Hacer nación en la escuela, El País, 27/10 (ver. abr.)
Faire nation à l'école, Voices from Spain, 29/10 (v.a.)
Nation building in the school, Voices from Spain, 1/11
Nation building in the school, Voices from Spain, 1/11
Es de dominio público, pero ni se le ocurra mencionarlo. La facilidad con que toda información u opinión contraria a la política israelí es tildada de antisemita, v.g., palidece ante la celeridad con la que cuestionar cualquier aspecto del delirio secesionista convierte a quien lo haga en (nacionalista) españolista, franquista, etc. Si a la descarada pero eficaz manipulación secesionista se une la hipersensiblidad del profesorado (de eso se trata, precisamente), la reacción puede ser explosiva, pero así es: el sistema escolar catalán ha sido instrumentalizado durante décadas por el nacionalismo y ahora lo es por su deriva más radical, el secesionismo. Lo sorprendente habría sido lo contrario.
Poner la educación al servicio de la construcción nacional no es novedad. La escuela de masas es un producto de la modernidad en cuyo origen cabe discutir el peso relativo de la cultura (Renacimiento, Humanismo, Liberalismo, Ilustración), la religión (Reforma y Contrarreforma), la economía (industrialización), la demografía (urbanización), la información y la comunicación (imprenta) o la política (ciudadanía y democracia), pero si algo está fuera de duda es su servicio al Estado-nación y el papel de éste en su configuración. Lutero escribió su Carta a los Príncipes Alemanes sobre la necesidad de fundar Escuelas Cristianas porque entendió que sus intereses frente al Imperio coincidían con los propios frente al Papado. Prusia creó el primer sistema escolar de Europa para no volver a ser invadida por Napoleón, y Francia creó su école unique tras serlo por las tropas de Bismarck. Estados Unidos creó la common school para asimilar las oleadas inmigrantes. Por doquier el magisterio patriótico, las escuelas normales, las cruzadas de alfabetización, etc. han sido servido a la construcción nacional. Lo que resulta nuevo, por la deslealtad de unos y la ceguera de otros, es que dentro de un Estado-nación democrático se haya podido poner un subsistema educativo territorial al servicio de un proyecto nacionalista alternativo y secesionista. Eso es lo sucedido en Cataluña.
¿No es así? Yo diría que sí lo es. Durante años hemos visto senyeras y, cada vez más, esteladas en los centros escolares; el 1 de octubre vimos a la autodesignada comunidad educativa ocupar las escuelas por la democracia, que ese día significaba por el referéndum, que ese día quería decir por la independencia. Tras el 1-O fueron las movilizaciones contra la actuación gubernamental o el acoso a los hijos de policías y guardias civiles, promovidos o tolerados por profesores. Desde entonces –y, una vez que la otra Cataluña ha despertado, nadie dude que seguirá– asistimos a un reguero de denuncias de manipulación ideológica. ¿Cómo hemos podido llegar a esto? Cualquiera que no tema a las palabras concederá que el gobierno de JxSí, con el apoyo parlamentario y callejero de la CUP, ha perpetrado una conspiración desde el interior del Estado, de los balcones a las cloacas, que merecería una reedición ampliada del clásico de Curzio Malaparte, Técnica del golpe de Estado. Pero esto no se improvisa, sino que requiere, como va saliendo progresivamente a la luz, una larga secuencia de pequeños o no tan pequeños golpes preparatorios. En particular, aunque no solo, en el sistema educativo.
Primero, y sobre todo, la inmersión lingüística. La lengua materna, que para la mayoría del alumnado es el castellano, ha sido erradicada como lengua vehicular y, el bilingüismo, relegado a funciones asistenciales. ¿No del todo? No, claro, simplemente todo lo posible y, mañana, más. La coartada es que el catalán, en desventaja en la calle, necesita un refuerzo compensatorio, así como que la inmersión facilita la cohesión social, integrando a todos en un sol poble. La realidad es que los alumnos castellanohablantes se ven en desventaja, como lo haría cualquier grupo separado de su lengua materna, aun siendo la mayoría; y que la exclusión absoluta del castellano como lengua vehicular envía un mensaje rotundo: el español es una lengua ajena, como el inglés (sólo que éste sirve para hablar con los ricos y, aquél, con los pobres).
Segundo, programas, textos y profesores transmiten. ¿Todos lo mismo? Por supuesto que no. ¿Todos exquisitamente neutrales? ¡Ni en broma! En los días posteriores al 1-O ha salido a la luz una pequeña muestra de exabruptos contra hijos de las fuerzas de seguridad (que habrán sido muchos más), pero llevamos años y años con los mapas de los Països, Ferrán I de Catalunya-Aragó, la guerra dieciochesca de Secesión, la guerra civil contra Cataluña, etc. en libros y muros (el franquismo no fue más grotesco) ¿Se trata de casos aislados o de una epidemia? Lo grave es precisamente el tupido velo que se tiende sobre el problema, la voluntad de ocultar por parte de unos y de no saber por parte de otros. Señales ha habido más que suficientes como para que actúe la Inspección o se interesen los investigadores, pero la primera sigue órdenes y para los segundos es cuestión incómoda y poco rentable.
Tercero, el profesorado. ¿Es congénita al gremio la tendencia al nacionalismo? Es lo que todos los regímenes y gobiernos han procurado y esperan de ellos, con la peculiaridad de que el nacionalismo español fue dinamitado por su uso y abuso por el franquismo, que nos escarmentó para decenios, mientras que los nacionalismos periféricos salieron de él impolutos, absueltos de su oscuro pasado e incluso beatificados. Diversos sondeos electorales y las elecciones sindicales indican que el profesorado es por doquier bastante más nacionalista que el resto de la población; mejor dicho, que lo es en mayor proporción. Puede que los nacionalistas, o incluso todos los entregados a causas diversas, tengan mayor inclinación a ser docentes, ya que eso proporciona un público cautivo y vulnerable; puede que sea una manera de protegerse de las exigencias de un mundo complejo, pues lo cercano siempre está más al alcance del conocimiento intuitivo; o puede que vaya en el sueldo, pues las comunidades, unas más que otras, han liberado al profesorado de la enseñanza pública de la carga de la movilidad geográfica y la inmersión lingüística ha dado al de Cataluña, incluidos los aspirantes, enormes ventajas competitivas en su territorio sin merma de la igualdad de oportunidades en el resto de España (la movilidad entrante es la menor de España, menos del 1% frente al 7% medio).
Queda una parte importante de la siempre mentada comunidad educativa: las familias. Su principal representación en Cataluña es la FAPAC, que no tardó un segundo en apuntarse a la entrega simbólica de las llaves de los colegios a Puigdemont y Ponsatí y aportó el grueso de la infantería para abrirlos, incluida la parte más fotogénica para el book de la Cataluña reprimida por el Estado. Más de la mitad de la población catalana tiene por lengua de uso el castellano, dos tercios de los padres se declaran favorables al bilingüismo vehicular y comunicacional, y la propia Generalitat, aunque sea de mala gana, tiene una web bilingüe… pero la FAPAC ¡tiene una web monolingüe, sólo en catalán! (www.fapac.cat), a día de hoy llena de pronunciamientos favorables a este. No hacen falta estadísticas para aventurar que, por las migraciones interiores (más jóvenes) y la inmigración exterior (de mayoría hispanoamericana) la presencia del castellano es más amplia entre las familias con hijos en edad escolar, ni encuestas para adivinar que la escuela es la primera institución con la que muchos entran en contacto. Razón de más, pues, para el bilingüismo, pero, si los hijos han sido sometidos a la inmersión con la promesa de la integración, los padres lo han sido a un trágala que es la expresión más clara de cómo la esfera pública ha sido ocupada y monopolizada por el nacionalismo radical.
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