Publicado originalmente en Educadores 288
¿Qué nos espera: ser sustituidos por robots, como en la peor pesadilla, o una gran reducción de ratios, como en la carta sindical a los RRMM? Lo primero es impensable, pese a la ficción animada de los Supersónicos, la científica de Asimov y Clarke o la tecnosocial de Mitra y Seldon; lo segundo, no importa cuán sonoro sea el aplauso para la propuesta, es impracticable, porque una cosa es mejorar una ratio aquí o allá, o incluso que mejore sola porque decrecen los alumnos pero se blinda el empleo de los profesores, y otra bien distinta que traiga una mejora educativa eficaz y eficiente. No habrá sustitución porque, por lenta que sea procesando información normalizada en comparación con la artificial, la inteligencia humana es muy superior en la mayoría de las actividades y decisiones que más valoramos para el cuidado y la educación de nuestros menores y, además, la sabemos asociada a una moral compartida. Y no habrá piñata de profesores porque hay otras necesidades y prioridades sociales que la educación (la salud, la cuarta edad o los colectivos laborales a los que sí desplaza la innovación, por ejemplo) y mejores y no pocas maneras de invertir recursos en esta.
La mitad del argumento a favor de reducir ratios es correcta: el profesor no tiene tiempo para la diversidad que afronta, no digamos para una atención personalizada. Pero la medida está sobrevalorada. Aumentar el profesorado ni siquiera garantiza menores ratios, pues bien podría quedar en menos horas de clase por profesor. De no ser así, la aplicación más probable serían los desdobles, siempre con la tentación de (re)agrupar por niveles, en cualquier variante, para tratar a cada grupo de modo aún más homogéneo, y escasos efectos en términos de individualización. Pese a la insistencia sobre las ratios (o quizá por ello), se sabe muy poco sobre cómo utilizan los profesores el tiempo de clase y, por tanto, qué efectos reales podría tener tal reducción. Uno de los muy escasos estudios con datos al respecto, Beginning Teacher Education Study, con ya casi medio siglo y dedicado solo a la parte “académica” (lengua y matemáticas) de primaria y secundaria, señalaba que entre dos tercios y tres cuartos del tiempo de clase se dedicaba a trabajo individual, pero con escasa interacción con el profesor y compromiso por el alumno. Un interesante hallazgo era que, a mayor trabajo individual (deskwork), menor compromiso (engagement); éste aumentaba en general con la interacción, que, sin embargo, se localizaba en el trabajo grupal (la lección frontal, con preguntas, etc.).
Paradójico, pero lógico: el profesor puede hacer de su lección un monólogo o un diálogo parcial con el grupo, pero, en cualquier forma que sea, le queda poco tiempo para repartir entre los alumnos individuales. Un estudio realizado de finales de los ochenta sobre el tiempo dedicado a los alumnos según el sexo, distinguía tiempo colectivo (grupal) e individual (dedicado a un alumno), a su vez subdividido por su finalidad disciplinaria o cognitiva (instructiva). Esta última subvariante, la que podría permitir un diálogo o atención personalizados al (permitir, pero no garantizar, pues también podría ser un monólogo o una mera repetición selectiva de la lección), ocupaba el 32% del tiempo codificado en el total de las tres categorías (menos deskwork que en los EEUU, pero esto es aquí secundario). Aplicado a una asignatura con tres horas de clase semanales en un aula de la ESO con 30 alumnos serían 1,9 minutos. Si consideramos que las “horas” escolares son de 50 minutos, se reduciría a 1,6; si descontamos el tiempo que, sencillamente, no es instructivo (esperas, desplazamientos, cambios de actividad, etc., en torno al 30% según el primer estudio citado), ya sería poco más de 1 minuto. Asi, un modesto aumento del 10% del profesorado requeriría un 8% más de gasto para conceder a cada alumno un par de segundos adicionales; partir los grupos por la mitad, como proponían alegremente unos expertos en la enseñanza de las matemáticas (doblando un profesorado que, por otra parte, se insiste en que escasean), aumentaría el gasto público dedicado en un 80% para arañar un minuto más. ¿Decepcionante?
Por supuesto, hay variantes más imaginativas que la lección e hincar los codos: codocencia, equipos de trabajo, estudio en parejas y más, cuestionarios y juegos en los libros de texto, apps más o menos interactivas, etc., aunque la mayoría no van muy lejos. Pero aquí es donde llega la IA, en particular generativa (que crea, IAG) y conversacional (IAC), la posibilidad de una conversación (es decir, interacción, retroalimentación, individualización, personalización…) inagotable. Podría ser pura cháchara, pero no lo es. Si tomamos como ejemplo ChatGPT, la IAC más popular, puede generar variantes sucesivas de una explicación, adaptarse a distintos niveles de edad o conocimiento, acercarse a los intereses del alumno, ejemplificar, preguntar, etc., sin límite ni impaciencia algunos, incluido no ir directamente a la solución sino paso a paso, explicar un razonamiento, detectar atascos, etc. Tiene limitaciones, por supuesto, pero, si no cada día, mejora cada mes, se adapta a las barreras propias de la vida escolar, su antropomorfismo resulta acogedor (especialmente para niños), empiezan a ofrecerse adaptaciones didácticas (Khanmigo, Duolingo, etc.). Más que un mentor, tutor o preceptor, dado que apenas tiene memoria de la conversación anterior en curso, puede considerarse un instructor ad hoc pero polivalente, además de siempre disponible.
Y, sí, le faltan datos, se equivoca, inventa, alucina, etc., pero no en el tipo de preguntas y respuestas, datos y teorías, temas y problemas del día a día en la escuela, un espectro de información y conocimiento en el que, en general, se desempeña bien. Por lo demás, para eso está el profesor, para proponer y encarrilar una combinación adecuada de su propia docencia y la algorítmica (ciborgdocencia, si se quiere un término inclusivo para ambas), para articular una docencia enriquecida y un aprendizaje aumentado. En matemáticas, por ejemplo (por volver al reputado ogro, la madre de todas las ratios y el último disgusto en PISA), se da la aparente paradoja de que ChatGPT es muy malo en el cálculo (después de todo, es un modelo de lenguaje, no lógico ni numérico, aunque puede trabajar en combinación con el plugin Wolfram o una simple calculadora virtual), pero muy bueno en la explicación –mejor que muchos profesores.
Ese es el futuro en que debemos y podemos ya trabajar. De los diálogos de Sócrates a hoy, pasando por el libro y luego el libro de texto, por no hablar ya de los medios broadcast, hemos ampliado la educación al precio de hacer de ella una actividad cada vez más unilateral, una enseñanza homogénea muy poco sensible a la diversidad del aprendizaje. La IAC, que apenas empieza, abre la vía a una interacción más equilibrada.