PISA y otras pruebas objetivas entre países, y las pruebas
tipo CDI, las notas en los exámenes de selectividad, etc. han desatado la afición
periodística a las clasificaciones y palmarés. En sí no es nada extraordinario,
pues se producen y consumen para casi todo: ligas futbolísticas, trending topics, registros de audiencia,
40 principales, grandes fortunas, coches del año… Es verdad que en el ámbito
educativo pueden tener efectos perversos: docencia enfocada al procedimiento
del examen (teaching to the test), perversiones
del procedimiento (ley de Campbell), dinámica circular en la demanda de los
centros (Efecto Mateo), descuido de otras dimensiones de la formación (back to the basics), etc. Sin embargo,
la respuesta a los posibles malo usos inadecuados de una información limitada
no es menos sino más y mejor información, algo que debería entender fácilmente
cualquiera que no tenga vocación de déspota, ilustrado o no.
Pero hoy no quiero hablar de eso sino de lo que indica el
título: ¿desde cuándo son tan odiosas las comparaciones? Porque la cuestión es
que, hasta ayer, nos parecían maravillosas, la sal de la vida. Es difícil
encontrar un sector tan habituado a ellas como el educativo; o un colectivo tan
inclinado a invocarlas como el docente. Considérense los siguientes ejemplos.
¿Por qué hicieron los profesores de enseñanza pública la
huelga más larga en 1988? Porque se compararon con el resto de funcionarios, concluyeron
que estaban peor pagados y reclamaban su homologación.
¿Por qué reclaman hoy los maestros la jornada continua, fuera de los argumentos
oportunistas e infundados sobre sus ventajas pedagógicas? Porque se comparan
con los funcionarios y ven que la mayoría de estos salen de su trabajo a las
15h (no se fijan en a qué hora entran ni en sus vacaciones). ¿Alguien oyó
alguna vez un argumento consistente, en términos absolutos, sobre cuál debe ser
el número de alumnos por aula o por profesor, cuántos trabajadores auxiliares
debe haber por docente, cuántos años se necesitan para formar a un maestro cuál
es la edad a la que un educador ya no puede hacerse cargo de un aula, etc.? No,
el argumento es siempre comparativo: en tal(es) o cual(es) país(es) las ratios
son inferiores, los maestros deben tener una formación tan larga como los demás
profesores porque los pediatras la tienen como los demás médicos, nos podemos
jubilar a los 60 (con el sueldo completo) porque los mineros podían a los 40, etc.
Seguramente han oído hablar de la Educación Comparada. Consiste en comparar sistemas, políticas, etc.
y hay educación comparada como hay sociología comparada, antropología
comparada, economía comparada, etc., porque la comparación es una forma elemental
de conocimiento… pero es que la Educación
Comparada, a diferencia de estas, además de ser una técnica de
investigación junto a otras (como la estadística, la entrevista, la
observación, el análisis documental, etc), es un área de conocimiento, una
disciplina, el objeto de numerosas asociaciones, una colección de asignaturas y
plazas docentes y una sucesión de congresos, conferencias. Dicho de otro modo,
en la teoría de la educación se compara como en ningún otro ámbito. Cierto que
buena parte de este enfoque comparado se centra en aspectos cualitativos (por
ejemplo, si los sistemas son o no comprehensivos, si la formación de los
maestros está o no en la universidad, etc.), pero también en gran medida, y
cada vez más, es cuantitativa (tasas de
éxito o promoción, ratios alumno-profesor, índices de feminización, medias de
edad, porcentajes del PIB o del presupuesto, frecuencias de uso de las TIC,
etc.)
Piensen, por último, en el aula misma. ¿No es justamente ahí
donde todos empezamos a ser comparados con los demás? Que un padre afirme tener
el hijo más listo del mundo producirá escasos efectos, pero cuando una maestra
reparte o publica unas notas, no importa cómo ni sobre qué, de inmediato se
produce un ranking performativo, que
modifica la realidad que enuncia. Luego viene toda la discusión sobre si final
o continua, sumativa o formativa, pero la evaluación y la clasificación siguen
ahí, sólo que en este caso somos los evaluadores, no los evaluados. ¿Y cómo se
las arreglan nuestros profesores para suspender a un porcentaje tan parecido de
sus alumnos en comunidades con rendimientos tan dispares en PISA? La
explicación que me parece más plausible es que cuenta más la comparación entre
los alumnos (acompañando a una idea previa sobre las proporciones de buenos y
malos) que cualquier criterio absoluto o exógeno sobre el desempeño debido, que
produciría resultados más dispares como lo hacen PISA, la EGD, etc.
En suma, nos gustan las comparaciones colectivas cuando nos
dan pie a señalar un supuesto agravio
y reclamar algo, pero no cuando llaman la atención sobre las insuficiencias de
unas instituciones que dependen esencialmente de nosotros. Nos parecen aproblemáticas
las evaluaciones y comparaciones individuales, con todas las consecuencias que
traen, cuando se aplican a ocho millones de alumnos obligados y más o menos
indefensos, pero no cuando se aplican a menos de setecientos mil profesores
adultos y que cobran por su trabajo. Eso es ver la paja en el ojo ajeno pero no
la viga en el propio.
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