Publicado en Cuadernos de Pedagogía 524, oct 21
Quinientas noches después de la llegada a España de la pandemia cuando escribo este texto, que serán ya diecinueve meses (que no días, pace Sabina) cuando se publique, casi produce apuro referir a la pandemia como experiencias reveladora o punto de inflexión. El relato habitual consiste ya en que ha mostrado los enormes riesgos de las desigualdades (vulgo “brechas”) digitales y las enormes oportunidades de la transformación digital de la educación. Ambas cosas son ciertas –aunque exigen ser precisadas– y de ambas trataremos en este texto, pero sin eludir otra no por poco excitante menos real: el aferramiento a lo existente, a pesar de su fallido desempeño, y la demanda obstinada de más de lo mismo.
Algo que hemos aprendido sobre las “brechas”
Entrecomillo la palabra brecha (o fractura, o divisoria, igual da) porque, a pesar de o precisamente por su popularidad, distorsiona la realidad. Para empezar, en nada y para nada hay una división binaria entre los que tienen, los que saben, o lo que sea, y los que no (los haves y have-nots con los que empezó la cantinela), sino una compleja y variada desigualdad, tanto en cantidad como en calidad, en el acceso al equipamiento y la conectividad y en las condiciones de vida que lo acompañan (la primera brecha); en la cantidad, variedad y calidad de los contenidos, aplicaciones e información a los que se accede, lo cual significa sobre todo competencia digital y capital cultural, tanto personal como familiar (la segunda
brecha); y tanto entre el grado de digitalización de la sociedad, en particular del entorno extraescolar en que vive la población en edad escolar, y el grado de rechazo y de retraso digital de la escuela, en particular del aprendizaje y la enseñanza en el aula, como entre los distintos centros y entre los docentes (la tercera brecha).
La primera “brecha”, en el acceso, era claramente sobreestimada por los docentes, sobreestimación si no intencional, sí al menos funcional, pues eximía de la propia transformación. Las estadísticas sobre equipamiento y conectividad relativas a la población de quince años, sobre la que ya existen largas series, mostraban a una inmensa mayoría equipada y una pequeña minoría sin o con escaso acceso, pero lo bastante pequeña como para poder ser atendida desde por los centros, las autoridades educativas y las instituciones locales. Pero la pandemia alteró dos cosas: primera, que ya no se trataba de disponer de un ordenador doméstico para su uso limitado en ciertas tareas y a ciertas horas, sino a menudo de utilizarlo también para el teletrabajo, el contacto familia, compras y gestiones varias y el ocio doméstico, situación en la que un dispositivo por persona ya va justo y uno por hogar es poco más que nada; segunda, que el uso eficaz de un dispositivo requiere también un entorno material adecuado (espacio propio, silencio relativo, etc.), y eso se convirtió en un bien todavía más escaso en el periodo de desescolarización y confinamiento.
La segunda “brecha”, la más importante, era, en cambio, subestimada, es decir, poco tenida en cuenta, pues difícilmente podrían explicarse sin ello tanta lentitud, lenidad y resistencia a la transformación digital entre la profesión y en la institución. Cualquier entiende la diferencia para un alumno entre tener unos padres con más o menos nivel de estudios, una biblioteca con más o menos libros, un tipo de ocio con más o menos cultura, etc. Esta diferencia no existiría si ninguna familia tuviese estudios, ningún hogar tuviera libros y no hubiera otro ocio que el circo (o el fútbol), pero se disparó con el nivel de vida, la democratización de la educación y los medios de comunicación y el equipamiento cultural. Ahora se acelera de manera exponencial con el acceso ilimitado, pero también ilimitadamente dispar, a la información y el conocimiento en la era digital. Nadie dude que la desescolarización en pandemia habrá incluso mejorado el aprendizaje en un extremo mientras lo desarbolaba y reducía a cenizas en el otro, y hagamos votos por que una gran mayoría quedase en medio.
La tercera “brecha”, la escolar, es la que como educadores estábamos y estamos obligados a superar, a no permitir que se produjera jamás, tanto por sí como para estar en condiciones de combatir la segunda (como en su día lo hicieron las escuelas de primeras letras contra el analfabetismo). Si así lo hubiéramos hecho, la desescolarización ante la pandemia habría sido en todo caso un gran reto, pero no distinto ni mayor que el que supuso la transición masiva al teletrabajo de millones de empleados públicos y privados en las actividades administrativas o relacionadas con la información. Incluso las funciones más propias del cuidado (en el sentido más amplio) y la custodia (en el más elemental), podrían haber sido abordadas si hubiésemos estado en condiciones (infraestructura y formación) de hibridar realmente lo presencial y lo remoto, lo cara a cara y lo virtual, al menos para una minoría de alumnos más vulnerables o en peor situación doméstica. Pero no fue así: algunos centros y profesores, los que ya se habían adentrado en el entorno digital –para otros de manera innecesaria, incluso inconveniente–, supieron desde el primer momento valerse de herramientas que ya utilizaban para mantener su trabajo con los alumnos, entre ellos y de forma autónoma en sus hogares –al menos hasta donde la infraestructura de éstos lo permitiera–, así como supieron seguir integrados en actividad de centro y mantener e incluso reforzar la colaboración profesional; otros, conscientes de la emergencia, se pusieron al día tan rápido como pudieron o, al menos, lo intentaron; y otros, en fin, se vieron enteramente descolocados en la nueva situación y, en el extremo, optaron por ponerse de perfil. La “brecha” no solo se abrió, o más exactamente se desveló, entre la escuela y su entorno, tanto en el espacio y el tiempo como en la capacidad general de explotar el entorno digital, sino también entre escuelas (y no de manera aleatoria sino alineada en parte, solo en parte, con la divisoria entre pública y privada o concertada) y entre los docentes (y aquí, sin duda, tuvo que ver la edad, pero contó sobre todo la profesionalidad).
La pandemia como oportunidad y como riesgo
Una crisis es siempre una oportunidad, pero para bien y para mal. Se supone que es parte de la milenaria sabiduría china, reflejada en el grafismo mandarín para “crisis” (wéijī), formado por otros dos, los de “peligro” y “oportunidad”. V.I. Lenin aseguraba que, en la crisis revolucionaria, las “masas” aprendían en horas lo que no habían aprendido en decenios, para bien, y Naomi Klein sostiene hoy que el neoliberalismo se ha extendido por el mundo como terapia de choque en una suerte de crisis reaccionaria, ambos autores con notable éxito. En estos días es un lugar común afirmar que la pandemia ha abierto la puerta, si no a una revolución (ya no se llevan), sí a una gran transformación educativa, y yo mismo así lo creo y lo quiero. Pero también abre la puerta, no la cierra, a más de lo mismo, repetir y profundizar los viejos errores, y es de eso, y de que no sea así, de lo que hemos de ocuparnos primero.
La pandemia provocó la salida de las aulas y con ella, efectivamente, la virtualización, hasta donde se pudo o se supo, de lo que se venía haciendo en ellas, pero esto no supuso de manera automática ni necesaria, en medida alguna, una transformación. En algunos aspectos lo hizo, y en el siguiente apartado hablaremos de ello, pero en otros no, e incluso hizo lo contrario. Virtualizar supuso en muchos casos reforzar el modelo transmisivo de enseñanza y pasivo de aprendizaje. Muchas clases pasaron a ser videoconferencias, en directo o enlatadas, más unidireccionales y menos participativas que nunca, sin siquiera la retroalimentación que aporta el alumnado con el desorden colectivo o los semblantes individuales. Presentar diapositiva (un powerpoint) no es per se mejor que escribir en una pizarra, sino al contrario, llenar las horas en casa con los deberes señalados del libro de texto no es precisamente autonomía, y un cuestionario autocorrectivo no es de por sí la mejor forma de evaluación; el aprendizaje colaborativo que puede menudear en el aula como “trabajo de grupo” sólo puede hacerlo virtualmente con plataformas potentes y con una sólida experiencia en su uso.
Una visión mecánica de las medidas higiénico-sanitarias pudo incluso llevar a reforzar el carácter ya de por sí opresivo del aula-huevera y el horario en parrilla. Todos hemos podido ver esas imágenes, generalmente orientales, de aulas en las que los pupitres se convertían para los alumnos en cajetines, aislados unos de otros con mamparas delanteras y laterales añadidas, o de comedores que se asemejaban a centros de atención telefónica, sin contar con la prohibición del contacto o el énfasis en fijar los puestos y evitar los desplazamientos. Otro tanto sucedería con el tiempo, cuando la reducción drástica de las ratios por aula se obtenía sometiendo la presencialidad a turnos opero dentro de los mismos horarios o incluso comprimidos, o sea, reduciendo los periodos de presencia para repartirlos y todavía algo más para evitar las intersecciones.
Quizá hubo almas cándidas que pensaran que una manera de desconcentrar físicamente a los alumnos, con el fin de reducir el riesgo de contagio, podría haber sido ampliar los horarios de apertura y diversificar en la medida de lo posible los horarios presenciales, al menos para el alumnado de mayor edad y sujeto a la disponibilidad del profesorado, pero no fue así. Más bien, al contrario, la pandemia fue una nueva ocasión para meter a los alumnos, por la puerta de atrás, en la jornada escolar intensiva (comprimida, continua), naturalmente como medida de emergencia (que no resolvían ni paliaban en modo alguno, salvo por la supresión, de los comedores, otra manera torpe de evitar otra concentración) en numerosos centros que ahora se resisten a abandonarla (vista la “positiva experiencia”, como reza el invariable e insostenible argumentario).
La vuelta a las aulas fue, en fin, la aurora del gran día para quienes defienden la reducción de ratios como la panacea para el sistema educativo. Va de suyo que, en las condiciones de la pandemia, los centros necesitaban, y todavía necesitan, refuerzos en personal docente y no docente, pero eso no quita que fuese igualmente importante o más, según las posibilidades en cada uno, la utilización más distribuida de los espacios propios y (y, donde fuera posible, ajenos), la diferenciación la jornada entre los alumnos y los profesores dentro de horarios de apertura más amplios o la traslación de actividades de enseñanza y aprendizaje, en particular de las actividades grupales y el aprendizaje colaborativo, al entorno virtual. Inevitablemente ya asistimos a la apología de lo importante y decisiva, pero siempre insuficiente sea en pandemia o sin ella, que ha sido la reducción de ratios y a la demanda de que se convierta en permanente lo que solo se justificó como respuesta de emergencia; o sea, a engordar las plantillas en nombre de la calidad y la equidad, aunque sepamos bien que es aumentar el gasto para nada, detrayéndolo de usos más productivos y mejores en la propia educación y fuera de ella.
Parte del balance de la (des)escolarización en pandemia es también, a día de hoy, un elogio de la presencialidad. No cabe valorar esto de manera unívoca, pues es polifacético. Por un lado, es bueno que se subraye lo importante que es la escuela ya como simple espacio de vida para todos los alumnos y en particular para los que sufren fuertes desventajas sociales. Es bueno, igualmente, que se asuma la necesidad, la legitimidad y el valor socia de las funciones de custodia (en el sentido más básico) y de cuidado (en el sentido más amplio) de la escuela, enterrando las frecuentes observaciones ramplonas e interesadas sobre si las familias buscan aparcamiento para sus hijos y otras similares. No lo sería tanto que ese elogio fuese la otra cara del rechazo de la transformación digital, sobre todo si para ello se toma lo que ha sido la (des)escolarización en pandemia como expresión de las limitaciones inherentes al (eco)sistema digital, en vez de las limitaciones enteramente contingentes de la institución y la profesión a día de hoy.
La transformación viene, pero no lo hará sola
La pandemia todavía presente ha traído ya varios cambios importantes. El primero ha sido un salto en el equipamiento, la conectividad y el acceso, debido al esfuerzo público y privado. Sigue y seguirá habiendo desigualdades digitales, pero hay menos centros, menor profesionales, menos hogares y menos alumnos bajo mínimos, en proporciones que pueden ser abordadas por las políticas educativas y sociales. El segundo, guste o no, es que la capacidad material y humana de trasladar las relaciones y las actividades escolares del ámbito co-presencial al virtual y distal ha pasado de ser una mera posibilidad, incluso un avance de lo que está por venir, a convertirse en una necesidad y un deber impostergables, pues la pandemia sigue ahí, cualquier centro, localidad o territorio puede todavía conocer recaídas que aconsejen la desescolarización física y cabe temer que esta pandemia no será la última -pero sí debería ser la última que nos coja tan desprevenidos. El tercero es que las posibilidades de la transformación digital han sido percibidas, en la emergencia, por un espectro mucho más amplio y variado de profesores, equipos y centros, de alumnos y familias, de autoridades e instituciones.
Es importante también otra lección, para quien quiera verla y para quien no –pues hay quien no quiere. En la desescolarización pandémica se dispararon las desigualdades en el aprendizaje y la educación entre alumnos, entre hogares, entre profesores, entre centros, entre redes de centros y entre territorios locales y regionales. Una parte fue cuestión de recursos, pero otra fue cuestión de habilidades y formación, de experiencia ya adquirida, de iniciativa personal y colectiva, de capacidad adaptativa y emprendedora. La innovación educativa, o más aún la transformación educativa, no es algo para después de la equidad, sino que es ya una condición de ésta (no la única, claro está) y será cada vez más característica de las políticas y los programas más eficaces en esa batalla por la equidad. Los grandes males de nuestra educación no son producto de la falta de recursos, menos aún de las dichosas ratios (aunque ambos sean mejorables aquí y allá), sino de un sistema disfuncional y una cultura institucional viciada. Al fin y al cabo no se crearon y diseñaron para lo que hoy queremos de ellos sino para todo lo contrario –aunque ese tema no toca hoy.
Hay una amplia convergencia hoy en que la educación va hacia un modelo híbrido. Cabe decir que está fuera de duda para la educación superior, donde existe hace mucho, y se abre camino en general para la educación reglada, aunque lógicamente con un grado de presencialidad inversamente proporcional a la edad. Híbrido es la traducción del inglés blended, que más estrictamente significa mezclado, combinado o, a veces, fundido o aleado (en aleación). De hecho, todavía en 2018, en los textos en español que computan los n-gramas de Google Libros, el uso la expresión blended learning (bl), superaba ampliamente a aprendizaje mixto (am) y casi cuadruplicaba a aprendizaje híbrido (ah). Los n-gramas no se acercan más al día de hoy, pero una simple consulta en el buscador ordinario, sólo entre páginas en español, arroja resultados para bl cuarenta veces superiores a los de am y ah juntos, a su vez casi a la par aunque con ah ya en cabeza.
En cualquiera de sus versiones, el término procede de la educación superior, como mera yuxtaposición, para un estudiantado adulto e incluso maduro, de las variantes (se suele requerir un mínimo del 20% para cualquiera de las dos para considerarlo blend). Dicho esto, la cuestión no es tanto sobre proporciones como sobre la naturaleza misma de la hibridación. La idea más extendida es que se trata de combinar la enseñanza presencial en el aula con la virtual en remoto, lo que a veces se expresa como enseñanza bimodal (p.e. el ministro Castells, entre otros) pero hay mucho más. La actividad más clásica, una clase magistral, puede ser virtual, pero las plataformas y aplicaciones digitales permiten también el aprendizaje individual interactivo (sí, en interacción con un algoritmo), colaborativo en grupo, etc., y el aula o cualquier otro espacio escolar puede ser escenario de aprendizaje virtual. En ambos escenarios urge salir de la caja y romper con rutinas que ya no funcionan, si alguna vez lo hicieron. El aprendizaje presencial debe alejarse del aula-huevera y el horario en parrilla para reorganizar de forma abierta y flexible espacios, tiempos, agrupamientos y actividades, mientras que el aprendizaje virtual debe huir tanto de replicar ese mismo modelo como de emular a la televisión, integrando el trabajo individual y colaborativo, autónomo e interactivo, perfectamente factibles, a veces en desventaja y a veces con ventaja sobre a relación presencial.
Habrá que prestar mucha atención, además, a la inteligencia artificial y todo lo asociado a ella (trazabilidad, datos masivos, tutorización inteligente, cadenas de bloques…), en particular a la inminencia de una suerte de hiperaprendizaje, un aprendizaje que, al tener forma digital, se realimenta y aprende (sobre el aprendiz) y personaliza así su recorrido, incluso en tiempo real, como nunca podría hacerlo un profesor (a no ser que tuviésemos un Jean-Jacques para cada Émile, la ratio perfecta (o mejor dos, por turnos).
Cerraré con una observación sobre el trabajo docente. Para impartir una clase basta un profesor, y una buena megafonía permitiría incluso multiplicar las ratios, como en los conciertos; un segundo docente podría incluso ser una molestia. Para organizar procesos de aprendizaje flexibles, variados y ajustados en espacios, tiempos, agrupamientos, proyectos, trayectos, recorridos, combinando el aprendizaje, la enseñanza y el cuidado, la eficiencia y la diversificación, lo presencial y lo virtual, etc., más vale contar con equipos de docentes para grupos más amplios de alumnos. Lo vimos burbujear en la pandemia en forma de reagrupamientos, proyectos, ámbitos, codocencia… y es justo lo que se necesita para un entorno diverso, complejo y cambiante como es el que afronta hoy, y cada día más, cualquier escuela: horizontalidad, colaboración y adhocracia, en vez de la vieja, pulcra e ineficaz organización burocrática con un sitio (curso, aula, pupitre, tarima…) para cada cosa (discente, docente) y cada cosa en su sitio.
De lectura obligatoria en todos los claustros.
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