Tres años llevo ya
de vuelta en la Complutense y, por vez primera, en la Facultad de Educación.
Presumía yo que el retorno a la capital,
y a la que todavía es la mayor universidad (presencial) del país, después de
dieciséis años en la Universidad de Salamanca, supondría alguna mejora en el
acceso a infraestructuras generales, en particular en lo relativo a las
tecnologías de la información y la comunicación, quizá porque fue en esta
universidad donde por vez primera pude tocar un ordenador (a finales de los
setenta), trabajar con uno propio (a comienzos de los ochenta) y acceder a la
internet (al inicio de os noventa). Tenía otras reservas sobre la Facultad de
Educación (que, como cualquier otra, tiene todavía más de Escuela Universitaria
que de Facultad), pero quería creer que, al menos, sería un ambiente más que propicio
para la experimentación pedagógica en general y para el uso de las tecnologías
de la información y la comunicación en particular. ¿Si no aquí, dónde pues?
Pues no ha sido
así. Ya he contado algunas otras desdichas sobre el desuso de las aulas
informáticas o el mal funcionamiento de algunas herramientas
virtuales. El curso en que me reincorporé, 2010-2011, ni siquiera había un
acceso generalizado a la wifi en el edificio. Ahora casi lo hay, al menos en
las zonas de aulas (miserable en las de despachos), lo que debería hacer
posible el uso de dispositivos conectados con mayor movilidad. Pues bien,
recibí con alborozo la idea de que se habían creado dos aulas de informática
nuevas ¡con ordenadores portátiles! Magnífico, pensé, pues en vez de tener a
los alumnos como pasmarotes alineados ante los monitores, con menos capacidad
para hablar entre sí y reubicarse de acuerdo con las necesidades del trabajo en
equipo que en un aula ordinaria, los portátiles permitirían por fin trabajar en
un mismo recinto en grupos autónomos, variables, etc. Mi cabeza bullía con
imágenes como las dos primeras fotografías de este blog; imágenes imaginarias, pues nada tienen que ver ni con esta Facultad ni con esta Universidad.
Nada de eso:
portátiles, sí, pero encadenados a bancos de madera rígidos, y estos alineados
y atornillados al suelo (como en la tercera y la cuarta fotografías. ¡En la Facultad de Educación! Resulta que se pasan la
vida hablando de grupos, equipos, espacios, rincones... y, cuando llegamos al
portátil (¿hay que explicar por qué se llaman así, o laptops?), se usa para convertir al estudiante en una estatua de
sal. El motivo, por supuesto, la seguridad de equipos tan valiosos. Por si todavía fuera todo poco surrealista, al estar atados a los bancos los dichosos portátiles, que tampoco son precisamente de última generación, apenas aguantan una clase de dos horas y, por supuesto, no aguantan dos clases seguidas: se descargan y, por tanto, sólo se pueden utilizar de manera intermitente y por periodos no demasiado largos.
Anonadado, sugerí que podrían entregarse a los estudiantes contra el depósito de un documento de identificación (decenas de congresos lo hacen con cientos de congresistas a los que sólo ven en esa ocasión, cuando les entregan dispositivos de audio para la traducción simultánea, por ejemplo)... pero ahí topamos con los funcionarios, es decir,
con el Personal de Administración y Servicios, que es todavía mucho más
marmóreo que el personal docente: ellos no pueden andar recogiendo carnets,
etc. (cualquier empresita privada de traducción simultánea puede, pero ellos no,
¡por favor...!). Podría haber sido incluso más fácil, bastando con chequear una
lista: al fin y al cabo son los mismos estudiantes, una o dos veces por semana,
durante un cuatrimestre... pues no, tampoco.
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