El punto de partida es que España es un
estado único, cuasi federal, en el
que coexisten varias naciones o nacionalidades, entendiendo por tales a
colectividades humanas, con una base territorial más o menos identificable no
solo jurídica sino materialmente, y que comprenden, en distinto grado, algunos
de los rasgos típicamente atribuidos a las naciones (una lengua propia, un
legado histórico diferenciado, cierta especificidad cultural, una identidad
colectiva asumida…). En tanto que esta realidad diferenciada coexiste con una
sólida realidad común, que no es la mera yuxtaposición, prefiero hablar de
plurinacionalidad que de multinacionalidad. Aunque los prefijos pluri y multi son prácticamente equivalentes, tanto en el ámbito académico
como en el lingüístico, que es donde más se usan y coexisten (pluri y
multidisciplinar, pluri y multilingüe…), el primero indica siempre una mayor
integración operativa y en el plano individual. Podemos aplica el adjetivo plurinacional a España, no sé si por influencia
bolivariana o con intención de decir algo distinto a lo habitual, pero el hecho
es que lo ha convertido en un vocablo de uso común.
Yo también prefiero ese adjetivo, por lo
dicho y porque es aplicable a cada español. Tras cinco siglos de más o menos
libre circulación y establecimiento (muy anteriores a otras libertades) por todo
el territorio nacional y dos milenios de intensa movilidad y mezcla en la península,
poco queda de pureza nacional, étnica
o cultural. Millones de españoles tienen parientes consanguíneos y colaterales
en todos los grados de otra nación o nacionalidad y han vivido y/o trabajado
en otra comunidad, además de que todos se han beneficiado de un mercado único,
una polis unificada y una herencia cultural común y mestiza. Aquí, al menos,
todos y cada uno somos plurinacionales. En estas coordenadas, ¿cómo articular
culturas y lenguas en la escuela? Siempre será un problema de solución incierta
y proclive a tensiones y conflictos, pero no hay necesidad alguna de atascarse
en la actual pelea de machos cabríos. Usaré como ejemplo Cataluña, aunque,
salvo indicación contraria, pienso en todas las comunidades con otra lengua
propia además del castellano.
Bajo el eufemismo de la inmersión lingüística, el nacionalismo
catalán ha impuesto la supresión del castellano como lengua vehicular de la
educación (una opción sectaria que se extiende de manera más difusa a otras
facetas de la escuela). La racionalización, ni siquiera teoría, es que la
lengua catalana está perdiendo terreno (aunque nunca, desde el pasado siglo,
gozó de tan buena salud y no ha dejado de mejorar), que eso refuerza la
cohesión social (pero en Cataluña se estanca la desigualdad mientras en España
decrece), que los resultados son buenos para todos (pero, en las evaluaciones
diagnósticas, la condición socioeconómica pesa más sobre los resultados que en
el conjunto de España), que la competencia en el uso de la lengua castellana no
se ve perjudicada (pero nunca se mide) y, por supuesto, que dentro de Cataluña
hay un amplísimo consenso social, prácticamente unánime, a favor de tal
política. Ni se menciona la universalmente aceptada importancia del uso escolar
de la lengua materna, que para el 55% de los catalanes es el castellano, algo
que antes de la inmersión se usaba como mantra.
Especial mención merece el presunto
consenso social. Cada vez que el tema rebrota, sea por una ley estatal, una
sentencia constitucional, el pronunciamiento de alguna organización o algún
experto local, las autoridades y los sicofantes, que son legión, repiten la
idea de que solo unas pocas familias quieren la escolarización en castellano (las
cifras más repetidas son ocho y
ochenta, como si quisieran subrayar de manera subliminal que da igual cuántas
sean). En los últimos veinte años, en media docena de encuestas (CIS 1998, ASP 2001
y 2009, DYM-ABC, GESOP-El Periódico
2014) que preguntaban a las familias qué fórmula lingüística preferirían en su
escuela, incluyendo dos posibles formas de monolingüismo (solo catalán o solo
castellano) y tres de bilingüimo (mitad y mitad y predominantemente uno u
otro), entre el 60% y el 90% de los entrevistados declararon preferir alguna
forma de co-vehicularidad, es decir, del uso de ambas lenguas, en distintas
proporciones, como lenguas vehiculares. Incluso las nada fiables encuestas de La Vanguardia (una abierta de 2011 y
otra de Feedback, consultora paniaguada del soberanismo, en 2015) dan un 33 y
un 19% de disconformes, lo que no es nada despreciable. La Encuesta de Usos
Lingüísticos de la Población (EULP,
quinquenal) que realiza IDESCAT, de la Generalitat, pregunta todo lo imaginable
pero no las preferencias sobre vehicularidad en la escuela; sin embargo, una
encuesta similar, del mismo organismo, para Cataluña “del Norte” (EUCLN,
decenal), sí que pregunta sobre “enseñanza bilingüe catalán-francés en la
escuela”. Sobran comentarios.
En el lado opuesto de la pelea, el
ministro Wert pretendió que cualquier familia residente en Cataluña pudiera
optar por la escolarización de sus hijos en castellano como única lengua
vehicular y que, de no existir plazas para ello en la escuela pública o
concertada, la Generalitat sufragase el coste de su escolarización en la
enseñanza privada. En realidad chocan dos visiones unilaterales: de un lado, el
nacionalismo catalán utiliza el poder estatal (de la Generalitat), ignorando
derechos y preferencias de los ciudadanos, para imponer el uso de la escuela en
la construcción de su demos, es
decir, exclusivamente de su versión del demos, que es Cataluña no en, ni con,
ni junto a… sino en vez de e incluso en contra de España; del otro, el
Ministerio pretende reducir la escolarización (como si no fuera obligatoria) a
un derecho subjetivo o una opción individual (de las familias, para ser
precisos), a la vez que confía la solución al mercado, una fórmula con la que
quedaría en manos de los particulares vivir y escolarizar a sus hijos en
Cataluña como si esta no existiera, si los padres no residieran o los hijos no
fueran, en principio, a vivir y trabajar en ella.
Solo los altos tribunales han propuesto
una tercera fórmula. Aunque Superior (de Cataluña) y Supremo (de España) han
desestimado diversas demandas individuales de las familias, el Constitucional
afirmó en 2010 el carácter vehicular del castellano y tanto el Superior como el
Supremo han fallado que este debería tener un mínimo de presencia (el segundo
ha sugerido el 25% del horario lectivo). Esta fórmula ha sido aceptada por el
Ministerio de Educación, junto a la antes mencionada, pero no por el
Departament d’Ensenyament, que solo acepta la inmersión. El mero Estado de
Derecho (el imperio de la ley), pues, una condición de la convivencia anterior
lógica e históricamente a las libertades y la democracia, ya apunta en ese
sentido. Pero hay dos motivos más.
El primer motivo es la plurinacionalidad
misma. Si España es plurinacional, en el sentido apuntado, una comunidad
compartida que coexiste con comunidades diferenciadas (y donde dice comunidad
podría decirse lengua, identidad, historia, cultura…), la escuela habrá de
atender a esa doble faceta. La cuestión no es, como a menudo pretende el
nacionalismo, llegar a un bilingüismo terminal (si así fuera ¿por qué no
desescolarizar a miles o millones de alumnos ahora que su cultura familiar o la
internet les dan acceso a la misma o mejor cultura que la escuela?). La
respuesta es bien sencilla: porque en la escolaridad, mucho más que en
cualquier otro ámbito, el medio es el
mensaje. La exclusión del castellano como lengua vehicular grita eso al
alumno 24/7/365: eres catalán, no español (no importa que se llame soberanismo, desconectar, fer país o
de otra manera), y su restitución es la condición para que el mensaje implícito
sea la plurinacionalidad, tal como aquí
la hemos definido.
El segundo motivo es atender a los deseos
de la población, expresados en las encuestas antes mencionadas. El hecho de que
porcentajes de dos dígitos en las encuestas, mayoritarios en las más fiables,
se traduzcan apenas en un pequeño número de reclamaciones contra la inmersión
no indica malas técnicas demoscópicas sino una muy mala convivencia política.
La diferencia entre esa masiva respuesta anónima en las encuestas y la limitada
iniciativa legal solo se explica por un clima intimidatorio en el que las
familias temen singularizarse reclamando algo a lo que las autoridades se
oponen y buena parte de los docentes, sin duda, también. Será difícil
restablecer la confianza, pero una escuela en la que todos los alumnos y las
familias se sientan a gusto con independencia de su lengua, su cultura, su
origen o sus preferencias es irrenunciable.
Esto no implica que la vehicularidad deba
repartirse a partes iguales entre las lenguas oficiales, algo que en realidad
nadie reclama. El desequilibrio entre la lengua propia y la común, donde y
cuando quiera que lo haya, puede compensarse con una covehicularidad ponderada,
compensatoria, como sugieren la razón y los tribunales, y con otras medidas
adicionales si hace falta. Si en Cataluña esta política supondría el abandono
de la inmersión excluyente, en otras comunidades, particularmente de lengua
catalana y gallega, significaría, por el contrario, la generalización del
bilingüismo.
La segunda mejor opción, o tal vez el mal
menor, es la elección por las familias de la lengua principal con la otra como
asignatura obligatoria y tal vez vehículo de algunas otras actividades. Grosso modo es el modelo del País Vasco,
quizá propiciado por la disimilitud entre euskera y castellano, que no sea da
entre lenguas romances. Puede que a día de hoy también fuera posible ahí la
covehicularidad, o algo parecido, pero esto ya es tema para los profesionales
sobre el terreno, no para mí.
Finalmente, el reconocimiento de las
implicaciones de la plurinacionalidad para la coexistencia de las lenguas
vehiculares aconsejaría también –o al menos sería compatible con ello–, el
establecimiento de centros bilingües, fuera de las comunidades de doble lengua,
allí donde una demanda suficiente y viable (una cantidad suficiente de
población desplazada y concentrada) lo hiciera posible. Por aclararlo con un
sencillo ejemplo, la presencia de catalanes, valencianos y baleares en Madrid
daría para un buen número de centros o grupos bilingües en catalán y castellano
en la conurbación de Madrid y, en menor medida, en otros muchos núcleos
demográficos.
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