Prefacio de mi libro La Educación en la Encrucijada
(ver índice), editado por la Fundación Santillana,
que se presenta 18/2, 19:30, Círculo de Bellas Artes
Abrir el debate sobre qué educación queremos y podemos tener
es el objetivo de este texto. No se trata de abrirlo en el sentido más
habitual, que suele ser el de iniciarlo o llamar a más participantes, sino en
el de ampliar el ámbito de lo discutible, señalar otras posibilidades, destapar
implícitos, cuestionar tópicos, superar tabúes, evitar coherencias engañosas y
descartar toda línea roja.
El debate está ya más que iniciado. En realidad, nunca ha
parado: la conflictividad y la ambigüedad del artículo 27 de la Constitución,
las huelgas docentes de los setenta, la guerra escolar de los ochenta,
la polémica en torno a la secundaria en los noventa, las refriegas sobre Ciudadanía
y Religión en la década pasada y la marea verde en esta, más la
eterna polémica sobre las lenguas vehiculares, por citar solo algunos
exponentes, han hecho del debate educativo el rayo que no cesa (su
habitual acritud tienta a recitar a Miguel Hernández: “¿No cesará este rayo que me habita / el corazón de exasperadas fieras /
y de fraguas coléricas y herreras / donde el metal más fresco se marchita?”).
La participación es amplia, aunque sin duda desequilibrada.
El debate sobre la educación o es monopolizado por el profesorado o se
desenvuelve, las más de las veces, como un combate entre este y la Administración
de turno. Nunca o casi nunca se escucha a los alumnos, tal vez porque tampoco
dicen mucho; las familias, por su parte, no suelen hablar con voz propia, con
demasiada frecuencia reducidas al papel de infantería del funcionariado docente
o de la Iglesia; los profesores mismos no siempre encuentran vías de expresión
libre y diversa fuera de un discurso colectivo corporativo y monocorde.
Portada |
En los últimos tiempos no ha mejorado esto. En la década
pasada hubo cierto enriquecimiento del diálogo sobre la educación, estimulado
por el intento de aproximación entre las dos Españas escolares que
supusieron la LOE y el fallido pacto de Estado por la educación, por el
catalizador de PISA y otras evaluaciones, y por la presión ambiental del nuevo
entorno digital, que también lo es para el aprendizaje; todo lo cual dio alas a
iniciativas individuales y colectivas de mejora e innovación. Después, el
estallido de la Gran Recesión, los recortes económicos que siguieron y una
escalada de políticas partidistas y respuestas corporativas han devuelto el
debate al simplismo y al maniqueísmo de antaño: escuela pública frente a
escuela privada, confesionalidad frente a laicismo militante, calidad frente a igualdad, nacionalismos frente a
centralismo, etc. Mientras tanto, ahí siguen el fracaso, la repetición, el
abandono, el malestar profesional, las tensiones sectarias, la tecnoplejia
docente, la mediocridad de resultados, la debilidad de la FP, el subempleo
universitario, la demanda insaciable de recursos, los conflictos lingüísticos…
Pero es preciso levantar la vista de los árboles para ver el
bosque, pues, más allá de estos problemas y conflictos recurrentes, el panorama
está cambiando de manera radical. Una pintada en Quito, que la literatura haría
lo que hoy llamamos viral,
decía: Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas. En la
educación están cambiando estas incluso antes de tener aquellas y, aunque
sigamos buscando unas, debemos ya reformular las otras. Los grandes cambios
sociales que dieron sentido a la escuela de masas, el paso al Estado-nación, a
la sociedad industrial, al medio impreso y a la cultura de la modernidad, dan
ahora paso a una nueva época global, postindustrial, digital, líquida. La
escuela vive una crisis institucional que afecta a sus funciones, a su relación
con el entorno y a su estructura interna, a la vez que una transformación
radical de su público, el alumnado, es acompañada por el anquilosamiento de su
principal agente, el profesorado. Sus grandes promesas sociales, la igualdad y/o
la meritocracia, resultan fallida la una y falaz la otra.
En estas circunstancias no basta con apretar o corregir el
paso: hay que preguntarse adónde vamos y si lo hacemos por el camino adecuado.
Estamos, sí, en una encrucijada, esa que la RAE define como una “situación
difícil en que no se sabe qué conducta seguir” y Wikipedia como una “situación
que ofrece varias posibilidades, sobre las que un decisor o un observador no
sabe cuál tomar, pues no sabe cuál es mejor”. No podemos consumirnos en la
duda, como el asno de Buridán, pero tampoco seguir andando con orejeras por
miedo a perder el ritmo.
Invitación a la presentación |
El informe que sigue no pretende ofrecer un estado de
situación, más o menos completo y neutral, ni una hoja de ruta para
salir de la encrucijada. Informes descriptivos hay ya muchos y muy solventes y
he intentado utilizar algunos como base; propuestas de cambio hay demasiadas o
demasiado pocas, según sobre qué, y he preferido no entrar a valorarlas, aunque
de lo que he escrito se desprendan inevitablemente sugerencias. Lo que he
tratado de hacer es tan solo aportar elementos de recapitulación del pasado,
diagnóstico del presente y prospectiva del futuro que contribuyan a liberar el
debate de la estrechez de lo políticamente correcto y de las retóricas
impuestas por grupos de intereses.
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