El aula nació en la universidad y todo indica que morirá en ella. Cuando digo aula me refiero a lo que ahora entendemos por tal, el aula tradicional, el aula-huevera o, más exactamente, huevera-de-cartón. Cuando hablo de morir me refiero a dejar de ser por fin la escena habitual y dominante de enseñanza y aprendizaje, aunque siga habiendo tiempos para largas lecciones y espacios para amplias audiencias. Y cuando digo que lo hará aquí, en la universidad, no quiero vaticinar que lo hará antes que en otras etapas educativas sino todo lo contrario, que será donde resista por más tiempo, por el mismo motivo que fue aquí donde nació.
Tenemos constancia de la historia del aula y de la escuela a través de las artes plásticas, más que de la literatura, y si bien cierto presentismo suele empujar a creer que ambas han discurrido juntas, basta un poco de atención para ver que no fue así, que el aula estuvo desde el inicio en la universidad pero tardó siglos en llegar a la escuela. La razón es sencilla: la universidad era la universitas magistrorum et scholarium, la reducida comunidad de los estudiantes ya adultos que querían acceder a las profesiones y los maestros que les transmitirían el conocimiento a través de la lección, es decir, de la lectura en voz alta de libros a los que no había otro acceso posible. Por una paradoja meramente lingüística, los scholares iban a la universidad, pero no necesariamente, o raramente, lo hacían a la escuela, pues las familias pudientes preferían los preceptores privados y las escuelas, fueran públicas o privadas, eran poco más que lugares donde dejar a los niños, con apenas el añadido de un parco aprendizaje de las primeras letras. Lo que funcionaba para un público minoritario y decidido a entrar en las profesiones no podía hacerlo para otro masivo ni ocasional, por lo que la institucionalización de la escuela, o más exactamente del aula, precisó una elevada dosis de violencia, reflejada durante siglos en que el arte nunca registrase a un maestro sin su vara. La letra, con sangre entra.
Lo mismo que antaño hizo que el aula llegase primero a la universidad hará que se despida de ésta en último lugar. No es lo mismo mantener institucionalizada a la totalidad de una cohorte de edad, como sucede en parte de la educación infantil, la primaria, la secundaria obligatoria y casi en la secundaria superior (el marco estratégico europeo pretende que, para 2020, el 90% de los jóvenes obtengan un título secundario postobligatorio, lo que requerirá retener en las aulas, de un modo u otro, al menos ese porcentaje). Pero la universidad, a diferencia de los niveles anteriores, se nutre de estudiantes adultos (de edades diversas) y voluntarios (aunque no por ello entusiastas), permite seguir la propia vocación (hasta cierto punto), no requiere asistencia obligatoria (por lo general), deja más espacio a la actividad no dirigida (pero no siempre) y no es propiamente un espacio de institucionalización (se ocupa de la enseñanza y el aprendizaje, no de la custodia) sino más bien un periodo de liberación para los jóvenes. En suma, es menos coercitiva y ofrece más contrapartidas, por lo que el aula, más que el centro de la vida institucional, es parte de un intercambio polifacético. En términos de Hirschman, cabría decir que permite más exit y por ello provoca menos voice –es más fácil de eludir y por eso genera menos resentimiento y oposición. El aula, por tanto, podrá resistir mucho más tiempo en la Universidad.
A esto hay que añadir la fuerte atomización del profesorado y la docencia. Si el maestro o el profesor de secundaria son los reyes de su aula, el profesor universitario es un dios en ella. Su autonomía no sólo alcanza a las prácticas cotidianas sino a los programas, a los criterios de evaluación y a cualquier otro aspecto de la actividad docente, por no hablar ya de la investigadora. La vida de los estudiantes depende de las facultades y escuelas superiores, pero la de los profesores depende de los departamentos, que son una estructura distinta y paralela. El resultado es que si en la escuela es difícil poner de acuerdo a los maestros y en el instituto lo es más hacerlo con los profesores, en la universidad resulta punto menos que imposible con los académicos. Si en la escuela o en el instituto la docencia es el centro de la actividad profesional, en la universidad es secundaria respecto de la investigación. Si en la escuela pública (estatal) es más difícil coordinar al profesorado que en la privada o concertada, la universidad es aplastantemente pública. La atomización de la capacidad de decisión, en definitiva, hace más difícil cualquier innovación o reforma que cuestione la omnipotencia del profesor en su asignatura, su grupo y su aula.
Pero al problema intrínseco de la enseñanza universitaria se añade otro: en ella se forman los maestros y profesores destinados a todas las etapas educativas anteriores. Esto quiere decir que, en principio, educarán como como han sido educados, que harán como docentes lo que vieron como discentes (también es posible lo contrario, que saturados de un modelo quieran darle la vuelta o reinventarlo desde cero, con el adanismo propio de la edad… y no sé qué es peor). En términos generales es ineludible señalar una paradoja: los alumnos que mejor se adaptaron al sistema, los que se sintieron tan a gusto en él que ni siquiera contemplan dejarlo en la vida adulta, los que estaban en el aula como pez en el agua, los que sobrevivieron académicamente a todas sus limitaciones y restricciones, van a convertirse en los educadores de la totalidad, de aquellos que siguen en ella sólo por imposición o a falta de otras opciones, que se encuentran en el aula como un pulpo en un garaje, que la viven como una frustración interminable y no ven la hora de dejarla.
En la Universidad, como en el conjunto del sistema educativo, el medio es el mensaje. La diferencia es que aquí no sólo indicamos cómo aprender sino, también, cómo enseñar, sea con o sin conciencia de ello. En las facultades de Educación es habitual un discurso casi obsesivo sobre la educación como actividad crítica, liberadora, activa, participativa, inclusiva, creativa, empoderadora, emancipadora, progresiva… en fin, toda la lista de virtudes, discurso que las demás suscriben por igual aunque sea de manera menos vocal, pero cuando entramos en el aula solemos ver lo de siempre, la lección y poco más. Pero, si queremos transformar la escuela, la enseñanza o la educación de todos, lo último que podemos hacer es olvidar o descuidar la de los profesores de los profesores. Como decía la tercera tesis de Marx sobre Feuerbach, “el propio educador necesita ser educado”, salvo que se pretenda dividir a la sociedad (o a la educación) en dos partes y situar una por encima de la otra (algo que a menudo hacemos los profesores).
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