Mi artículo en DyLe nº 4, dic. 2019
¿Hasta dónde, cómo y por qué importan los espacios escolares? Nadie dice, por supuesto, que sean irrelevantes. La ley regula aspectos como la superficie mínima de aula, centro, zonas complementarias y servicios comunes por alumno, el número de máximo de alumnos por aula, las superficies mínimas de aulas y patios, etc. El sentido común dicta que las aulas deben estar bien aireadas, iluminadas y calefactadas, el mobiliario debe ser confortable y acorde a su función, la visibilidad y la acústica adecuadas, etc. La institución, la profesión, las autoridades y lo expertos han abordado una y otra vez cuestiones como la salubridad de los centros, la actividad física de los alumnos o las salidas al exterior, así como la estética de aulas y edificios. Desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el XX hubo un relevante movimiento higienista (Viñao, 2010), y la primera mitad del XX fue testigo de abundantes iniciativas para sacar alumnos y aulas al aire libre (Kingsley, 1910, 1917). Una investigación reciente (Barrett & al., 2015, 2019) atribuye a las características físicas de las aulas el 16% de la diferencia de aprendizaje en una amplia muestra de alumnos.
En lo que concierne a su estructura, el aula convencional, que es la aplastantemente mayoritaria, ha cambiado muy poco desde su diseño por jesuitas, escolapios y lasalleanos entre los siglos XVII y XIX (Fernández Enguita, 2018). Críticos del aula y el pupitre nunca faltaron. En las pequeñas escuelas de Port-Royal grupos de cuatro a seis alumnos trabajaban de forma colaborativa o individual en una mesa común con un maestro, en una sala propia o común, con lecciones generales sólo una hora en días alternos (Pieroni, 2002). Montessori reunía a niños y niñas de distintas edades en aulas espaciosas, reconfigurables, en las que ellos y el mobiliario, a su escala, podían moverse en todo momento (Montessori, 1986). Loris Malaguzzi, en Reggio Emilia, proclamó como tercer maestro al espacio todo (dentro y fuera del aula, dentro y fuera de la escuela) e hizo irrenunciable la codocencia (Cagliari & al, 2016; Moss, 2016). Entre nosotros, la Institución LIbre de Enseñanza nunca se planteó transformar la estructura del aula-clase, pero sí reducir radicalmente su uso en beneficio del campo escolar (mucho más que un patio) y el aire libre (Giner, 1884; Cossío, 1911). La pregunta inevitable es por qué la influencia de figuras y corrientes tan veneradas no parece haber pasado de la educación infantil y un pequeño número de experimentos en otras etapas.
Y la respuesta se encuentra en lo poco que pensamos sobre los espacios una vez que los asociamos a una función. Que la forma sigue a la función es uno de los dogmas más queridos y peor justificados de la arquitectura. En el caso del aula-huevera, la función aparente es la instrucción, concretamente la lección, la lectura del libro de texto que el maestro hacía o encargaba para todos los niños de la clase homogénea y uniforme en la enseñanza simultánea. Pero junto a las funciones manifiestas están las latentes, las irrelevantes y las disfunciones (Merton, 1968). La función manifiesta, en todo caso, pierde gran parte de su peso en la sociedad de la información y el entorno digital, y se convierte a la vez en disfunción, no menos manifiesta, cuando la talla única deja a unos alumnos en la cuneta, aburre y descorazona a otros y desatiende los muy diversos estilos de aprendizaje de la mayoría. Además, no debe ocultarnos su función latente, disciplinar a la infancia y la adolescencia a través de la mortificación que suponen el pupitre, la inmovilidad y la rutina (función otrora celebrada pero hoy alegremente ocultada o ignorada); en definitiva, socializarla a imagen y semejanza del origen de la institución (el templo) y el destino de su público (la fábrica o la oficina), uno y otras cada día más anacrónicos.
Para el arquitecto, el aula convencional es arquitectura vernácula, que sencillamente es así, aunque de tradición no territorial sino sectorial. Una idea dentro de la cual se piensa en vez de pensar sobre ella (Hillier, 2007), es decir, de cuestionarla, aunque fuera para terminar concluyendo a su favor. Para el docente es parte del conocimiento tácito, que nadie necesita explicitar ni explicar porque se da por hecho, de la gramática profunda de la escolaridad (esa gramática que todo el mundo usa al hablar, incluidos los individuos y los pueblos no escolarizados, sin necesidad de saber siquiera que exista gramática alguna), el correlato natural de la arquitectura organizacional de la enseñanza (esta metáfora con la que tan a menudo nos referimos a los aspectos aparentemente inamovibles de una organización no es casual). Se trata de una tecnología social y material arbitraria (no inevitable), o al menos histórica (no eterna), cajanegrizada, convertida en una caja negra cuyo interior se da por sentado y no es cuestionado (Latour, 1992). Es la materialidad de la enseñanza, organización del espacio-tiempo que es lo que queda, o lo que dura, entre clase y clase, a lo largo, por encima y más allá de la pedagogía, la interacción humana, que ella misma constriñe y determina. La transmisión inconsciente de la cultura a través de los artefactos (Mead, 1964).
“Damos forma a nuestros edificios y luego ellos nos dan forma a nosotros”, decía Winston Churchill (UK Parliament, 2016: 1). Recuerda otra cita célebre: “Las circunstancias hacen al hombre en la misma medida en que éste hace a las circunstancias” (Marx y Engels, 1972: 41). Las configuraciones espaciales, más allá de la proxemia entre actores sociales, impiden o permiten, restringen o potencian formas de copresencia y de coausencia, de interacción o de aislamiento. Churchill sostenía que la disposición bifronte de Westminster favorecía el bipartidismo y que la falta de asientos para los representantes daba solemnidad a las grandes ocasiones. La disposición del aula convencional favorece la instrucción frente al aprendizaje, la homogeneidad frente a la diversidad, el resultado desigual a través del trato igual frente a la inversa, la pasividad frente a la actividad, el aislamiento frente a la colaboración, etc. Es seguro pero no evidente, porque, a pesar de su sólida materialidad, los espacios no se perciben como los objetos sino como vacíos que piden ser llenados: pupitres que llaman a sentarse, auditorios a los que dirigirse, pizarras en las que debemos escribir… El tiempo se percibe al contrastar el presente con la memoria o el proyecto, mientras que el espacio es la estabilidad, la tradición. Como explicaba Foucault (2007) a la revista Hérodote, el espacio había sido tratado “como lo muerto, lo fijo, lo no dialéctico, lo inmóvil”, mientras que el tiempo era considerado “rico, fecundo, vivo, dialéctico”. Lo que, dicho sea de paso, lo oculta a la crítica, al menos a la crítica fácil.
Esto no quiere decir que la configuración espacial del aula se mantenga por mera inercia o falta de conciencia. Así puede discurrir cuando no es cuestionada, pero, cuando lo es, cuando sus insuficiencias y su disfuncionalidad se tornan patentes, cuando es objeto de crítica o se le contraponen alternativas factibles y visibles, entonces no faltan los reflejos simplemente reactivos o llanamente reaccionarios. Después de todo, el aula es la zona de confort del profesorado, o así la vive la mayoría aunque sólo sea por desconocimiento de otras opciones o inseguridad ante ellas. La reacción puede ser minimizadora, como cuando se admite la relevancia de los espacios pero para afirmar a continuación que lo que de verdad importa es la pedagogía, como si la materialidad del espacio organizado no fuese ya pedagogía, harto más potente que la mayor parte de lo que pasa por tal; o, peor, que lo que cuenta son los contenidos, que equivale a decir que lo mismo da llegar a ellos a través del aprendizaje activo que recibirlos por cable; o incluso de tipo místico, como cuando el inefable Biesta (2018) lamenta la reducción de la educación al aprendizaje que traería consigo el giro espacial –con lo felices que éramos antes, reduciendo el aprendizaje a la educación y, más aún, a la enseñanza (una manera de subordinar el público al interés de la profesión, en vez poner ésta al servicio de aquél, como se presume).
No se olvide que la capacidad de resistencia de la profesión y la institución es descomunal. En el pasado no hubo innovación tecnológica que no prometiese sustituir a maestros y aulas para acabar finalmente domesticada: se dijo, por citar sólo lo más vistoso, del libro, maestro silencioso, que fue degradado a libro de texto; del cine (Edison), que no fue aceptado hasta que pudo ser empaquetado en la videocasette y, por tanto, en la lección; de la informática, en explosión fuera del aula desde hace decenios pero todavía reducida en ésta, habitualmente, a los PPT y las PDI, lo de siempre pero electrificado (Fernández Enguita y Vázquez Cupeiro, 2017). En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en la década de los sesenta, ya hubo un amplio movimiento a favor de los espacios espacios (más de enseñanza que de aprendizaje) abiertos y flexibles (open spaces, open plan classrooms…), pero fue absorbido por la resaca conservadora de los ochenta, la falta de tecnología de soporte y la resistencia de la mayor parte profesorado del, que prefería conservar su territorio en las viejas aulas o marcarlo paulatinamente en los espacios comunes (el supuesto instinto territorial de toda especie, incluida la humana ha sido considerado la base de la arquitectura: Newman, 1996).
Eppur si muove. Pese a los obstáculos, las resistencias, las dificultades y los errores, las alternativas al aula tradicional como espacio organizado se abren camino. Son sustantivamente variadas en sus dimensiones, su nivel de madurez, su grado de apertura, su configuración y su reconfigurabilidad, su capacidad de manejar las dimensiones espacio-temporales, su equipamiento material y tecnológico, su encaje arquitectónico, su apoyo desde las políticas educativas, su lugar en (o frente a) la dinámica del grupo-clase, la etapa o la escuela, su visibilidad y difusión, pero ahí están. Pueden llamarse macroaulas, superaulas, hiperaulas, nuevos espacios de aprendizaje, aulas cooperativas o multitarea, espacios de aprendizaje innovadores, flexibles o de nueva generación… y son todavía muy minoritarios, pero cada vez más numerosas y en cualquier caso muy visibles. Lo hacen porque el viejo modelo es insostenible para una escolaridad universal cada vez más prolongada, en medio de la explosión del entorno digital y ante lo que vamos sabiendo sobre los procesos de aprendizaje, y lo hacen porque somos sociedades más ricas, disponemos de tecnologías más potentes, escolarizamos a alumnos que son nativos digitales (al menos en el sentido más pedestre del término) y lo hacemos con profesores que ya van dejando de ser inmigrantes digitales (salvo en la medida en que, como en la cena de Alicia, es necesario no dejar de correr para mantenerse, al menos, en el mismo sitio).
Yo prefiero llamar hiperaulas, en general, a las más avanzadas y completas de estas experiencias, y así hemos llamado a la iniciativa práctica de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid, hiperaula.ucm. No es un mero capricho, ni una fórmula publicitaria, ni una irreprimible tendencia a la hipérbole. Es hiperaula porque es un hiperespacio, es hipermedia y emplea hiperrealidad. Explicaré con más detalle lo primero, como corresponde al objeto de este texto, pero no sin unas líneas previas sobre lo demás y sobre el conjunto. El prefijo híper no significa simplemente grande o muy grande –eso sólo lo piensan quienes lo leyeron por vez primera como parte de “hipermercado”. Hipermedia (Jenkins, 2004) es el término que designa la hibridación sin fisuras y la transición sin fricciones entre los distintos medios y soportes de información y comunicación (texto, imagen, audio, vídeo… ordenadores, discos, nube…), a diferencia del pasado multimedia, por no hablar del antepasado monopolio del texto impreso en la galaxia Gutenberg), y la hiperaula es hipermedia en tanto que integra interiormente y se prolonga exteriormente en todos los medios. Hiperrealidad designa un conjunto y una capacidad tecnológicos que posibilitan simulaciones y representaciones de la realidad, al servicio de la educación y el aprendizaje, cada vez más próximas o incluso superiores a ésta en términos de inteligibilidad (Tiffin & Terashima, 2016), lo que permiten hoy las tecnologías de geolocalización, 3D y holografía, realidad aumentada, expandida o virtual, etc., espectacularmente superiores a las viejos artilugios que tanto nos conmueven en los museos pedagógicos: mapas, maquetas, esqueletos de plástico, máquinas en miniatura… Los hipermedia y la hiperrealidad ya nos revelan que híper no define tanto el tamaño (aunque también, o a veces, lo haga) como la superación de los límites, los contornos y las lindes tradicionales, sea entre los distintos medios o entre la realidad y su representación. Es lo mismo que caracteriza al más popular de los híper y el que dio el pistoletazo de salida para todos los otros, el hiperenlace (o hipervínculo). Pues el hiperenlace no solamente enlaza, como ya lo hacían los índices o las notas a pie de página en el libro o las marcas en las cintas de vídeo, sino que rompe la linealidad del texto, conduce de uno a otro, salta a otros medios, es de doble sentido, etc.
Y la hiperaula es hoy, sobre todo, un hiperespacio. Ciencia-ficción aparte, el hiperespacio es, por definición, un espacio de más de tres dimensiones (Kaku, 2016), y su concreción teórica más común es el espacio-tiempo (con el tiempo como cuarta dimensión). El aula tradicional, por supuesto, también tenía y tiene las tres dimensiones espaciales y era y es escenario de una estructuración del tiempo, pero ya la conocemos: pupitres alineados y fijados al suelo, alumnos que miran en una dirección única, un profesor que domina desde la tarima, el tiempo fragmentado en horas (¡incluso horas de 45 minutos, y sin Einstein!). Las hiperaulas contienen mobiliario móvil (con perdón por la redundancia, tan infrecuente en la práctica), a menudo a distintas alturas (que incluyen estar casi tumbado o casi de pie) y con elevada tolerancia para la movilidad (luego no falta la tercera dimensión), lo que permite jugar con todas, así como proceder a agregaciones y desagregaciones de los alumnos en grupos grandes, pequeños y medianos o trabajo individual, todo ello sucesiva o simultáneamente, con horarios compartidos y/o diferenciados (la cuarta dimensión). Eso es el hiperespacio.
Por supuesto que la hiperaula no resuelve el problema de cómo dar una clase; al contrario, lo crea. El aula-huevera incluía la solución predeterminada, de ahí que la metonimia clase lo abarcase todo: clase (categoría de alumnos, el concepto original) = clase (grupo) = clase (lección) = clase (período de tiempo) = clase (lugar o aula)... e, indirectamente, = un maestro o profesor (con la plaza en propiedad a ser posible). Por el contrario, la hiperaula deja al profesor, o a los profesores, o a los alumnos, o a unos y otros decidir cómo será la actividad de enseñanza-aprendizaje; minimiza los condicionamientos y maximiza el empoderamiento, pero obliga elegir, aunque eso dé miedo; no fuerza ya al profesor a actuar como transmisor (instructor, lector, enseñante…), pero sí a hacerlo como diseñador (aunque sea como diseñador final –no precisa ser arquitecto, etc.– e incluye la posibilidad de no diseñar nada, o sea, de volver a las andadas).
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Referencias
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