Hubo un tiempo abominable, la edad oscura, en que los niños en Cataluña no podían estudiar en la lengua de su comunidad, entonces región, que para la mayoría era también su lengua materna: el catalán. Hoy es un tiempo más feliz, la era luminosa, en la que lo que no se puede hacer es estudiar en la lengua común del reino: el castellano. Un observador poco informado pensaría que se ha dado la vuelta a la tortilla en el peor sentido, es decir, que el gran argumento de antaño, el derecho a aprender en lengua materna, bastaría para considerar esta era no menos oscura, sólo que para los otros, en vez de los nuestros. Con poca información y menos conocimiento, cabría pensar que, si antes se ahogaba el catalán y a los catalanohablantes, ahora es a los castellanohablantes; pero no, porque lo que cuenta es la intención y lo que ayer era maldita asfixia hoy es, ¡hop!, bendita inmersión.
La inmersión, afirma la doctrina, tiene dos virtudes indiscutibles y una
tercera más ambigua. Su primera virtud es que trae cohesión social, pues sin
ella Cataluña se fracturaría entre los de arriba, catalanohablantes, nativos,
etc. y los de abajo, inmigrantes, castellanohablantes y demás. La segunda es
que todos la apoyan, como muestra el dato, tan repetido, de que sólo ocho
familias (a veces son ochenta, pero sigue siendo una cifra ridícula) hayan
reclamado la escolarización en castellano. Algo con un fin tan noble (la
igualdad, o al menos la igualdad de oportunidades, que son parte del ADN de la
intelectualidad y del profesorado) y un consenso social tan amplio, sólo puede
ser cuestionado por el anticatalanismo rampante y el tardofranquismo residual.
Además, y esta es la tercera virtud, el catalán está en retroceso ante el
dominio del castellano en los medios y en la calle, por lo que precisa ser
defendido en la escuela.
El argumento de la cohesión impresiona, pero no resiste el mínimo examen.
Con treinta años de inmersión, Cataluña no es hoy más cohesiva que antes. Entre
1973 y 2007, el índice de Gini, que mide la desigualdad en ingresos de una sociedad
(0 y 1 serían la igualdad y la desigualdad absolutas) se mantuvo en Cataluña en
0,29, mientras que en el conjunto de España (donde la desigualdad es mayor por las
mayores dimensiones y los desequilibrios territoriales) se redujo de 0,36 a
0,31. En el ámbito escolar, es decir, en materia de igualdad educativa,
Cataluña no está ni mejor ni peor. Según la Evaluación
General de Diagnóstico, los resultados académicos del alumno dependen del
nivel socioeconómico de la familia algo más que en el conjunto de España. Según
PISA 2012, tal dependencia también es
ligeramente mayor en sólo Cataluña que en toda España (3,5 frente a 3,4 puntos
PISA por cada punto de ESCS -digamos de status),
y bastante mayor que en las otras tres CCAA bilingües de que hay datos:
Baleares (3,4), País Vasco (2,8) y Galicia (2,7).
¿Por qué iba a ser de otro modo? En realidad, el distinto -pero poco-
grado de equidad en las CCAA depende también de otros factores como la
urbanización, la estructura laboral, las inversiones o las políticas
educativas, pero, sobre todo, sabemos, especialmente en educación, que tratar
de manera igual situaciones desiguales produce más desigualdad. Cuando el sistema educativo obliga a todos los
escolares a manejarse en una lengua, el catalán, que sólo una parte ha
aprendido en la familia (una parte menor, por cierto, que la que hace treinta
años había aprendido el castellano), coloca ya al resto en desventaja. Y la desventaja
educativa de hoy, en el despliegue de la economía de la información, es, más
que nunca, desventaja social mañana.
El segundo mantra es el amplio consenso social en torno a la inmersión.
Se basa en que sólo un puñado de familias han llevado a la Generalitat a los
tribunales para exigir la escolarización en castellano, pero ignora deliberada
y esforzadamente que, cuando se manifiestan en un contexto libre de cualquier
coerción, la mayoría de las familias no quieren esa inmersión lingüística en la
sola lengua propia. Aunque está muy mal visto preguntar esto en Cataluña, y por
tanto cada vez se pregunta menos, varias encuestas han arrojado esta mayoría:
el CIS la cifró en el 70% (1998), ASP en el 78% (2001) y el 68% (2009), DYM en
el 91%. Sólo la fantasmagórica consultora Feedback, que vive de algunos
ayuntamientos nacionalistas y de La Vanguardia y cuyos datos y técnicas son
inaccesibles se ocultan al público, afirma que sean mayoría los partidarios del
catalán como única lengua vehicular, y aun así la limita al 81%. ¿Cómo se
reduce la amplia mayoría de aquellas encuestas, incluso la sospechosa pero apreciable
minoría de esta, a la quantité négligeable
de ocho familias con que los nacionalistas suelen hacer sus chistes? Muy
sencillo: la presión ambiental. En definitiva, el hiato entre la amplia
proporción de población que quiere una educación bilingüe y la exigua
proporción que la exige indica que en Cataluña no hay un problema, sino dos: el
segundo es la falta de libertad, aunque no se deba a los mossos sino a los conciudadanos; o, como podría haber dicho
Althusser, no a su aparato represivo sino a su aparato ideológico, la escuela.
Queda, en fin, la cuestión de la salud de la lengua, que comprende dos
partes. Una es que, descontando a los inmigrantes extranjeros, todos hablan
castellano pero no todos hablan catalán (ni euskera, ni gallego); la otra es si
ese desequilibrio crece o se reduce. Lo primero tiene que suceder de manera
residual simplemente por la libertad de movimiento y residencia en el
territorio nacional (siempre habrá un flujo de otras comunidades hacia Cataluña
-y viceversa), pero va más allá por el legado histórico reciente y por la base
demográfica más amplia del castellano. Esto justifica la discriminación positiva
a favor del catalán (y de otras lenguas propias, en sus territorios), en
particular en la escuela, pero no la evacuación del castellano. De hecho, catalán,
gallego y euskera, aun con distintas políticas lingüísticas, han mejorado
espectacularmente su posición a lo largo de la existencia de la democracia,
aunque sigan por detrás del castellano, lo que arroja a la vez un balance de
éxito y una tarea pendiente.
Seguramente nunca acabaremos con esto y siempre habrá una tensión entre
la preferencia emocional por la lengua propia (identidad) y la ventaja
funcional de la lengua común (alcance), o entre la ventaja local de una y la
global de otra. Pero hoy disponemos de los medios para manejar de manera eficaz
y sin conflictos esa tensión: por un lado, un profesorado competentemente
bilingüe; por otro, un control continuo y localizado de la competencia de los
alumnos en cada lengua, a través de las pruebas de diagnóstico y otras. Nada
nos impide reforzar en la escuela la lengua en desventaja y hacerlo
precisamente en la proporción debida, modulándola en el tiempo y
diversificándola por territorios, por centros, por grupos-clase, regulando el
horario -e incluso por alumno, regulando las tareas. Nada salvo la inercia
burocrática y el sectarismo nacionalista, claro está.
Evacuar el castellano de la escuela no es una operación lingüística ni
pedagógica, sino política. En este punto, como en otros muchos de la educación,
el medio es el mensaje, y el de la
inmersión es el del nacionalismo excluyente: eres catalán, pero no español. El
mismo mensaje del absolutismo y el franquismo, pero al revés.
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