Hace unos días
me enteré por un colega de que se me adjudica lugar prominente en la
última clasificación de impacto hecha pública por EC3, el H
Index scholar 2012 área de Sociología, un honroso segundo
puesto precedido Salvador Giner y seguido por José María Maravall.
No voy a discutir los detalles técnicos sobre su elaboración, que
los autores explican aquí.
No ocultaré que me sorprende la clasificación, tanto ese podio como
el resto. Y debo añadir, con menos pena por no tener la oportunidad
que alivio por no tener la tentación, que ya no podría utilizarla
para su fin previsto, pues ya no me van a conceder más sexenios,
ni me queda acreditarme de nada ni voy a acudir a concurso alguno de
los que se basan en estos índices.
Y
no estoy en contra de ellos, que conste. Creo que los profesionales
que disfrutamos de una amplia autonomía en nuestro trabajo, y más
en los servicios públicos, tenemos la obligación de hacer
transparentes nuestros procesos y dar cuenta de nuestros resultados,
salvo en lo que pueda afectar a la seguridad o la privacidad propia o
ajena, que es más bien poco. Cuando apenas comenzaba la evaluación
de la investigación en las universidades españolas, y mis colegas,
amigos y comilitones lo veían con franca hostilidad, ya me pronuncié
de forma clara y pública porque fueran evaluadas la investigación y
la docencia (por ejemplo, ya en 1991, en
esta tribuna en El País), y hasta el día de hoy he
mantenido una defensa de la rendición de cuentas y la transparencia
que la mayoría del gremio docente no comparte (por ejemplo, en estas
entradas en mi blog: 1,
2,
3).
Creo, en particular, que las universidades deben servirse de diversos
indicadores para tratar de manera distinta y así reconocer e
incentivar el trabajo de sus profesores, según su esfuerzo, y nunca
he defendido las fórmulas de café para todos.
Esto
no significa, sin embargo, que me convenza la actual carrera
universitaria. En contra de la idea de algunos colegas, a quienes
gusta afirmar que el actual sistema de acreditación del profesorado
por una agencia externa ha supuesto una revolución
democrática frente a la vieja
universidad feudal, yo
creo que la universidad española es hoy más medieval que nunca.
Menos feudal, efectivamente, pero espectacularmente más gremial.
Dicho de otro modo, se ha reducido (que no eliminado) la relación de
dependencia vertical, pero se ha reforzado hasta ser casi absoluta la
exclusión horizontal. El equivalente de aquella sociedad corporativa
en la que cada aldea o cada gremio concedía derechos a unos pocos y
excluía al resto es que hoy las universidades españolas son más
endogámicas que nunca, la movilidad del profesorado se ha reducido a
cero y los diversos concursos de promoción más allá del primer
acceso son ante todo una ficción. Se debería y se podría haber
acabado con el clientelismo sin ahogarnos en la endogamia, pero no
voy a detenerme ahora en cómo.
El
caso es que hoy todo profesor sabe que, con cierto nivel de actividad
medianamente solvente, terminará por conseguir su
plaza estable en su
universidad, con la misma certidumbre con la que quien pone los pies
en un extremo de una escalera mecánica sabe que terminará saliendo
por el otro. Cierto que es un resumen somero, que el trayecto puede
ser lento, que la crisis y los recortes parecen amenazarlo todo y que
hay una parte del profesorado precario que nunca llega a subirse a la
escalera (y otra que muere antes de bajarse), pero es un resumen
fidedigno. Una vez que se entra en alguno de los grupos a los que es
inexcusable ofrecer políticas de promoción
para que den su voto a cualquier candidato a rector, todo lo que hay
que hacer es acumular puntos.
Y
aquí es donde volvemos a los índices: las universidades dotan
plazas para los seleccionados por la ANECA nacional y las anequitas
autonómicas, las cuales dan sus acreditaciones a quienes ya han sido
previamente bendecidos con suficientes sexenios por la CNEAI (para
las categorías superiores) o aplican por sí mismas los criterios
legitimados por esta a quienes todavía no han podido serlo (para las
categorías iniciales), y estos criterios giran decisivamente
alrededor de los índices de impacto de las publicaciones (y en menor
medida, pero peor, de la bufonada de la evaluación positiva de la
docencia, bastante menos exigente que los certificados penales o
médicos antiguamente requeridos a los funcionarios).
El
resultado es que la carrera investigadora se ve cada vez más
penetrada por la caza y recolección de puntos. Los investigadores
jóvenes y no tan jóvenes se ven empujados a buscar la unidad
mínima publicable en vez del
trabajo o la obra redondos;
las revistas indexadas
en vez de las que llegan al público que buscan, sea general o
especializado; el tema que promete buena acogida entre los
evaluadores, sea cual sea, en vez del que consideran de verdadero
interés general o personal. En suma, se impone lo que tienen
que hacer (la necesidad), sobre
lo que deben o quieren hacer -tan importantes como son la ética y la
voluntad en el terreno de la investigación. Vemos así surgir desde
revistas y editoriales dedicadas publicar con cargo al autor, a
facilitar publicaciones de vanidad,
a simular internacionalización o a manipular los índices (lo que
cabría llamar posicionamiento),
del lado de la demanda, hasta algunos grupos académicos cuya razón
de ser en este mundo, sola o acompañada, no es otra que firmar en
común, citarse mutuamente y sacar adelante estrategias de
consecución de índices de impacto, del lado de la oferta.
Pero
el hecho de que alguien no necesite ya ser evaluado no le va a librar
de ser evaluador. Se puede huir de ciertas colaboraciones, como
algunos lo hemos hecho de la ANECA (no discuto sus intenciones ni
digo que hagan algo indebido, sólo que es parte de un mecanismo que
no me gusta), pero no hay modo de hacerlo del sinfín de concursos en
que cada año se renueva el precariado
docente de la Universidad. Entonces descubres que ya no tiene sentido
leer o haber leído un artículo o un libro de un aspirante, pues en
ese contexto ya no cuenta el contenido de la investigación. De lo
que se trata ahora es de aplicar los baremos
que elaboran las universidades con los índices
que legitiman las agencias y que elaboran unas pocas entidades, entre
empresariales y académicas (y que casi nadie entiende). Entre los
baremos y los índices, los miembros de las comisiones juzgadoras
pueden contar, como máximo, con un estrecho margen para ponderar,
pero ahí estarán vigilantes los sindicatos, cuya función esencial
es siempre que nada pueda perjudicar ni dejar de beneficiar a alguien
de la casa, por más
que eso distorsione los principios de igualdad, mérito y capacidad.
Puedo asegurar que he llegado a presenciar auténticos desaguisados
en estricta aplicación de baremos e índices, sin poder hacer mucho
al respecto salvo incomodar a los presentes.
Por
más que perfeccionemos índices y baremos, hasta donde alcanza la
vista, la inteligencia humana, tanto más la inteligencia en diálogo,
seguirá siendo muy superior a ellos a la hora de juzgar el valor de
una obra investigadora individual. Quizá porque las personas pueden
servirse de los indicadores, pero los baremos no pueden servirse de
la inteligencia. El problema, bien cierto, es que las personas
tenemos, además, intereses: por eso las mejores instituciones son
aquellas que consiguen alinear los intereses individuales con el
interés general. Confiar el grueso del peso de la selección y la
promoción del profesorado universitario a índices y baremos es
tirar la toalla en el objetivo de poder utilizar el mejor juicio de
las personas en la dirección adecuada. Si mañana me viera obligado
a elegir, para alguna función académica, entre los dos sociólogos
que me rodean en la lista de INRECS, Maravall y Giner, no sería este
índice ni ningún otro el que me resolviera el problema. Serían, en
el mejor de los casos, un elemento más, poco relevante, y, en el
peor, una forma de eludirlo. Los índices de impacto y otros pueden
ser buenos indicadores colectivos y sugerentes indicios individuales,
pero ni de lejos pueden reflejar el trabajo, la trayectoria o los
logros de un investigador ni permitir una comparación adecuada con
otros. Pueden ser útiles como punto de partida, pero es una
triste desgracia hacer de ellos el punto de destino.
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