Texto escrito para la monografía sobre El momento de la Inteligencia Artificial del Informe Económico y Financiero 33 de ESADE. Informe y monografía se pueden descargar en PDF aquí y su presentación y coloquio en video aquí.
La inteligencia artificial, que ya se venía infiltrando, inadvertida, por diversos resquicios, asoma con estruendo a la educación. No habrá otro tema del que se hable tanto en la temporada, y con razón. La aparición, prometedora y amenazante a la vez, de ChatGPT, ha desatado todas las alarmas, pero también, huelga decirlo, las aspiraciones, que crecen: una variedad de expectativas de realismo desigual. El engendro es tan nuevo –al menos para el público–, ambivalente y espectacular que resulta difícilmente clasificable, pues ya al nombrarlo lo envolvemos en valoraciones implícitas pero cargadas de significado, performativas, que no hacen justicia ni en un sentido ni en otro a su complejidad ni a su multidimensionalidad. Cuando hablamos de inteligencia artificial, por ejemplo, el adjetivo es indiscutible, pero el sustantivo es arbitrario, propagandístico (de siempre, no ahora) y, en muchos sentidos (pero no en todos), inadecuado: desde luego, no es nada equiparable a la inteligencia humana, no es IA general, fuerte o simbólica, y mucho menos la superinteligencia capaz de destruir, someter o salvar a la humanidad; pero si nos vamos al otro extremo para tildarlo de loro estocástico o de mero predictor hormonado de texto, nos quedaremos muy cortos.
Técnicamente es un modelo fundacional, más en concreto un modelo grande de lenguaje que, basado en cantidades ingentes de texto, algoritmos de aprendizaje automático muy sofisticados y una gran potencia de procesamiento, genera texto nuevo como si supiera de qué trata, aunque sin saberlo, y unido a un chatbot, o robot conversacional, que por su velocidad y flexibilidad ofrece al usuario una sensación notablemente similar a la de estar conversando con otro ser humano o, al menos, inteligente (incluso sintiente, como se le antojó al programador-cura Blake Lemoine). El modelo de lenguaje devuelve una respuesta no siempre veraz, ni óptima, pero habitualmente correcta y siempre verosímil; consistente en sí misma, gramaticalmente articulada, en tono cortés y en la que imprecisiones, carencias, invenciones e incluso falsificaciones (“alucinaciones”) vienen envueltas en un lenguaje alambicado y algo soporífero; puesto que el procesamiento de la información es puramente estadístico (qué palabra sigue con mayor frecuencia a otra, etc.), su respuesta difícilmente será muy original o brillante, pero, dada la cantidad y variedad de la información manejada, la tiene para todo. El robot se presenta en una interfaz minimalista, similar a la de cualquier programa de mensajería, en la que el texto de respuesta al usuario aparece a una velocidad extraordinaria como escritura (nadie manuscribe ni teclea así) pero no tanto, aunque también, como lectura o enunciación, todo lo cual confluye, por más que sepamos que no es así, en provocar la sensación de que estamos conversando con alguien o algo parecido a nosotros mismos, si bien a través de una pantalla; huelga añadir que no hay dificultad alguna en convertir el proceso en un diálogo de viva voz, al menos no del lado del chatbot (hay ya complementos, o plugins).
Ratios de ensueño: un maestro por discípulo y un ayudante por docente
¿Cómo encaja esto con el aprendizaje, la enseñanza y la escuela como organización y sistema? Para el aprendiz, o el alumno, es un potencial tutor, o al menos interlocutor, siempre disponible, infatigable, amistoso, interactivo, adaptativo, discreto y que no juzga, de competencia lingüística sobresaliente, bagaje cultural amplísimo y nivel más que aceptable; y, por cierto, muy barato por usuario, pague quien pague. La personalización podrá ganar mucho si se acopla a algún tipo de analítica del
aprendizaje (sobre el rastro de datos individual, datos organizacionales o masivos, o ambos), y la fiabilidad puede mejorar con más entrenamiento y/o un ajuste fino con recursos propiamente educativos (ya no sería ChatGPT, sino otro robot basado en el GPT u otro transformador). No va a ser el Aristóteles electrónico prometido una y otra vez por la informática, pero sí un tutor siempre al alcance; inferior a un docente en cuestiones cruciales que requieren inteligencia general, intuición, empatía, etc., pero equiparable o mejor en casi todo lo que sea procesar información preexistente de forma convencional, lo que constituye buena parte de la rutina docente. (Es fácil imaginar cuán distinta habría sido la desescolarización en respuesta a la pandemia si el Gran Charlatán hubiera estado al alcance del alumnado.)
Para el docente, el profesor, es un posible asistente en el que delegar tareas normalizadas pero consumidoras de mucho tiempo, como adaptar contenidos, preparar presentaciones, calcular calificaciones, informar a las familias, recordar plazos y términos; mejor aún, es un potencial agente al que encomendar objetivos, de modo que se ocupe él mismo de determinar, articular y realizar, por sí o con otras aplicaciones (como las de ofimática o las comunes en la web), las tareas para alcanzarlos, lo que supondría poder traspasarle una gran cantidad del trabajo más normalizado y rutinario, pero con eficacia y eficiencia muy superiores, y con ello sustituir al educador en unas tareas, aumentar su inteligencia y capacidad en otras y dejarle tiempo para otras más –pero tranquilícese este, pues, salvo el hiperventilado Sugata Mitra, nadie ha sugerido siquiera tal reemplazo. Huelga añadir que la IA también ofrece un salto adelante en rutinas de administración y organización, como la asignación de recursos o el mantenimiento de expedientes, en las que las instituciones escolares, como organizaciones complicadas y complejas que son, ya han podido experimentar las primeras ventajas de la digitalización a través de aplicaciones y plataformas.
La inteligencia artificial generativa no se reduce al texto (en cualquier lengua, aunque con calidad desigual), como tampoco lo hace la escuela. La IAG también puede producir software (de momento en una docena de lenguajes), sonido (voz, música...), imagen, sea estática (instantáneas, dibujos, figuras, rotulación) o dinámica (vídeo, animación) … En general se desarrollará tan multimedia, transmedia e hipermedia como el software y los dispositivos e infraestructuras digitales. Pero no cabe duda de que el lenguaje, exclusivamente humano, y el texto, distintivamente escolar, seguirán siendo, al menos por un tiempo, su fuerte y su ariete ante la educación (imagen y sonido, sin embargo, desataron ya antes la alarma en el mundo cultural, pero por la propiedad intelectual). No obstante, Google tiene casi a punto modelos de IAG multimodal, que combinan como entrada y salida texto, audio e imagen (hasta ayer tratados por separado), y en ello están también Microsoft, DeepMind y, sin duda, OpenAI, lo que implica que no tardará la IA hipermedia. Añádase a esto el desarrollo previsible de herramientas más ajustadas a la institución y la función, en lo que ya trabajan macroactores como los editores Pearson y Wiley, Khan Academy, Chegg (apoyo escolar), Knewton y Carnegie Learning (enseñanza en línea y tutorización inteligente), Duolingo (idiomas) y otras.
Una carga de profundidad contra la lógica y la estructura del aula
Es fácil comprender que la combinación de una gran capacidad de procesamiento de lenguaje natural (incluido el contenido escolar), una gran potencialidad multi-, trans- e hipermedia que apenas empieza y una interactividad y adaptatividad por alumno (para cada alumno), cualitativamente inferior en forma y fondo a las que aporta el docente en algunos aspectos (entre ellos los irrenunciables), pero igual o superior en otros muchos (entre ellos los más frecuentes); a la vez que interfaces ante los cuales hoy ya, en edad escolar, se está muy cómodo, hace saltar por los aires la ya periclitada necesidad y la arcaica justificación del aula-huevera, la parrilla horaria, el aprendizaje simultáneo y la enseñanza frontal, la correspondencia 1x1 entre profesores, grupos, aulas y materias…, en definitiva, la arquitectura organizativa (y física) de la escuela tradicional, cuyo paradigma es el aula convencional.
Las relaciones sociales de la educación no pueden subsistir por más tiempo, si bien las nuevas encuentran toda suerte de obstáculos y resistencias para nacer y madurar. Es el turno de la hiperaula, del horario flexible, de los hipermedia, del artilugio o la trinidad digitales (dispositivo personal, software y conectividad), de la co- y la ciborgdocencia, del aprendizaje discéntrico. Vivimos la necesidad y la oportunidad de una gran transformación: no ya mimetizar en el entorno digital lo que llevamos trescientos años haciendo en el físico, como sucedió con la mal llamada educación híbrida en la pandemia (y como, no se olvide, siempre cabe reincidir, escalando malas u obsoletas prácticas con un instrumental más potente), sino un cambio más profundo, más rápido y mucho más positivo para el aprendizaje que el que la imprenta provocó desembocando en la escuela actual, lo que he llamado la quinta ola; un cambio, además, imprescindible para abordar problemas como la ineficiencia, el desapego o el rechazo escolares, heredados de una escuela vigesímica y hasta decimonónica, desfondada, que poco puede ya contra ellos.
Una IA que no solo escribe, habla o dibuja (outputs) sino que también es capaz de procesar en tiempo real información no estructurada del aprendizaje (inputs: lectura, dicción, escritura, cálculo, así como la forma y el ritmo de estudio, la evaluación, etc.) y de traducirla en decisiones, opciones o sugerencias para el alumno o para el profesor, una vez que podamos contar con que es fiable y que sea capaz de presentar un panel de control preciso pero intuitivo para el profesor (como lo es el tablero de control de un automóvil, que permite a una persona dirigir su desplazamiento a velocidad sobrehumana), dará lugar a una notable inteligencia aumentada de estos que les permitirá pilotar el nuevo aprendizaje, lo que es mucho más que pastorear un rebaño sin que se pierda o arrastrar un convoy con dirección y velocidad únicos, o que hacer de oveja negra o verso suelto, de outlier. La transformación digital representa, además, la oportunidad de señalar a la profesión docente una misión como no la había tenido ni sentido desde anteriores transformaciones, es decir, desde la alfabetización universal por la escuela primaria y la promesa (por lo demás incumplida) de igualdad de oportunidades sociales con la generalización de la secundaria. Eso sí, una misión que requiere dedicación y compromiso, como corresponde a una profesión –no simplemente cubrir los protocolos, como se espera de una burocracia.
Anticiparse a los riesgos, pero sin paralizarse ante ellos
Naturalmente, no todo son buenas noticias (ya se sabe que, si son buenas, no son noticias). La primera reacción del mundo educativo no fue de bienvenida a un colaborador sino de alarma ante un impostor, en particular ante la amenaza de una aplicación capaz de producir como churros los típicos trabajos y ensayos académicos y de superar pruebas y exámenes desde la escuela primaria, pasando por la candidatura a los centros de élite, hasta la obtención de la licencia profesional: el plagio automatizado, al alcance de todos y, de momento y tal vez para siempre, indetectable. Por otra parte, todas las debilidades y amenazas de la IAG para la sociedad en general lo son también para las instituciones educativas en particular, si acaso agravadas por la menor edad y la mayor vulnerabilidad del alumnado, así como por ir contra sus fundamentos, en concreto contra la presunción de veracidad de los contenidos académicos y contra la visión y la retórica igualitarias de la institución. Aquí entran los problemas de privacidad, vigilancia y protección de datos, sesgos discriminatorios en los procesos de decisión, desinformación y falsificaciones, burbujas ideológicas, etc. A ello se añade el problema siempre presente de la desigualdad digital, la mal llamada brecha: efectivamente, cuanto más abierta y potente sea una tecnología de la información y el aprendizaje, mayor será la posible disparidad entre los individuos, las familias, las comunidades, los docentes o las escuelas.
Pero esos riesgos son combatibles, no eludibles. Los usos perjudiciales de la IA se filtrarán por todos los conductos y resquicios sociales y llegarán a todos, menores incluidos; la desigualdad digital ya está ahí, empezando por hogares que no tienen apenas acceso ni capital informacional, ni escolar, frente
a otras que sí, hasta el punto de que podrían prescindir de la institución si solo fuera para eso (la IA a bajo precio, al menos, derrumbará el muro entre quienes pueden adquirir todo el apoyo periescolar que deseen y quienes ninguno). La primera andanada disruptiva será, sin embargo, para la educación en la sombra, quizá con un inesperado efecto igualitario; la segunda será para la formación continua y el desarrollo profesional en el trabajo, con el posible efecto de que las familias perciban la necesidad de una transformación educativa, pedagógica, antes que el profesorado. La actitud de la institución y la profesión debe ser ante todo, y precisamente por eso, proactiva, no meramente reactiva. Ha de acompañar a la infancia y la adolescencia en un mundo, también el suyo, cada vez más impregnado de IA; y ha de asegurar la literacia digital suficiente a todos y, en particular, a quienes más difícil tendrían alcanzarla por sus solos medios.
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