En teoría o ingeniería de sistemas, una caja negra es un subsistema o un mecanismo cuyo funcionamiento interno no necesitamos conocer, bastando con controlar sus entradas y salidas (insumos y productos, inputs y outputs). De hecho suele representarse así, como una caja rectangular y opaca sobre cuyo interior no se dan ni se precisan detalles. Algunos objetos de uso cotidiano, producto del llamado black box design, son literalmente cajas negras, o casi: los televisores, receptores y decodificadores digitales y similares, generalmente controlados por un mando a distancia, carecen de controles en el cuerpo principal o los llevan prácticamente ocultos; los automóviles de nuestros padres mostraban todos los componentes del motor bajo el capó, pero ahora vienen escondidos bajo cubiertas plásticas; los miniordenadores son cubos (casi siempre negros) apenas puntuados por pequeñas conexiones.
Los economistas han sido especialmente proclives a considerar la tecnología como una caja negra formalizada en una función de producción, es decir, en una relación puramente cuantitativa entre inputs y outputs, aunque los historiadores de la economía siempre intentaron recordar que los números no lo son todo (en particular Nathan Rosenberg, en Inside the black box: technology and economics, y en Exploring the black box: technology, economics, and history), tanto más a la hora de estudiar la innovación. El término también ha tenido buena acogida en el estudio de la práctica médica, en particular en la consulta del médico de familia, por ejemplo en los trabajos de Stange, Tulsky & al., Conrad & Christianson y otros).

Pero hay también un sentido más profundo del concepto. Entre los estudiosos de la educación asoma ya, creo, en Larry Cuban (Inside the black box of classroom practice) al analizar la resistencia de la organización y las prácticas cotidianas en el aula a cualquier intento de reforma y, en particular, a la tecnología. No es mi objetivo discutir aquí este magnífico trabajo sino simplemente señalar el acento puesto por Cuban en aspectos como la falta de transparencia del aula (a la que se aplica, dice, un lema aprendido de Las Vegas: Lo que sucede en el aula, se queda en el aula), la falta de memoria histórica, su impermeabilidad a los intentos de reforma y su persistencia en el tiempo, muy en sintonía con su análisis de cómo sucesivas innovaciones tecnológicas han sido domesticadas o rechazadas para conservar o reforzar la gramática profunda del aula, es decir, su estructura básica y sus prácticas consolidadas (en otra obra: Oversold and underused: Computers in the classroom).

El aula convencional, tal como las generaciones ahora vivas la hemos conocido, nació como escenario de la lección o clase magistral (lectio, quaestio y disputatio), el modo de enseñar y aprender propio de la universidad medieval, donde toda la sabiduría debía pasar del maestro al alumno. Se extendió a la escuela muchos siglos después, cuando el impulso de las reforma y la contrarreforma religiosas, la formación de los estados nacionales, la urbanización y la industrialización, y el apoyo de la imprenta y de la prosperidad económica, demandaron y facilitaron la alfabetización de masas. Esa articulación típica de un docente y unas decenas de alumnos de la misma edad y nivel (presuntos), tarima y pupitres, pizarra y cuadernos, lección y libro de texto, con pocos aditamentos ocasionales, se convirtió en una suerte de mecanismo universal, a partir de lo cual la discusión se redujo a los inputs (a quién escolarizar, cuánto tiempo, qué contenidos...) y los outputs (los resultados, la movilidad social…). Dicho al modo de Latour, funcionó bien y se cajanegrizó.
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P. Tillberg: ¿Vas a ser rentable, amiguito? |
El problema es que funcionó bien y no tan bien. En términos de desempeño cabría recordar lo que escribió Emmanuel Todd: “La feliz sorpresa de los años 1500-1900 es constatar que la escritura, instrumento mágico de los sacerdotes en su origen, fue, de hecho, accesible a todos. La revelación dolorosa de los años 1950-1990 es constatar que la educación secundaria o superior no puede ser extendida de forma igualitaria al conjunto de la población.”[2] El diagnóstico ya está algo viejo, demasiado positivo para la enseñanza primaria y demasiado negativo para la secundaria, pero la cuestión es que el aula, que fue una disposición eficaz de los factores disponibles (un mecanismo) entre los siglos XVI y XIX, los de la Galaxia Gutenberg, o incluso XX, aunque ya en conflicto con la aldea global, ha dejado por completo de serlo en el siglo XXI, en un nuevo y rápidamente cambiante ecosistema digital. Se puede seguir considerando un mecanismo exitoso en la medida y sólo en la medida en que, en realidad, su principal defensa ya no viene de los viejos poderes empeñados, fuera por los mejores o los peores motivos, en enviar un maestro al último rincón con niños, ni mucho menos de unos satisfechos alumnos-usuarios, sino de la profesión empeñada en no salir del ejercicio individual en un aula que percibe como santuario protector, recinto exclusivo, zona de confort y refugio seguro.
[1] Latour, B: Pandora's hope: essays on the reality of science studies, Cambridge, Mass., Harvard U.P., 1999, p. 304.
[2] Todd, E.: La ilusión económica. Sobre el estancamiento de las sociedades desarrolladas, Madrid, Santillana, 1999, pp. 199-200.
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