6 may 2019

Sócrates digital

¿Puede haber algo más dialógico, o más socrático, que el profesor en el aula o que el libro? ¡, el ordenador y el teléfono móvil, para escarnio propio y ajeno! Se suelen citar del Fedro las palabras con que Sócrates, según registra Platón, rechaza la escritura como recurso de aprendizaje porque “sólo producirá el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria”. No se podía ofrecer un flanco más vulnerable a la mirada actual: se reniega de la escritura (y, con ella, de la lectura) porque hace menos necesaria la memoria, el viejo maestro acomodado en la oralidad se resiste al aprendizaje basado en el texto, el libro es rechazado en aras de la memorización, el inmigrante textual Sócrates se planta ante el nativo textual Platón. Y así es: el primer ejemplo notorio de conservadurismo docente, el mismo filósofo crítico que no duda en atacar los fundamentos de la ciudad todavía lo hace menos en atrincherarse en los de su modo de vida y trabajo -¡qué decepción!
Pero hay una segunda parte del discurso de Sócrates a la que raramente se ha prestado la atención que merece: “Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente, así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrógalas, y verás que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos: al oírlos o leerlos crees que piensan, pero pídeles alguna explicación sobre el objeto que contienen, y te responden siempre la misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre, porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.”
Busto de Sócrates (obra s. I)

Todo indica que Sócrates piensa de nuevo en sí mismo, que como gran conversador y polemista sí sabe con quién hablar y con quién callarse (lo haga o no), así como rechazar los ataques y defenderse, lo que no podrían hacer por sí mismos sus escritos, de haberlos, ni han podido hacer sus diálogos transcritos, como éste (ni de Platón, en su día, ni de mí ahora, por ejemplo). Lo que interesa aquí, sin embargo, lo que interesa al aprendiz, y por ello a todo educador que tenga en mente algo más que a sí mismo, es la primera mitad de la cita: si se interroga a la pintura o a la escritura sólo pueden guardar un grave silencio. Es posible que con ello se busque o se logre hacerlas más atractivas, como sucede con las figuras enigmáticas en la pintura (la Mona Lisa, p.e.) o las de doble sentido en la literatura (Don Juan Tenorio, p.e.), pero sería difícil de defender para el aprendizaje y la enseñanza.
Es lo que hay, no obstante. Si el aprendiz, el alumno, quiere ir más allá o profundizar en algo, la respuesta implícita en el silencio del libro es: “Eso no entra en el programa.” Si necesita que se le explique lo que libro explica o se cree que explica, pero de otra manera, su silencio podría interpretarse así: “Ese no es mi problema, búscate la vida.” Si está en desacuerdo y quiere un mayor contraste de ideas, el silencio habrá de leerse como rechazo o indiferencia ante cualquier idea no establecida en sus páginas y cualquier discusión al respecto. Sería bonito poder decir que todo lo que falta en el libro lo pone el maestro, pero bien sabemos que pocas veces es así (¿cuántas veces oímos, como alumnos: “Eso no entra”, “Ya llegaremos”, “El próximo curso”, etc.?). Primero, porque son legión los que, lejos de ir más allá del programa o el libro de texto, se escudan en ellos o incluso en una versión reducida de los mismos. Segundo, porque, aunque quiera, hace falta que sepa no sólo ir más allá o por otro camino sino también con quién, cuándo y cómo, lo cual requeriría poco menos que tener percepción extrasensorial y superpoderes. Tercero, porque, aunque quiera y pueda, difícilmente dispondrá del tiempo y los medios para ello -imagínese a Sócrates: “Mi querido Platón, en esta unidad lectiva de cuarenta y cinco minutos, descontando cinco de introducción y otros tantos de exoducción, más mis veinte de exposición, dispondré de quince minutos para veinticinco alumnos, o sea, treinta y seis segundos de diálogo para/con cada uno.”
No faltan docentes que se ven a sí mismos como Sócrates (como el estereotipado Merlí), pero el aula no es el gimnasio y no permite virguerías. Una solución sería mejorar las ratios, idealmente poner a cada Platón un Sócrates (en secundaria) y a cada Émile un Jean-Jacques (en primaria) –en realidad tendrían que ser dos por cada, para respetar la actual carga lectiva, pero ni un sindicalista llevaría esta lógica tan lejos... creo. Si no lo eres, otras posibles vías de solución podrían consistir en extraer ese diálogo socrático, no ya del docente, sino de los pares y de los recursos materiales de aprendizaje.
Máquina de enseñar, B.F. Skinner
Esa es la buena noticia: que los recursos son cada vez más interactivos. En el nivel más elemental, se detienen, van más deprisa o más despacio, repiten lo que se les pida y retroceden o avanzan a la medida de las necesidades de cada aprendiz. Parece muy sencillo, pero pocos docentes quieren y muy pocos pueden hacerlo. Es lo que intentaron solucionar, aunque de manera algo burda, Thorndike, Pressey y Skinner con la enseñanza programada (que enganchó sólo en algunos procesos de aprendizaje no escolar) y la máquina de enseñar (que pasó sin pena ni gloria), y la base de experiencias recientes mucho más exitosas, como la Khan Academy y el aula invertida. Lo que no ha hecho más que empezar es el desarrollo de aplicaciones, plataformas y dispositivos cada vez más flexibles, interactivos y adaptativos que no sólo se dejan manejar sino que tienen en cuenta por sí mismos y de forma activa el nivel, el ritmo, las fortalezas y las debilidades del usuario-aprendiz, ofreciéndole una experiencia cada vez más ajustada y personalizada para sus necesidades, desde los programas de mera pregunta-respuesta, pasando por los videojuegos –serios o no–, hasta la inteligencia artificial.
Y el salto en los recursos propicia, asimismo, un salto en la colaboración. El libro de texto y el cuaderno eran, como el pupitre, para el trabajo individual, aislado, no colaborativo. La red y las redes, la web 2.0, las aplicaciones en la nube, los archivos colaborativos y los dispositivos móviles facilitan, permiten, potencian y hasta reclaman la cooperación. Por eso aparecen cada vez más herramientas ad hoc para ello: entornos de trabajo compartido, agendas de grupo, tableros colaborativos, sistemas de etiquetado y de anotación en la web, plataformas de decisión colectiva, crowdsourcing, instrumentos de traducción y conversión, colaboración y transferencia entre dispositivos… Y todo acompañado por una evolución cultural que, en el nivel macro, requiere asumir que las fuentes y las oportunidades del aprendizaje, incluido el de los contenidos y las competencias escolares, están hoy ampliamente distribuidos por toda la sociedad; y, en el nivel micro, que la colaboración entre pares, la paragogía, se ha (re)revelado como un poderoso mecanismo de aprendizaje, a menudo superior en no pocos aspectos a la acción del docente, la pedagogía.
Se podría decir de Sócrates, como del Cid, que ha ganado esta batalla después de muerto.

2 comentarios:

  1. Mariano, estaría también el elemento de la autoorganización de los estudiantes con sus propios dispositivos y herramientas genéricas, como un grupo de WhatsApp en el que compañeros -no necesariamente de clase- comparten información y se brindan ayuda. La recuperación de esa comunicación oral, digitalizada, que rompe el espacio y tiempo del aula como ejes del aprendizaje.

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  2. Así es, facilitar el aprendizaje colaborativo en la escuela sin obstáculos de tiempo y lugar, además de ofrecer variadas experiencias del mismo fuera de ella, es otra de las grandes aportaciones o, al menos, oportunidades de la tecnología digital.

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