Institucionalidad
concertada. La escuela es una institución en sentido
fuerte, basada en una obligación y un derecho, pero de ahí no se infieren la
titularidad ni la gestión públicas. Un tercio del alumnado en la escuela
privada o concertada (el más rico, educado y urbano) es un legado histórico que
ninguna mayoría parlamentaria a la vista puede ni debe intentar alterar, salvo
un consenso o una muy amplia mayoría hoy impensables. Lo que sí cabe es sujetar
la escuela privada a reglas comunes sobre reclutamiento, atención a la
diversidad, etc. que hagan del sistema escolar un conjunto homogéneo y
equitativo, a la vez que arbitrar los medios para ello. La escuela privada
tiene un pasado no siempre edificante, pero ya no estamos en la posguerra; la
escuela pública, a su vez, no siempre ha estado a la altura de lo que prometía.
Es más razonable avanzar hacia un servicio público unificado a partir de los mimbres
existentes que obcecarse en fórmulas de nula viabilidad y dudosos efectos
mientras el conjunto sigue dualizándose como hasta hoy. Por otra parte, hay que
dotar de fuerza real a la participación de la familia y la comunidad, hoy sometidas
al dominio de la profesión en la escuela pública y la propiedad en la privada.
Laicidad
ecuménica. No importa la titularidad o gestión de un
centro, la institucionalización del alumno no debe incluir el adoctrinamiento,
por lo que la religión ha de salir del currículum y el tiempo reglados y no ser
una asignatura de ningún tipo, aunque suponga reinterpretar, ignorar o
denunciar el Concordato. Pero esto es compatible con que, como institución y
espacio también de custodia, la escuela otorgue tiempo y medios, al margen de
los curriculares, a la formación religiosa para los hijos de las familias que
lo deseen, y ello para todas las grandes religiones presentes, en condiciones
equitativas y con sus propios recursos. En el mundo actual se ha vuelto
obsoleta y contraproducente la idea de ignorar la religión en el espacio
público y urge que las grandes confesiones presentes sean objeto de atención y
de estudio, para una mejor convivencia multi- e intercultural y para que estén
expuestas a la luz fuera de los propios grupos de fieles.
Ciudadanía
plurinacional. La plurinacionalidad alcanza no solo a
los estados sino a los individuos, de modo que estos pueden ser portadores y
sujetos de culturas, lenguas, legados, solidaridades, identidades y lealtades
múltiples y superpuestas. Ello debe traducirse en la pluralidad de la
institución, y esta en la coexistencia de contenidos y lenguas con un mismo
estatus básico. La debilidad relativa de una lengua o una cultura puede justificar
su refuerzo compensatorio desde la institución, pero no la expulsión de la
otra. La inmersión lingüística excluyente no es un proyecto integrador ni
plurinacional, sino asimilacionista y pluriestatal, en última instancia secesionista;
del otro lado, reducir la lengua a una elección familiar es la negación del demos y del carácter institucional e
instituyente de la educación, de su papel al servicio de la sociedad. Las
lenguas común y propia deben ser vehiculares en todas y cada uno de los centros
escolares de las comunidades con lengua propia, así como, cuando la escala lo
haga posible, en enclaves de población de una comunidad fuera de su territorio.
Comprehensividad
voluntaria. El tronco común hasta los 16 ha mostrado a
escala española e internacional ser más
equitativo y eficaz que la diferenciación temprana. Sin embargo, la LOGSE creo
un callejón sin salida para los no graduados en la ESO, sin continuidad en el
sistema, que llegaron a sobrepasar el 25%, y la pretensión de que los alumnos
de la principal minoría, los gitanos, completaran la trayectoria común fue un
brindis al sol de efectos perversos, su abandono masivo sin cualificación
alguna. Cierta diversificación llegó como secuela del frustrado pacto de 2010,
y la LOMCE ha ido más lejos con la implantación de la FPB y las reválidas, de
consecuencias todavía desconocidas pero que dan al profesorado o a las pruebas
externas la posibilidad de una segregación masiva. Una alternativa sería
mantener como oferta única y por defecto el tronco común hasta el término de la
ESO, pero dar a padres y alumnos, y solo a ellos, la posibilidad de optar por
una orientación anticipada, hacia algún tipo de capacitación profesional, evitando
cualquier presión del centro. A ello debería añadirse asegurar a todos, con
cualquier trayectoria, vías alternativas para ampliar su cualificación hasta un
título post-obligatorio.
Crecimiento
sostenible. La Gran Recesión ha mordido en el gasto
educativo como en pocos otros capítulos, cuando debió ser al revés, el momento
de prepararse para una nueva etapa de crecimiento y de competencia global más
intensa. En el acceso a la economía del conocimiento, cuando la cualificación
gana peso diferenciador para individuos y países, el gasto educativo merece un
suelo inamovible y un techo al alza que cabría confiar a una norma pactada y un
fondo de reserva, como rigen para las pensiones. Habría de alcanzar para
asegurar la gratuidad real (incluidos materiales escolares) hasta los 18,
políticas compensatorias para los grupos más vulnerables, el paso masivo al
entorno digital y un acceso no discriminatorio a la educación superior. Sin
embargo, no cabe dedicar recursos sin fin a más de lo mismo, ni enquistarse en
tópicos como la reducción de ratios, y es hora de que la tecnología se emplee
en aumentar la eficiencia del único sector de la economía en que no lo ha
hecho.
Autonomía responsable. Coexisten en España una
fuerte descentralización entre el Estado y las CCAA y una fuerte centralización
dentro de todas y cada una de estas últimas, derivada de una visión
instrumentalista y clientelar de la relación con las familias y el profesorado.
Una escuela equitativa y de calidad, sin embargo, requiere proyectos educativos
de centro, ajustados a las necesidades de su alumnado y su medio y las
capacidades de su plantilla profesional y la comunidad a la que sirve, lo que
exige profundizar en su autonomía organizativa y pedagógica. La contrapartida a
esto debe ser la transparencia total de los centros y la evaluación diagnóstica
del sistema a todos los niveles.
Revalorización
profesional. El valor social, sea real o simbólico, de
una profesión resulta de una formación sólida, una selección estricta, un
compromiso asegurado y una labor eficaz. Todo esto se ha deteriorado a lo largo
de decenios con el descenso de la exigencia académica en la formación inicial,
la burocratización del acceso, la opacidad del trabajo profesional y la falta
de reconocimiento e incentivos. Hay que reforzar y reformar en profundidad la formación
académica inicial, tanto la general del magisterio como la docente del
profesorado de secundaria, y vincular a la práctica una segunda fase formativa
(el llamado MIR docente o similar),
espacios y tiempos de colaboración (aulas compartidas, horarios más amplios de
permanencia en el centro) y estabilidad y promoción profesionales (accesibles y
previsibles para todos, pero no automáticas). Solo así podrían mejorarse las
condiciones laborales y salariales, un pacto más por más entre la profesión y la sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario