16 oct 2020

Una profesión firme para un contexto inestable

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 309-10

La profesión docente nació ligada al cambio social, pero a un cambio social previsible, o presuntamente previsible, casi programado. En los términos más generales, hay dos posibles razones para llevar a los menores a la escuela. Una es el cuidado y la educación que toda familia podría ofrecer igualmente por sí misma, pero que la mayoría de ellas, o la sociedad, prefieren socializar, com en cualquier otra actividad que presente economías de escala: es lo que han hecho los privilegiados desde que tenemos noticia histórica de la educación, por ejemplo en la Grecia clásica. Otra es que cuidado o educación resulten demasiado complejos para la familia, en cuyo caso se confía el menor a la escuela como el enfermo al hospital. Y esta complejidad fuera del alcance familiar puede tener, a su vez, origen en la división del trabajo o en el cambio social. Una división del trabajo desarrollada implica que cada familia posee y puede transmitir apenas una pequeña parte del saber social, por eso la escuela nace ligada a la ciudad. En cuanto al cambio, si alcanza cierto ritmo, digamos intergeneracional, implica que una generación debe ser formada para un mundo que la generación anterior no conoce. Por ejemplo, hijos de analfabetos que deben aprender a leer, hijos de campesinos que van a ser obreros, hijos de aldeanos que habrán de actuar como ciudadanos, hablantes de una lengua que tienen que adoptar otra, etc. Este es el cambio para el que nacieron y se diseñaron por doquier la institución escolar y la profesión docente hoy ya clásicas: cambio limitado, previsible, incluso programado. Es lo que la sociedad se ha propuesto hacer de manera universal desde el comienzo de la modernidad. No importa que lo previsto resulte a la postre erróneo: si se cuenta con una previsión, se puede diseñar un plan y actuar de conformidad con ella. No es accidental que el mundo escolar gire en torno a planes, programas, currícula (recorridos), etc.

No nació, pues, la profesión docente (ni la institución escolar) para lo imprevisto, ni para lo complejo. No por casualidad se tradujo la educación en programas, se formó a los maestros en Escuelas Normales, se redujeron los libros a libros de texto o se sometió la evaluación a baremos. El problema surge cuando con la segunda modernización, la postmodernidad, en era transformacional, un mundo líquido, o como queramos llamarlo, sabemos que va a haber cambio, más que nunca, a un ritmo ya intrageneracional que exigirá un esfuerzo constante de adaptación a los adultos, dejando a no pocos atrás, y discurrirá en direcciones que no podemos precisar. Un panorama, pues, de cambio acelerado, complejidad creciente e incertidumbre asegurada: nada que ver con la visión determinada y determinista del progreso que sirvió de base al mundo feliz escolar y docente hasta muy avanzado el siglo XX.

El problema de una institución conservadora –pese a su permanente estado de reforma– gestionada por una profesión conservadora –pese a su autocomplacencia progresista– educando hoy para un futuro galopante e imprevisible era ya algo chirriante antes de la pandemia, pero estalló con ésta. La súbita desescolarización de marzo –al margen las carencias de familias y comunidades, que son otra historia– enfrentó a la escuela con su incapacidad digital. Lo de menos, aunque a veces parezca lo más, fueron el equipamiento y la conectividad insuficientes de los centros, pues dejó de ser problema con los alumnos ya fuera de las aulas; lo grave fue la escasa y descoordinada incorporación de los recursos y a las plataformas digitales, la inadecuada preparación del profesorado y la resistencia a ir más allá del trasunto digital de la metodología más tradicional. Ya años antes los datos comparativos de los informes ESSIE y TALIS habían mostrado que, en España, había equipamiento pero poco utilizado, la formación abundaba pero no se traducía en competencia digital, y escuelas y profesores eran poco dados en conjunto a la digitalización y la innovación.

Pero, así como el hambre aguza el ingenio, la desescolarización forzosa lanzó a decenas de miles de profesores y centros a improvisar y diseñar cómo sacar la docencia y potenciar el aprendizaje fuera del aula. Algunas iniciativas serían de corto alcance, aunque pudieran resultar enternecedoras (deberes por WhatsApp, docentes youtubers…), pero otras supieron superar las limitaciones de los medios disponibles y reimaginar el aprendizaje y la docencia fuera del aula-huevera, la parrilla horaria, la lección simultánea, el estudio en aislamiento, etc. No es momento ni hay lugar para dar cuenta de estas innovaciones, siquiera de las pocas conocidas más allá de sus protagonistas, pero cabe decir que el virus es, malgré lui, un gran acicate para la innovación. Somos muchos los que pensamos que la pandemia ha provocado una oleada de innovación educativa que ha obligado a cambiar en meses, o en semanas, lo que no se había hecho en años. Podríamos decir, con William Gibson, que, ahora más que nunca, el futuro ya está aquí, pero desigualmente distribuido.

Lo que no es aleatorio. Trátese de administraciones, centros o profesores, unos lo han hecho peor y otros mejor, pero la diferencia ha estado sobre todo en los centros. En parte porque la respuesta sólo era posible en ese nivel meso: ni por el profesor individual (aunque su aportación, colaboración y compromiso fueran imprescindibles), ni con carácter general para todo un territorio (aunque sólo las administraciones pudieran establecer ciertas medidas y aportar ciertos recursos), sino a escala de y en cada centro, pues cada uno cuenta con espacios e instalaciones peculiares, un entorno físico y social distinto y un equipo profesional y directivo diferentes. Más aún, si centro y entorno materiales son condicionantes, lo que actúa es el centro como organización, y esto depende de una dirección efectiva y un personal comprometido, y mejor aún si es parte de alguna red solidaria (de profesores, de centros, y cierta comunidad con las familias). Aquí, guste o no, la escuela concertada (y la privada, pero eso era más fácil) ha batido a la pública, además de por estar más avanzada y preparada para la digitalización (igual o menos equipada pero más dispuesta). Basta ver cuándo han cerrado,o abierto, y qué han hecho entretanto una y otra red. Hace tiempo que vengo advirtiendo, aun a mi pesar, que el desigual ritmo en la digitalización, esencial para la desigual capacidad de innovación, a su vez efecto del papel de la dirección, otorga ventaja a la escuela concertada sobre la pública, con independencia de cualquier otro factor; la pandemia ha intensificado y acelerado una tendencia que ya estaba ahí. 

Y es que en la educación se cumple a rajatabla la tercera ley de Newton: a toda acción sigue una reacción. Primero fue la minimización de la desigual fluidez digital del profesorado, como cuando un responsable sindical proclamaba que los profesores estaban programando “actividades analógicas en papel para que los alumnos hagan en casa”, o sea, más deberes. Después vino la resistencia a volver a las aulas tras el estado de alarma, a finales de junio, cuando varias comunidades autónomas quisieron hacerlo y directores o profesores se resistieron con éxito, alegando falta de seguridad o que era mejor ponerse a preparar septiembre. Llegada la hora de la vuelta al cole, resuena un clamor aparentemente universal, mayoritario entre profesores y unánime en sus organizaciones, sobre la inseguridad, la falta de medios y la imprevisión de las autoridades. Comprensible en todo, acertado en lo último (con alguna salvedad), pero que evita especificar o preguntar qué han hecho mientras centros y profesores, pues ni han hecho lo mismo y ni todos han hecho algo.

El comienzo del curso muestra un importante número de centros que han optado sin miedo por la innovación, fuese por estar ya en ella, viendo la crisis como oportunidad, o porque no había más remedio. Pero también, particularmente entre las organizaciones que monopolizan, hasta cierto punto, la voz pública del profesorado, el énfasis en reivindicaciones que apuntan a volver a la vieja normalidad, reclamando medidas cuantitativas (más profesores, ratios más bajas, horarios alternos pero sin un minuto más…, incluso jornada continua aprovechando la confusión) para volver a la vieja normalidad cualitativa (el aula convencional, el horario intocable del profesor y arbitrario para el alumno, la lección), incluso reforzada por las constricciones de seguridad (jaulas-burbuja, formaciones de entrada y salida, inmovilización en los pupitres….). La crisis sanitaria, en suma, enfrenta como nunca inmovilismo e innovación.

Esta dualidad es la propia de las organizaciones, y más de las instituciones y las profesiones que las habitan y las tripulan, en contextos agitados o inciertos. Una posibilidad es el cierre, el enroque en una estructura aislada del entorno: la escuela como santuario. Otra es la apertura, la respuesta adaptativa al cambio, incluida la transformación de organización que aprende: la escuela como sistema flexible y abierto, cabe decir como organismo vivo. En las empresas depende sobre todo, aunque no sólo, de la actitud de la dirección, separada del resto de participantes y más activa. En las instituciones, como es la escuela, depende también de la dirección, pues al fin y al cabo son jerarquías, pero en última instancia depende de la profesión, que nutre tanto a la dirección como al núcleo operativo (los sanitarios en los hospitales, los militares en los cuarteles… y, por supuesto, los profesores en las escuelas de cualquier nivel). 

Si algo ha mostrado esta crisis es la dificultad de parte del profesorado para salir de la caja, esa caja negra que es el aula y, por ende, la escuela. Muchos lo habían hecho ya, otros lo hacen ahora, pero la pregunta es por qué no lo hace o le cuesta tanto al resto. Y la respuesta está en la configuración misma de la profesión: normalista, nada selectiva, funcionarizada, formalista, cooptada con pruebas memorísticas, embutida en espacios y tiempos rígidos, poco incentivada, estructurada por antigüedad, sindicalizada según un modelo industrial… Temo que hemos creado un paquete de incentivos perversos (facilismo, empleo blindado, trabajo lejos de la vista de los iguales, jornada y calendario poco exigentes....) que desemboca en una selección adversa, algo ante lo que pueden reaccionar los individuos pero ya no el colectivo.

Es ya un lugar común que la profesión docente debe cambiar, pero ¿cómo? Primero, con una formación y una selección inicial más exigentes, que deben y pueden ir juntas. Segundo, que esa formación inicial sea más sólida y más científica, no “en la verdad” ni nada parecido, sino como la base necesaria, aunque no suficiente, de la profesionalidad reflexiva y el aprendizaje a lo largo de la vida. Tercero, con un alto nivel de competencia digital, pues esta es hoy lo que la alfabetización fue ayer, imprescindible para la docencia y la gestión del aprendizaje. Cuarto, un periodo suficiente de iniciación encomendado a empleadores y colegas, y no a la universidad, previo a la habilitación plena. Quinto, unas condiciones de trabajo colaborativas, sobre el terreno, con base en la codocencia y también en la actividad no lectiva.

Se atribuye a la consultora McKinsey el lema de que un sistema educativo no puede ser mejor que la calidad de sus profesores. No lo creo, pues puede y debe ser mejor que ellos gracias a la calidad de sus organizaciones, que han de ser más que una suma de individuos. Pero no por ello es menos cierto que son la base sobre la que construirlo, parte de la solución o parte del problema, en ningún caso parte del paisaje.


4 comentarios:

  1. Grandes verdades que no se quieren ver, incomodan a muchos.

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  2. Las clases teóricas deberían estar grabadas por un grupo de expertos con los mejores medios: animaciones, sonido, simuladores... Los alumnos las atenderían online y las clases se convertirían en laboratorios y talleres. Progresivamente, desde 2°ESO, los estudiantes irían asimilando esta metodología para que, en bachillerato, fueran suficientes tres horas de prácticas en el instituto. Bajarían las ratios y podrían trasladarse plazas de docentes a primaria con el perfil de psicopedagogía y psicología. El sistema sería más ágil y flexible para adaptarse a los nuevos retos, y todo sin incrementar el coste.


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  3. La escuela a examen. 1991 y con otro paradigma 2020. La escuela a examen. Innovación. Reforma.. espacios, tiempos y la crítica positiva del profesor Fernández Enguera, M. Ahora más que nunca la investigación educativa plantea demasiadas dudas y pocas soluciones innovadoras en filosofía de la educación y en ideario político educacional como diría Puelles Benítez. Gracias. Siempre mueves las neuronas.

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  4. Perdón el teclado puso el segundo apellido incorrectamente. Enguita.

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