Resultan ya alarmantes la frecuencia y la furia con la que demasiados docentes vienen haciendo del uso de las TIC en la escuela o de la enseñanza bilingüe (con el inglés) su bestia negra. La línea más arcaizante emplea argumentos tradicionalistas: internet distrae, la lectura en papel es más profunda que en pantalla, los aparatos nunca funcionan, el inglés es la lengua del imperio, etc. La línea pretendidamente neutra, la del sí, pero no, dice sí a la tecnología y a la lengua extranjera (que inevitablemente es el inglés), pero no de esta manera: tiene que haber muchos más medios –como para todo–, hay que preguntar antes o más a los profesores –como siempre–, etc. Por último, la línea pretendidamente progresista, igualitaria, democrática, inclusiva y todo lo que haga falta se parapeta, como es de rigor, en el aumento de las desigualdades que siempre nos amenaza y, a la menor oportunidad, en la pretendida constatación de la catástrofe anunciada, es decir, en los supuestos efectos negativos sobre el nivel de aprendizaje (lo que hacen siempre los conservadores de cualquier signo ante cada reforma que no es del suyo).
No cabe negar que estos problemas existen: no todos los hogares tienen el mismo equipamiento ni la misma conectividad, ni todas las familias cuentan con adultos que puedan ayudar en otra lengua u organizar unas vacaciones en territorio anglo. Más grave que eso, pocos profesores tienen la maestría tecnológica suficiente y menos tienen el nivel de inglés adecuado. Por consiguiente, existe un riesgo claro de que, al forzar el uso de esos dos vehículos, el viaje (el resto de la experiencia del viaje, en realidad) resulte más limitado. Dicho en plata, que un uso torpe de la informática o un bajo nivel de inglés hagan descender el nivel del otro conocimiento al que han de servir de vehículo. Por añadidura, algunas aventuras estrafalarias, como aquella ocurrencia de Font de Mora que puso a los profesores de la Comunidad Valenciana a impartir Educación para la Ciudadanía en inglés (sin duda porque pensó que era la forma de neutralizarla).
Y, por supuesto, ya sabemos que todo lo que sea introducir algo nuevo puede, rebus sic stantibus, generar desigualdad: familias que creen que el inglés no está al alcance de sus hijos, hogares que no tienen la mejor conexión, etc. Pero hay más factores: la verdadera desigualdad ante el inglés es la que provoca que acceso al mismo dependa exclusivamente de los medios familiares porque la escuela no ofrece nada, o solo perder el tiempo; la auténtica desigualdad ante el entorno digital es la que abandona a los alumnos a sus medios familiares mientras se desaprovecha el equipamiento que ya tienen los centros o que podrían fácilmente obtener, un lugar común en todos los informes.
Para esto existen tres soluciones (combinables). Una es no tocar nada, lo que, dados nuestro sensible retraso digital y nuestra penuria idiomática, y la nada envidiable situación del sistema educativo (y no me refiero a los recortes de los últimos años, que también, sino a decenios de elevadas tasas de repetición, fracaso, abandono y mediocridad), parece poco razonable.
Otra es hacerlo a lo grande: legiones de profesores de inglés (de Filología o de la EOI, ¡no hay que conformarse con menos!) y todo el personal técnico que haga falta, además de disminuir las ratios y subir los salarios; una respuesta golosa que sólo requiere ignorar que la escuela no es el ombligo del mundo ni puede ser su única preocupación y que, en todo caso, no está al alcance.
La tercera es buscar nuevas respuestas a los nuevos problemas: usos tecnológicos que no requieran profesores freakies, educadores anglohablantes que no tengan que ser antes funcionarios, tecnologías que facilitan el aprendizaje de los idiomas, entornos en los que los pares actúan como mentores técnicos, redes y acuerdos de colaboración con empresas y asociaciones del entorno, etc. Ya sé que esto es inconcreto, pero es que tiene que serlo. Las administraciones pueden poner un coordinador o un técnico de apoyo en TIC en cada centro, pero no a cada profesor, ni enviarlo de sabático para que aprenda a usar y a enseñar con las TIC y que, a la vuelta de dos o tres años, estemos de nuevo en las mismas; pueden dar prioridad en las nuevas contrataciones o en las oposiciones a profesores bilingües, pero no convertir en tales a todos los que hay ni poner a cada uno un sosias angloparlante; pueden suscribir acuerdos marco con otros países, con las grandes tecnológicas, etc., pero no imponer que en toda aula haya un lecturer ni que todo alumno utilice Duolingo. Son los centros y los profesores los que, con los medios ya a su disposición y los recursos potenciales disponibles en la comunidad y gracias a la innovación tecnológica, deben buscar las maneras de llegar lo más lejos posible con todos y cada uno de sus alumnos.
Hay que reenfocar, despegarse de los árboles para ver el bosque. La escuela nació, creció y se universalizó porque había que llevar al conjunto de la población a un entorno nuevo al que no podían llevarla la familia ni la pequeña comunidad, al entorno de la modernidad: la ciudad, la industria, el mercado, la imprenta, la ley, la nación... Hoy vivimos una nueva transición, mucho más rápida y que no nos va a esperar, hacia un nuevo entorno digital y global, pues esas son las dos grandes dimensiones que lo definen. Así como la modernidad económica, política y cultural requirió un nuevo interfaz, la lectoescritura en la lengua vernácula, así lo hace el nuevo entorno digital y global, que exige la alfabetización digital y el manejo del inglés como nueva lingua franca.
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