en las universidades) y multitud de empresas y organizaciones de menor entidad lo hacen en áreas y prestaciones más especializadas.
Hay trabajo para todos. Los grandes modelos de lenguaje, como los GPT, han sido preentrenados en la lengua y la cultura anglosajonas y no para la educación, por lo que las administraciones educativas, desde las comunidades autónomas competentes, pasando por el Estado armonizador, hasta las agencias de cooperación internacional (no en vano hablamos la más extendida primera lengua), tienen la tarea de asegurar el reentrenamiento y el ajuste fino necesarios en la lengua, la cultura y la función. Los centros educativos deben diseñar y aplicar proyectos que coordinen actuaciones y aseguren economías y sinergias de escala, pues la transformación digital y la curva de aprendizaje asociada no son como el librillo o el libro de texto, ajenos a todo lo que les rodea. Los profesores, en fin, deben indagar y pronunciarse sobre los recursos, aplicaciones y prácticas adecuados para sus proyectos, asignaturas, áreas y centros, pues las soluciones no van a caer elaboradas y uniformes como el maná.
Publicado originalmente en DYLE (Dirección y Liderazgo Educativo) nº 22, julio de 2024