Me refiero a lo que todos llaman pacto,
aunque yo prefiero llamarlo compromiso, ya diré por qué. El penúltimo intento
fue el de Gabilondo, frustrado por la negativa de un PP que sabía que iba a
ganar las elecciones; el último es el que promueve J.A. Marina, rechazado con
cajas destempladas por cierta izquierda que creía otro tanto. Pero el PP está
ya lejos de la mayoría absoluta y el sorpasso
no ha llegado, de manera que quizá podamos todos recapacitar, empezando por
entender que vivimos en democracia, un régimen que une al gobierno de la mayoría el respeto
a las minorías, pero superando la aritmética elemental en estos conceptos.
No nos llevarán muy lejos visiones como la cantinela de Rajoy sobre que gobierne
"el partido más votado" (aunque sea también el más rechazado), el
desparpajo del secesionismo que con la mitad más uno de escaños (ni siquiera
votos) se cree legitimado para todo, o la disposición que algunos muestran a dar la vuelta a la tortilla con apenas
más escaños o más votos positivos que negativos en el hemiciclo. Es de desear
que el actual bloqueo político, que ya se antoja grotesco, ayude a comprender
lo absurdo que resulta pretender blindar o subvertir una política institucional
y a largo plazo, sea la que sea, con una mayoría, simple o absoluta, cogida con
alfileres, es decir, con unos pocos sufragios, escaños o apenas votos en el
hemiciclo. No necesitamos ni el maximin
de la minoría más votada ni el minimax
de la coalición menos rechazada, sino el maximax
del acuerdo más generoso, el de una mayoría más amplia posible. En sentido
contrario, el respeto a la minoría parlamentaria, electoral o política no se
limita a no exterminarla, ni prohibirla (lo que se da por supuesto), ni
hostigarla (lo que a veces se olvida), sino que pasa por tratar de gobernar
para todos (es decir, con todos,
además de sobre todos).
Por supuesto, esto no siempre es viable, ni siquiera necesario, por lo
que muchas decisiones parlamentarias y gobiernos habrán de basarse en mayorías
exiguas aunque suficientes, pero cuando llegamos a la educación hay que tener
en cuenta, más allá de la deseabilidad general de acuerdos amplios en
democracia, que hablamos del futuro y de la parte más vulnerable de la
sociedad. De un futuro, en este caso, expresamente considerado, dado que unas
generaciones, los políticos y en general los adultos de hoy, deciden por los
alumnos presentes y por venir, que vivirán los efectos mañana (al ritmo actual,
ya es difícil terminar la educación obligatoria sin vivir un par de reformas).
Y de los más vulnerables, esto es, de quienes todos afirman que querrían
resguardar de las pugnas políticas pero a quienes se expone demasiado a menudo
a la incertidumbre o al torbellino. No se trata de poner la educación fuera del
alcance de la política, pues eso sería privarla del amparo y del impulso de la
democracia, pero sí de ampliar al máximo acuerdos que puedan perdurar más allá
de los cambios de gobierno y los vuelcos electorales, por lo demás previsibles
y saludables.
Pero el pacto o compromiso es difícil por varios motivos, entre los
cuales destacaré cuatro. El primero y más aparente es la tremenda
ideologización del debate, con discursos a veces guerracivilistas en los que unos parecen creerse en lucha contra el
Santo Oficio y otros contra el demonio bolchevique, como han hecho
recientemente PP e IU, en los dos extremos del arco parlamentario,
desenterrando la guerra escolar. El
segundo, en parte consecuencia del primero, es el vaciamiento del lenguaje, que
permite blandir a la vez las exigencias más sectarias y la pretensión de que
quien hace imposible un acuerdo es siempre el otro; un vaciamiento que alcanza
más o menos a lo principal del vocabulario de la política educativa: libertad,
equidad, calidad, inclusión, participación... y, por descontado, pacto, como cuando Rajoy, después de dos
legislaturas del PP solo contra la LOE y otras dos igual de solo con la LOMCE
cree hacer haber hecho algo grande con apenas algún gesto vacío y retórico
sobre el pacto educativo dirigido a Ciudadanos, o cuando Garzón se descuelga en
periodo electoral con la surrealista y oximorónica propuesta de un pacto por una educación republicana. Un
tercer motivo, menos obvio pero más poderoso, es el papel de la escuela en las
estrategias sociales de las familias, muy visible en la búsqueda de la mejor educación para los hijos, tanto
da que se concrete en la mejor escuela o en el mejor desempeño individual en
ella, y que tiene su contraparte en la pretensión no menos estratégica, aunque defensiva,
de suprimir todo elemento de diferenciación, sea la elección de centro, el (muy
discutible) modelo bilingüe, el uso de recursos digitales, los deberes para
casa o cualquier otro. Cuarto, y no menos importante, el infundado paternalismo
de la profesión docente, siempre tan inclinada a pensar que sabe mejor que su
público lo que le conviene; esto es, a desoír a la sociedad, o a oír solo lo
que quiere oír, como cuando funcionarios incondicionales de su fuente de
empleo, la enseñanza pública, no quieren ver que un tercio del alumnado lleva
medio siglo eligiendo la privada y otro sexto, hasta la mitad, lo haría si
pudiera, o cuando los sicofantes de la inmersión lingüística ignoran que más de
la mitad de la población con hijos en edad escolar ni la quiere ahí ni la
practica en otros ámbitos libres de coerción y de presión; o cuando todos
coinciden en que lo primero y principal que necesita la educación es, cómo no…
más educadores.
Pero hay otro obstáculo formidable para un pacto: su trivialización.
Asoma cuando se formula como el objetivo de ponernos de acuerdo en lo que nos une (ya se sabe: acabar con el abandono, conjugar
equidad y calidad, reconocer y dignificar al profesorado, mejorar los
resultados, aumentar los recursos...), o evitar lo que nos separa (los cleavages
o fracturas como la religión, la financiación de la escuela privada, las
lenguas propias, la evaluación del
profesorado, etc.). El problema es que tales acuerdos de mínimos no sirven de
mucho, o no sirven de nada. De hecho presentan el riesgo añadido de precipitar,
hipostasiar, politizar o adjudicar opciones y políticas que no están adscritas
necesariamente a un lado ni a otro de las fracturas habituales, desde el
momento mismo en que las colocan en el centro de una negociación entre partidos
y grupos de intereses; en todo caso, al dejar fuera lo que realmente ha venido
dividiendo a la sociedad, simplemente posponen los problemas por muy poco
tiempo, si es que no los enquistan y los agravan. Por eso no me gusta la
palabra pacto, que alude por igual a
la formalización de un acuerdo preexistente, entre quienes ya coinciden en algo
o en todo, y a la confluencia desde el desacuerdo o el conflicto previo de
intereses y valores. Es lo segundo lo que la educación española necesita: un
acuerdo que cree un escenario comúnmente aceptado desde ambos lados de las
viejas fracturas, en el que todos estén razonablemente a gusto aunque ninguno
esté enteramente a su gusto, y que
traiga consigo una suspensión duradera, que ya sabemos no será definitiva, de
las hostilidades. Por eso prefiero hablar de un compromiso: compromiso entre
los actores, entre los intereses en conflicto y los valores en disputa, así
como entre lo deseado por cada uno y lo aceptable para los demás, lo que
implica ceder y conceder.
Un compromiso por la educación debería abordar, precisamente, lo que
hasta hoy ha venido arrojando a la escuela al ojo del huracán: la titularidad
de los centros, el lugar de lo laico y lo religioso, la coexistencia de las
lenguas propias y la lengua común, el alcance y límites de la comprehensividad,
las bases económicas de una expansión sostenible, la autonomía y transparencia de
los centros y la reestructuración de la profesión docente. Formular los
términos es ya otra historia, tema para otro día.
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