Si creía que una hiperaula, definida así por la metáfora del hiperespacio, el uso de hipermedia o el manejo de la hiperrealidad, iba a requerir también un “hiperprofesor”, lamento tener que decepcionarle, porque es todo lo contrario: es la única que puede prescindir de él. Supongo que decir hiperprofesor es como decir superprofesor, o super-superprofesor, quizá eso que celebran con tanto alborozo, no sé por qué ni para qué, tantas OTs de la enseñanza en busca del maestro-que-te-marcó-para-siempre (para bien, claro), los grandes profes, las joyas de la corona, los héroes anónimos y otras quimeras cuyo efecto querido es animar a los profesores reales pero cuyo efecto perverso bien podría ser frustrarlos. Se me ocurren algunas descripciones del hiper/super/megaprofesor: dispuesto desde el primer día a hacerse por sí solo con una clase, años después de olvidarla como discente y con el solo filtro de una oposición libresca, si acaso; capaz de dirigir un grupo más o menos numeroso sin dejar de atender a los alumnos que se despegan por detrás, por delante o por los costados; sabe responder a la pluralidad de intereses de dos o tres docenas de niños reconociéndolos y estimulándolos, en vez de ignorarlos o reprimirlos; puede, simultáneamente, atender a un alumno que se corta, dos que se pelean y el resto; o, mejor aún, que sea rockero-gramático, mago-matemático, Ford-Dadier reencarnado en Poitier-Thackeray, Pfeiffer-Johnson, Williams-Keating, Swank-Gruwell, Olmos-Escalante o, por lo menos, Merlí el superenrrollado.

Aunque su motor puedan ser proyectos educativos y diseños de aprendizaje muy variados, las hiperaulas se forman por acumulación de grupos, típicamente dos tres o cuatro grupos de un mismo curso, dos cursos consecutivos de un mismo ciclo, la reunión ocasional de grupos o talleres en un proyecto STE[A]M o interdisciplinar, la estructuración de toda una etapa por grupos heterogéneos ad hoc y otras fórmulas que traen consigo el trabajo conjunto en el aula (la superaula o la hiperaula) de dos, tres e incluso más docentes. O sea, la codocencia, docencia compartida o enseñanza colaborativa, pero ya no entendida como el apoyo de un docente extraordinario (por ejemplo, especializado en algún tipo de discapacidad) a un docente ordinario (responsable del aula, el grupo o la clase), sino como la colaboración sistemática y regular entre dos o más docentes como iguales, aunque pueda entrañar cierta división de funciones, cierta jerarquía de responsabilidades y, en su caso, otros apoyos especializados. Comprensiblemente, estos reagrupamientos presentan distintas oportunidades y dificultades en los diferentes niveles educativos: en la educación infantil o primaria es fácil reunir unas pocas aulas y maestros generalistas e incluso generar economías de escala para los apoyos especializados; en la enseñanza secundaria se añade la complicación de combinar profesores de especialidades en proyectos multidisciplinares; en la enseñanza superior es más escalable una parte de la docencia, pero también es más importante que nunca el aprendizaje autónomo y es mayor la atomización del profesorado especialista.

Ejemplo de aprendizaje colaborativo. Es difícil empujar a los alumnos, de forma convincente, a un aprendizaje colaborativo si sus propios profesores no dan ejemplo de ello sino de todo lo contrario: ni colaboran, más allá de la retórica, ni aprenden, a veces. Por el contrario, dos, tres o más profesores trabajando en equipo a la vista de los alumnos no pasan desapercibidos y son un modelo a seguir.
División del trabajo. Aunque no deja de tener sus costes y sus problemas, la división del trabajo está en la base del desarrollo de la humanidad y de la productividad y la calidad en cualquier actividad, incluida la enseñanza. La codocencia permite reunir para un mismo grupo y en una misma hiperaula las distintas capacidades de varios docentes, tanto si son producto de su diferente formación inicial como si derivan de su desarrollo profesional ulterior o hasta de sus capacidades innatas. Y aprender los unos de los otros.
Aprendizaje profesional. Los microequipos de aula, o pequeños equipos de codocencia, son una configuración idónea para la iniciación profesional de los nuevos docentes, en contacto con mentores expertos, y para el desarrollo profesional de cualquier docente en contacto con otro ya especializado o formado en un ámbito de particular interés. El aprendizaje del profesional en ejercicio funciona mucho mejor en una comunidad de práctica, con las manos en la masa (en la hiperaula), que a través de cursillos y otros procesos descontextualizados.

Innovación. La innovación en el ámbito educativo encuentra obstáculos sistemáticos a su continuidad en el espacio y en el tiempo, es decir, a su difusión, su coherencia a escala de centro/s (entre grupos, asignaturas, cursos y etapas) y su persistencia por encima de los movimientos de plantilla. La codocencia, al romper el aislamiento individual, facilita esa continuidad en el espacio y el tiempo, pues la difusión de un grupo, curso o nivel a otro puede apoyarse en la movilidad funcional del profesorado, mientras que la llegada de un profesor nuevo o su partida a otro grupo o centro no imponen discontinuidad.
Transparencia. El eslogan mediático-corporativo del maestro-que-cambió-tu-vida lleva a olvidar que, en una relación tan potente y asimétrica como la de profesor y alumno, o tan envolvente y continuada como la del grupo, también se puede hacer y sufrir mucho daño y, a menudo, así sucede, entre otras causas por la acción o inacción del educador. La presencia de dos o más docentes en la hiperaula es un mecanismo de garantía, pues aumenta la visibilidad y multiplica la sensibilidad.
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