Se dice (lo he oído como chiste y lo he leído como crónica) que entre los
burgueses catalanes de comienzos del siglo XX era habitual vivir en el
Eixample, pero poner un pisito a la amante en el Paralelo. Tarde o temprano,
esta afloraba, y algunas crónicas aseguran que las esposas legítimas, con
independencia de lo que pudieran decir en casa, no dudaban, cuando hablaban
entre ellas (según la crónica) o con el marido (según el chiste) en el Liceo, a la hora de defender el estatus familiar: "La nostra és
molt més guapa."
La irresistible
ascensión de Podemos ha roto el monopolio de la legitimidad política de que
gozaban los partidos tradicionales (ahora la
casta) con la irrupción un discurso que puede parecer más apoyado en el
corazón que en la razón, en el deseo que en el cálculo: observe el lector, en
los símbolos electorales que acompañan estos días a las representaciones
gráficas de las previsiones de voto, y pronto lo harán a las papeletas, la
diferencia entre el corazón arcoiris elegido por Unidos Podemos y las cajitas
cerradas y geométricas a las que continúan apegados, o en las que siguen
encerrados, el PP (azul y circular) y el PSOE (roja y cuadrada) –Ciudadanos se
sitúa entremedias, con un globo o bocadillo, como los de las historietas, que sugiere
una voz emergente.
Cabría recordar
aquí aquello de que el corazón tiene
razones que la razón no entiende, y algo o mucho de eso hay, pero no se
debe caer en el error de subestimar a Podemos. Su razón, simplemente, es en
buena parte otra, la razón populista
formulada por el fallecido y brillante politólogo Ernesto Laclau, que ellos
mismos reivindican sin ambages (el magnífico documental Política: Manual de instrucciones, de Fernando León de Aranoa, es
muy ilustrativo a este respecto). Y sabemos, desde luego, que ayer les gustaba
Chaves, pero eso no significa que hoy les guste Maduro ni que no hayan
aprendido nada en el camino.
Nuestros
populistas, para empezar, son de izquierdas, no de derechas. Unos y otros
tienen en común ser populistas, pero lo que los separa se me antoja bastante
más importante que lo que los asemeja. En la mayor parte de Europa están
surgiendo o creciendo rápido los populismos de ultraderecha (Le Pen y el FN en
Francia, Farage y el UKIP en el Reino Unido, Petry y la AfD en Alemania, Hofer
y el FPÖ en Austria...). Menos preocupantes pero también significativas son las
derivas populistas desde el interior de algunos partidos conservadores
tradicionales, como el retorno de Sarkozy en la UMP francesa, el giro antieuropeo
de Michael Gove y Boris Johnson en el conservadurismo británico o, peor aún, el
triunfo de Donald Trump en las primarias republicanas estadounidenses. Creo que
incluso conservadores no populistas concederán que hay menos que temer de
Tsipras que de Le Pen, a Sanders que a Trump, a Raggi que a Meloni.
Nuestros
populistas, además, son bastante moderados. No son como los anticapitalistas franceses, sino que se
abren o se expanden aceleradamente hacia la socialdemocracia. Es ahí donde
buscan sus avales económicos (Navarro, Stiglitz), sus reclamos de sociedad
(Escandinavia), su marchamo electoral (como bien sabe y sufre ahora el PSOE) y no
pocos de sus fichajes estrella. Eso no ha evitado ni va a evitar en el futuro
próximo sonoros patinazos por la
izquierda, pero es manifiesto el edulcoramiento e incluso el abandono de
sus propuestas más agresivas, desde la renta básica universal hasta el
referéndum catalán, y son buenas señales tanto la tranquilidad del empresariado
como la creciente irritación de ERC y CiU.
Nuestros
populistas más destacados no se han formado en los cuarteles venezolanos, ni en
los piquetes argentinos, ni en los campos de coca bolivianos, sino en las aulas
y los programas de doctorado de Ciencias Políticas y Sociología (y en su zona liberada, todo hay que decirlo).
Abundan en ideas bastante sofisticadas, aunque no haya por qué compartirlas. A
esto hay que añadir que aprenden muy rápido, lo mismo que otras fuerzas
emergentes, algo que no puede decirse, al menos hoy, de las fuerzas políticas
tradicionales. Aunque no faltará quien considere que esta expresión es un
oxímoron, una contradicción en los términos, creo seriamente que son un
producto y un factor de la inteligencia
colectiva en política. Aprenden rápido no porque sean listos, ni jóvenes,
ni doctores e investigadores muchos de ellos, aunque todo esto ayude, sino
porque han sabido apostar (o tal vez no hayan tenido otra opción que hacerlo)
por combinar formas de participación estructuradas y fluidas a la vez, de
proximidad y virtuales, basadas en la militancia y en la apertura al entorno,
así como porque se están viendo llevados a cambiar constantemente de escenario.
Por otro lado, esa dependencia de los medios de comunicación de masas y de las
redes que tanto se les critica, pero que ellos asumen con desparpajo, es una
fuente inagotable de feedback que,
hasta ahora, han sabido aprovechar.
Nuestros
populistas, en fin, han distinguido siempre y distinguen cada vez más entre
acudir a las elecciones y gobernar. Actúan con una saludable y asumida dosis de
electoralismo, como no han dejado de reprocharles sus competidores, porque su
populismo tiene más de estrategia electoral que de modelo de gobierno. Lo que
han aprendido de y en América Latina ha sido más cómo ganar unas elecciones que
cómo ejercer el poder, aunque ni puedan ellos ni debamos los demás olvidar, en
ningún momento, que en lo segundo hay mucho más que aprender de los errores que
de los aciertos. De momento, el hecho es que su presencia en gobiernos
municipales y autonómicos, aparte de algún pequeño esperpento, ni ha generado
sobresaltos ni presenta un mal balance.
Y, ahora, mi disclosure. La verdad es que me gustaría
poderles votar. Ya lo he hecho alguna vez, a uno y otro de los ahora coaligados,
aun cuando considere que bastantes de sus propuestas no son sino
simplificaciones perezosas basadas en decir lo contrario que el gobierno o que
la mayoría. Por desgracia, yo también tengo una línea roja o casi, como gusta decir ahora: el secesionismo, más aún si es rico y pijo. Aunque sepamos
de qué fuentes beben (la candorosa o cínica idea del derecho de los pueblos o las nacionalidades a la autodeterminación, según
venga de Wilson o de Stalin), o quizá por ello, no se puede ser de izquierda y
de derecha a la vez, es decir, socialdemócrata (y no digamos comunista) e
independentista, porque es como ser de izquierda y machista, o imperialista, o
racista... de izquierda con los tuyos
y de derechas contra el resto –y tanto da que este a la vez se dé dentro de un partido, una coalición electoral, una
confluencia...
Es posible que
Unidos Podemos, que va a ser la primera fuerza en Cataluña y el País Vasco y
que cada día añade algo más de ambigüedad al derecho a decidir, sea un factor de desbloqueo y pueda ayudar a
desactivar el anunciado choque de trenes, pero no lo es menos que resulte ser el
aprendiz de brujo que abra una caja de los truenos que nadie pueda cerrar
después. Si, como parece, es posible un gobierno de izquierda; incluso, algo
que yo preferiría antes que una exigua y arriesgada victoria de media España
contra la otra media, de centro-izquierda, me resulta igual de tentador o más el
voto a la vieja socialdemocracia anquilosada,
aunque solo sea como contrapeso a la nueva socialdemocracia improvisada. Una disyuntiva, la mía, que ya previó
Jean Buridan, y no digo más.
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