En el principio era la palabra. No sólo en el Evangelio (Juan 1.1: “En el principio era el Verbo…”) o en el magisterio preliterario de Jesús de Nazaret, Buda o Confucio, que así llegaban a sus discípulos, sino en toda la prehistoria de la escuela. La palabra, la oralidad, es el vehículo de las enseñanzas y los diálogos socráticos que la institución, la profesión y la cultura escolares nunca han dejado de evocar ni de invocar. Sócrates se opuso firmemente a la escritura, según relata Platón en el Fedro: “Ella sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria […]. [D]as a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios y no serán más que ignorantes.” Se invoca constantemente a Sócrates por su pedagogía mayéutica y dialógica (si no fuera por la tradición diríamos interactiva y adaptativa, además de constructivista), frente al carácter transmisor o bancario del libro de texto, pero su rechazo de la escritura es en sí algo equívoco. Para empezar se hace en nombre de la memoria, que para muchos es el elemento bancario por excelencia (más si se alimenta con depósitos). Sobre todo, es difícil no ver en tan iracunda soflama la reivindicación de la exclusividad del maestro frente al alumno, el rechazo de un recurso de aprendizaje en principio ajeno al primero y a su relación con el segundo.
La escritura no cambió esencialmente el modelo
de aprendizaje. Las tablillas de la escuela antigua o medieval podían servir
para practicar las letras, pero no para tomar notas, de modo que el aula siguió
mucho tiempo dominada por la palabra del maestro, aunque esta se inspirase cada
vez menos en su creación propia y cada vez más en las lecturas ajenas. La
lección, la lectio, la lectura para
el alumno por parte del maestro (o de otro alumno) dominaría la enseñanza hasta
el inicio de la época moderna. En la escuela, el aprendiz es el alumno, alimentado
espiritualmente por el maestro; si no va a ser examinado y calificado es un
mero oyente, lo que define mejor el proceso de enseñanza (y no, como querríamos
imaginar hoy, un lector, por que el lector,
lecturer, lecteur, es el maestro). Si la prehistoria de la humanidad es la
que precede a su historia escrita, cabe afirmar que la prehistoria de la
escuela es la que precede a su funcionamiento por escrito, es decir, que la
historia de la escuela que conocemos arranca propiamente con el libro (y, tras
él, el cuaderno).
Pero, tratándose de la escuela, decir "libro"
es decir demasiado o demasiado poco. Podría haber sido efectivamente el libro,
con artículo determinado singular, como lo fue la Biblia en las antiguas
escuelas abaciales, etc., o lo es todavía el Corán en algunas madrasas; o
podrían haber sido los libros, en plural y en general, o algún libro, con el
determinante indefinido; pero fue otra cosa: el libro de texto. Es difícil
sobreestimar su impacto sobre la escuela. El primer objeto producido
masivamente y en serie (medio milenio antes que el Ford T), posibilitó también
la escolarización masiva y en serie: contenidos prescritos y homogéneos,
aprendizaje dosificado y secuenciado, maestros intercambiables, alumnos
comparables… y todo ello con un instrumento fácilmente manejable (en todos los
sentidos) y a un precio módico.
El nuevo entorno digital ha venido a alterar
radicalmente el paisaje. Los currícula siguen fijando los contenidos, pero ni
los libros de texto ni cualesquiera otros recursos que pueda prescribir la
escuela son ya las únicas vías de acceso a la información ni gozan de una
ventaja sustancial frente a otras. Las programaciones proponen secuencias
determinadas, pero el hipertexto y los hipermedios no sólo permiten otras sino
que las sugieren con la misma o más fuerza. Los educadores se aferran todavía
al libro de texto, pero los alumnos ya no ven en él más que una referencia
impuesta. La evaluación sigue atada a los contenidos académicos prescritos,
pero el nuevo entorno sociotécnico favorece el despliegue de la diversidad y
las inteligencias múltiples. Y el precio, desdeñable: equiparable e incluso
ventajoso en términos absolutos y por los suelos en términos relativos, con una
parte fija asumible y una parte marginal que enseguida tiende a cero.
El entorno escolar está sufriendo otras
transformaciones no menos importantes, avanzadas pero lejos de haber culminado:
de la preeminencia del Estado nacional a la explosión global y la implosión
local, del ideal de homogeneidad a la celebración de la diversidad, de la
organización industrial taylorista a la coordinación reticular, de los relatos
y proyectos de la modernidad a la incertidumbre de la postmodernidad, de la
palanca de movilidad social a la espiral de las expectativas frustradas. Junto
a estos grandes cambios se sitúa el paso de la galaxia Gutenberg a la galaxia
Internet, pero con una diferencia: que este no afecta sólo al entorno del que
la escuela recibe y al que debe devolver su material de trabajo, el alumno,
sino directamente a su interior y su núcleo mismos, al soporte y transporte
informacional sobre el que se ha levantado en gran medida su pedagogía, el
libro impreso.
El aspecto más inmediato de este cambio es la digitalización,
esto es, la digitalización de lo que ya teníamos: el libro de texto
digitalizado, las búsquedas en internet en vez de la biblioteca, la web
informativa en lugar del tablón de anuncios, la sustitución de los volantes
para las familias por el correo electrónico o los SMS, la corrección automática
de pruebas estandarizadas… Pero al lado de ello se abre un nuevo mundo de
recursos multimedia y transmedia: servicios de redes sociales, nuevos medios
digitales, comunidades en línea, dispositivos móviles, aplicaciones de
productividad, juegos instructivos, herramientas de simulación, robótica,
trazabilidad, datos masivos… Estos nuevos recursos cuestionan a menudo la
eficacia y la vigencia de los viejos, pero la escuela es una institución y,
como tal, goza de una notable capacidad de autodefensa: conscripción universal
eficaz, gran legitimidad social, una profesión fuerte y masiva, un público
inmaduro, una cultura organizativa consolidada, funciones latentes tan
importantes o más que las manifiestas y una prevención generalizada hacia los
experimentos. Esto le ha permitido resistir, hasta el momento, el tsunami
digital que ya casi se ha llevado por delante a la publicidad y las relaciones
con el cliente, a la prensa escrita y otros medios informativos o a la política
tradicional.
Existe, por un lado, la conciencia
generalizada de que todo va a cambiar, pero también, por otro, una resistencia
generalizada a hacerlo si no es con poco riesgo y esfuerzo. Las páginas que
siguen analizan la posición de la institución, sus agentes y su público ante el
nuevo entorno digital. Quizá no esté de más aclarar que no son un estudio sobre
el equipamiento de los centros, ni sobre los efectos de la informatización y la
digitalización en el rendimiento académico, ni sobre experiencias innovadoras
en los centros. Son, simplemente, un intento de comprender algo de la
complejidad de la lenta transición en que nos encontramos.
El libro se divide en dos partes. La
primera, escrita por Mariano Fernández Enguita, está dedicada al proceso
general de cambio del tradicional entorno del libro de texto al nuevo entorno
digital, con especial atención a problemas como el dsalto generacional, los
riesgos antiigualitarios, la difusión de la innovación y las estrategias de los
actores colectivos. La segunda, escrita por Susana Vázquez Cupeiro, se
concentra en las percepciones y los discursos del profesorado ante esos
procesos de cambio. Aun siendo dos textos independientes, son el resultado de
un trabajo común basado en fuentes compartidas, desde la revisión
bibliográfica, estadística y documental hasta la encuesta y los grupos focales
y entrevistas individuales.
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