Mi tribuna de anteayer en El País, en V.O., antes de reducirla a 1050 palabras
¿Qué es plurinacionalidad?, se preguntan millones de españoles mientras clavan su mirada en la televisión, la prensa y los tuits de Podemos y PSOE. Sería comprensible, después de tanto mareo con la “nación de naciones” (y no de ciudadanos), el “estado multinacional” (y no nacional), las nacionalidades y regiones (con varias “naciones emergentes”), la soberanía (¿de quién?), el federalismo (¿asimétrico?), el “derecho a decidir” (¿qué?), etc., que la ciudadanía diera la espantada ante la sola propuesta del último adjetivo: plurinacional. A mí, sin embargo, me agrada. Evoca la desafortunada confusión del mundo escolar sobre si hay que ser multi-, pluri-, inter- o transcultural, o nada de eso, pero me gusta porque es un adjetivo que cuadra bien a las personas y mal a los colectivos.
En muchos ámbitos los prefijos multi o pluri son intercambiables o hace falta un cursillo para distinguirlos, pero en el lingüístico tienen significados distintos y objetos diferentes. La coexistencia o el uso de dos o más lenguas en un territorio produce comunidades o estados multilingües y sujetos plurilingües. Un estado es multilingüe si en él se hablan dos o más lenguas, tanto si todos hablan todas como si cada grupo habla apenas una o algún grupo más de una: una lengua es un sistema autocontenido, con un vocabulario y unas reglas específicos y autosuficientes (como, por ejemplo, lo es el catalán, no importa cuánto deba al latín, a otras lenguas romances, al inglés o mañana del chino). Un individuo es plurilingüe si, en la práctica, es competente en el habla de distintas lenguas, en grado desigual. El Consejo de Europa asumió hace mucho esta distinción.
Enrique Flores, El País |
Pasemos ahora a lo nacional. Queda cerca, pues la lengua es uno de los elementos más relevantes en la formación de las naciones, aunque no sea ni necesario ni suficiente. ¿España es multinacional o es plurinacional? Algunos pensarán que es lo mismo y otros podrían ofrecer el cursillo, pero creo que, en general, quienes la califican de multinacional quieren decir no solo que está formada por distintas naciones sino que cada una de estas termina donde comienza cualquier otra y viceversa. Declarar las naciones como conjuntos disjuntos (sin elementos comunes) permite, primero, proclamar un sujeto que puede reclamar para sí lo que le parezca sin, aparentemente, vulnerar los derechos de otro (“derecho a decidir”, “solo queremos votar”, etc.); segundo, definir el endogrupo (nosotros) y el exogrupo (ellos) imprescindibles para entregarse a la fértil retórica de los agravios (“nos roban”, “nos atacan”, “son fascistas”, “la guerra civil fue contra nosotros”...); tercero, negar legitimidad propia a cualquier comunidad más amplia y a todo lo que a ella se asocie (el Estado, “Madrid”, la Constitución). Por eso la “nación de naciones”, aunque suene profundo o sutil, como suelen hacerlo las expresiones recursivas (la red de redes, la naturaleza de la naturaleza…), no ayuda mucho, ya que, si España ha de ser tal cosa, o es una metanación formada o creada por naciones, o sea, multinacional, o es una nación yuxtapuesta a otras, o sea plurinacional, porque los individuos pueden sentirse parte de más de una nación, como pueden hablar más de una lengua.
Lo primero es un contrasentido: las naciones no forman ni están formadas por naciones, sino que forman y están formadas por individuos. La formación de los estados-nación tuvo como reverso la constitución y reconocimiento del individuo como sujeto de derechos y la eliminación o reducción a meras asociaciones de las corporaciones intermedias (órdenes, gremios, familias patriarcales, burgos, servidumbre). Una nación de naciones así entendida, multinacional, no podría ser otra cosa que una confederación, siempre sujeta a la conformidad de las naciones que la forma y unilateralmente denunciable por cualquiera de ellas. Pero basta incluso con que sea un estado, y lo es desde hace medio milenio largo –aunque haya sido de forma renqueante–, para que, por más que en un platillo de la balanza se puedan poner la nación o nacionalidad que no es España (p.e. Cataluña), la lengua o la aldea, la identidad colectiva, el sentimiento diferencial, etc., en el otro platillo haya que poner siempre ese medio milenio de ciudadanía, desde la ciudadanía de baja intensidad que puede encontrarse ya en las leyes y costumbres con fuerza jurídica sobre libertad de circulación y residencia en todo el territorio unificado en el siglo XVI, con las lógicas consecuencias en términos de reconocimiento, mestizaje, interculturalidad, etc., hasta la de alta intensidad que han supuesto los períodos democráticos o, por qué no, las mismas contiendas civiles violentas o pacíficas, ganadas o perdidas.
Según la estadística del padrón continuo que ofrece el INE, a 1 de enero de este año, de cada 100 residentes en Cataluña 18 han nacido en otros lugares de España (y otros 18 en el extranjero); y de cada 100 nacidos en Cataluña y que residen en España, 8 lo hacen en algún otro punto de esta. Pero la movilidad no ha dado comienzo con esta generación, de manera que una parte de los nacidos en Cataluña han de ser hijos de no nacidos en ella a los que probablemente les cueste considerarse exclusivamente catalanes, o catalanes en vez de españoles (y en conflicto con el resto), aunque no falten furiosos conversos y rufianes. A falta de estos datos, una pista nos da la proporción de la población catalana que tiene como única primera lengua el castellano, 50%, frente al 40% que suman quienes tiene como tal el catalán (32%) o este y otras (8%). Y otro tanto con los descendientes de catalanes que una o varias generaciones antes se afincaron en otros lugares del territorio español y cuya pista se pierde en las estadísticas.
El resultado es que, en relación con los reinos medievales, las regiones de ayer y las comunidades de hoy, la mayoría somos mestizos, felices de serlo, y así nos gustaría ser tratados. Poder ser tan catalanes, castellanos, aragoneses, andaluces, vascos, etc. como nos parezca, pero sin tener para ello que dejar de ser españoles ni divorciarnos de los otros españoles. Seguramente podríamos afinar a favor de las nacionalidades o naciones sin un estado propio y exclusivo (propio y compartido ya lo tienen), o de la plurinacionalidad de sus integrantes: por poner un solo ejemplo, favoreciendo la vehicularidad compartida del catalán en centros escolares fuera de Cataluña que puedan contar con un número de alumnos viable. Pero haría falta también que la Generalitat reconociera la plurinacionalidad de los residentes en Cataluña, renunciando a imponer la vehicularidad exclusiva del catalán a la amplia mayoría que una y otra vez ha manifestado que prefiere la covehicularidad, es decir, que sus hijos estudien en ambas lenguas. De hecho es lo que pide en las encuestas entre un 60 y un 90% de las familias, que les dejen a ellos y a sus hijos ser plurinacionales, si bien la Generalitat ha optado por sumergirlos en el monolingüismo para hacerlos mononacionales, y con tal grado presión que genera una espiral de silencio a la que pocos se atreven a oponerse a cara descubierta, menos que nunca con sus hijos por medio.
Hay un sencillo ejercicio sociológico que suelo hacer cuando tengo la oportunidad de pasear un rato, como me gusta hacerlo, por cualquier ciudad catalana. Consiste en contar, por un lado, en qué lengua se expresa la gente con la que me cruzo por la calle, lo que suele arrojar una distribución bastante equilibrada y un poco inclinada hacia el castellano; y contar, por otro, en qué lengua lo hacen los letreros, carteles y precios de los comercios y dependencias administrativas, o en primera instancia los empleados que trabajan cara al público, que es casi exclusivamente en catalán. Lo primero, la acción espontánea de las personas (con una historia y una cultura detrás, por supuesto), revela su plurinacionalidad; lo segundo, que viene impuesto por la ley de normalización lingüística –que sanciona no usar el catalán y ampara no usar el castellano– y la presión política oficial y extraoficial del del nacionalismo, expresa la mononacionalidad.
Curiosa o cínicamente, IDESCAT, que realiza para la Generalitat la Encuesta de Usos Lingüísticos de la Población, quinquenal, pregunta a los catalanes españoles todo lo imaginable, pero nada sobre la lengua vehicular que desean en la escuela, que está ya fuera de discusión (ya es mononacional); sin embargo, en una encuesta decenal a los catalanes franceses (“del Norte”) sí pregunta qué lengua vehicular prefieren, incluida la opción de una “enseñanza bilingüe catalán-francés”. IDESCAT quiere que puedan manifestarse plurinacionales los catalanes que, en Francia, se sienten más bien simplemente franceses, y priva de la palabra a los que, en España, se sienten a la vez catalanes y españoles. No hay sorpresa: el nacionalismo es eso.
La pregunta hoy es qué quiere decir plurinacional para la izquierda. Si significa la coexistencia de identidades y lealtades en la conciencia de las personas y en la estructura del Estado, bienvenido sea; si es un mero sinónimo de multinacional, buscado quizá para marcar distancia con la terminología empresarial, no hará sino ampliar la ceremonia de la confusión. En cuanto a la nación de naciones, si es la expresión recursiva de la plurinacionalidad bien entendida, no es que lo necesitemos pero podremos vivir con ella; pero si es otro nombre para la multinacionalidad, o para la idea de que España es un estado pero las naciones son solo otras (entre tres y una docena, según quién hable) y lo que pueda quedar sin ellas, si es que queda algo, entonces resulta incompatible y contradictoria con la plurinacionalidad, un concepto farragoso e inconsistente y, lo que es peor, un eufemismo para el llamado a la disgregación.
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