Publiqué esto hace una eternidad, pero sigue vigente (entonces no tenía blog)
A
primera vista se diría lo único consecuente. Ante todo, tenemos a los más
plus de ambos mundos: abertzales vascos, republicanos
catalanes y bloquistas gallegos, siempre por delante del nacionalismo
moderado y de la izquierda tradicional. El mismo nacionalismo moderado
parecería una izquierda moderada, como PNV-EA o CiU, un nacionalismo siempre
más social que su contraparte panespañola. Por otra parte, la izquierda
tradicional, siempre dispuesta a marchar con el nacionalismo, sea con reparos,
como PSC, PSE y PSG en sus inestables alianzas regionales, o con el entusiasmo
de quien se apunta a un bombardeo, como IU. A esto cabría añadir una larga
tradición internacional tendente a identificar ambos términos, tomando por
izquierda a meros nacionalismos (como el baasismo, el nasserismo, el peronismo
y tantos otros) o al revés (¿recuerdan cuando el Departamento de Estado
norteamericano llamaba jóvenes nacionalistas al PSOE?). Sin ir tan
lejos, dos fenómenos son evidentes: un nacionalismo radical que ha logrado
atraer a una parte importante del electorado de izquierda y una izquierda que
suplica la bendición o, al menos, el perdón del nacionalismo.
¿Qué
es la izquierda? Es, simplemente, la igualdad. Pero Bobbio (Derecha e
izquierda) ya advirtió que hay que especificar, además, entre quién, en qué
y por qué criterio. El qué puede ser de muy distinta naturaleza:
integridad o dignidad personales, derechos civiles, libertades negativas,
derechos políticos, oportunidades sociales, recursos económicos... El criterio
también: per cápita, según las necesidades, según la contribución (sea
el trabajo, la inversión, el esfuerzo, la productividad marginal), dejada al
azar... Y, por supuesto, el quién: los propietarios, los no
dependientes, los varones, los adultos, los ciudadanos, los residentes, los
humanos... Muchas demandas de la izquierda sólo buscaban ampliar o generalizar
derechos, oportunidades o recursos ya al alcance de algunos, mientras que la
derecha trataba de mantener su carácter minoritario, de privilegios.
Lo
importante es comprender que si la igualdad puede referirse a objetos, sujetos
y criterios tan distintos, no serán compartidos por todos, ni siquiera por
quienes con mayor convicción se proclamen de izquierda. Dicho llanamente: es
posible, incluso frecuente, situarse a la izquierda en un ámbito y a la derecha
en otro, pues la (auto) ubicación política no es algo unitario (no estamos
hechos de una sola pieza). La historia lo ha mostrado hasta la saciedad:
sindicatos racistas (la mayoría de los gremiales y profesionales, no hace
mucho), partidos de izquierda colonialistas (el socialismo francés y el
laborismo inglés, v.g.) o segregacionistas (el comunismo surafricano en sus
inicios), toda suerte de organizaciones obreras machistas y xenófobas,
sufragistas burguesas, etc. Este dualismo no es fácil de sobrellevar, pues
conlleva cierta disonancia cognitiva, sobre todo en la medida en que la
moral se funde en postulados universalistas. El impulso igualitario (de
izquierda) es expansivo, y mucha gente pugna por dar coherencia a sus opciones
morales y políticas, por lo que quien empieza oponiéndose a una forma de
desigualdad tiende a hacer lo mismo ante otras y, así, las mismas personas dan
vida a organizaciones, actividades y movilizaciones contra diversas formas de
desigualdad; además, de una enemistad común puede nacer una buena amistad, y
distintos movimientos enfrentados a un orden desigual pueden terminar
confluyendo, entremezclándose y asumiendo recíprocamente sus demandas (así, por
ejemplo, el movimiento obrero ha llegado a rechazar la discriminación genérica
o étnica).
Pero
lo esencial es que, no habiendo una sola divisoria social sino varias, se puede
ser igualitario ante unas y no ante otras, de izquierda en esto y de derecha en
aquello. De hecho, mucho autoproclamado izquierdista no sufre sino incongruencia
de status, es decir, un profundo malestar basado en la creencia de que se
valora lo que no se debe (y en lo que él vale poco) y no se valora lo que se
debe (y en lo que él vale mucho). G. Lenski (Poder y privilegio) fue
quien mejor comprendió que no sólo importa cuál sea el grado de desigualdad en
tal o cual dimensión (entre hombres y mujeres, entre empleadores y empleados,
entre adultos y jóvenes...), sino también, y más, cuál sea el peso relativo de
cada una de las dimensiones de la desigualdad (el sexo, la clase, la edad, la
etnia, el territorio, la religión, la afiliación política y un largo etcétera).
Aunque la búsqueda de la coherencia moral y la experiencia de la opresión
conjunta puedan empujar a ser de izquierda (o de derecha) en general, el
impulso inmediato, sin embargo, es bien otro: alinearse a la izquierda en
aquello en que sufrimos desventajas y a la derecha en aquello en que
disfrutamos privilegios. De ahí las vilipendiadas pero tercas figuras del
obrero machista, la feminista burguesa, la basura blanca, la canalla
patriótica y otras incoherentes coherencias; inconexas desde la perspectiva de
una moral universalista, pero redondas desde la perspectiva de los intereses
particulares. Ahí es donde se incluyen el nacionalismo de izquierdas y la
izquierda nacionalista.
Por
otra parte, ¿qué es el nacionalismo? La idea común es que éste busca dividir alguna
gran entidad imperial, colonial o de otro tipo, siempre contra natura,
para que en la nueva nación coincidan por fin el perímetro del poder y el
sustrato de la cultura. Aunque esto pueda tener algo de verdad, la esencia del
nacionalismo revolucionario fue exactamente la contraria: crear un espacio
común, con libertad de movimiento y residencia, una lengua codificada, unas
leyes para todos, un poder político unitario, un sistema uniforme de pesas y
medidas, una cultura homogénea, una ciudadanía única..., estos sí, contra
natura, por encima de los particularismos locales, gremiales, étnicos,
religiosos y otros que eran los que realmente contaban en la vida real y
cotidiana de las personas (y no su lejana adscripción a tal o cual armazón
imperial). El nacionalismo, en otras palabras, fue un movimiento unificador.
Bien es cierto que, en sociedades todavía dispersas y ya mestizas, unificó unos
rasgos a costa de otros, pero en todo caso unificó. El actual nacionalismo
tardío, el secesionismo frente a unas naciones constituidas ya hace siglos
como Estados (o viceversa, tanto da), busca justamente lo opuesto. Ya no se
trata de disolver toda la caterva de derechos locales, privilegios gremiales,
estigmas étnicos, etc., en una ciudadanía común, sino de romper ésta con la
promesa de nuevos privilegios distintivos.
De
ahí precisamente su cara izquierdosa. No se arrastraría a mucha gente por la
vía separatista con la simple promesa de cambiar de amo. El nacionalismo se
viste de izquierda porque está en conflicto, incluso en guerra. Cuando se hacen
sonar los tambores para la batalla, hay que proclamar la hermandad universal en
las propias filas. Puede ser incluso sincero, pues la tensión del conflicto
genera una fuerte solidaridad interna en cada bando. No es casual que las
grandes oleadas igualitarias hayan seguido siempre a las grandes guerras (los
derechos políticos a la Primera; los sociales, a la Segunda). La vanguardia
nacionalista puede, además, vivir su propia cruzada como una auténtica
revolución de izquierdas, pues ellos no sólo van a tomar el palacio de
invierno, sino que se lo van a repartir con su magnífica colección de
cargos, despachos, sueldos, dietas y otras gabelas: un inmenso botín, como ya
apuntó E. Gellner (Naciones y nacionalismo), aunque sólo por una vez, y
para los más avispados. En contraste, donde no hay veleidades secesionistas, el
localismo es más bien conservador (U. Alavesa, U. Valenciana, P. Aragonés
Regionalista, P. Andalucista, Coalición Canaria...) o es asumido por los
partidos nacionales (PP en Galicia, PSOE en Andalucía), y el nacionalismo de
izquierda no pasa de ser una nota folclórica: Chunta, Andecha, BNV-EV, MPAIAC o
ICAN...
No
sé si fue Lenin, sin duda el gran estratega de la izquierda revolucionaria, o
más bien Stalin, su teórico delegado para la cuestión nacional, quien
quiso distinguir el nacionalismo de los opresores del de los oprimidos, para
rechazar el primero y apoyar el segundo (sólo mientras resultó útil, claro).
Suena bien, pero es ya historia. Si una comunidad territorial es sometida a una
reducción de sus derechos en contraste con los del grupo dominante, la
separación es una vía hacia la igualdad, aunque no la única, y el nacionalismo
puede ser efectivamente un movimiento de izquierdas. Pero el separatismo vasco
o catalán, como el de la Padania industrial o la Escocia petrolera, es un
movimiento antiigualitario, el intento de apropiarse de manera definitiva y
exclusiva de un conjunto de recursos que la suerte inesperada o la historia
compartida han concentrado en su territorio. Eso por no hablar de sus
insultantes pretensiones de superioridad racial o histórica.
En
nuestros días y en nuestro entorno, el nacionalismo podrá adoptar todos los
colores de la izquierda en todos los ámbitos imaginables, pero, en lo que le es
propio y distintivo, es un puro movimiento de derechas, de ruptura de la
igualdad, de división de la ciudadanía, de defensa o búsqueda de privilegios
para unos (generalmente unos pocos) a costa de otros (generalmente los más).
Que los Otegui o los Carod se apunten a todas las causas de izquierda menos a
una, la defensa del espacio y la igualdad ciudadana ya conquistados, es de una
tremenda inconsistencia moral, pero de una gran sagacidad táctica, tanto para
sí mismos como para toda esa cohorte de intelectuales, profesionales y
funcionarios que les siguen dispuestos a conquistar el aparato del
Estado.
La pregunta que queda es por qué llegan a
prestarles oídos quienes, llegado el caso, no participarían ni mucho ni poco de
esa gran piñata. "¡El proletariado no tiene patria!", gritaba
convencida la izquierda decimonónica. En el siglo XX aprendimos que, en
realidad, es lo único que tiene; que no hay otra contrapartida a la pérdida de
la propiedad de los medios de producción, primero, y de la seguridad del puesto
de trabajo, después, que los derechos sociales: asistencia sanitaria, subsidios
de desempleo, pensiones, educación y otras prestaciones entre universalistas y
contributivas; y que, sin propiedad, no hay otra independencia que la que
otorgan los derechos civiles y políticos. Paradójicamente, el proceso
autonómico ha dejado en manos de los mesogobiernos las partidas del bienestar
(welfare) y, en las del gobierno central, más bien las del malhacer
(warfare). Por si no bastara, cuando el torbellino de la economía informacional
y global sacude la tierra bajo los pies de sectores crecientes, la derecha
neoliberal que nos gobierna anuncia la retirada del Estado y ofrece como
solución final que cada uno se busque la vida. La idea misma de ciudadanía, que
durante la transición y el periodo socialista se fue llenando lentamente de
contenido (de derechos civiles, políticos y sociales), aunque en verdad
necesitaba ya una profunda reformulación (nutrirse también de responsabilidad
individual y compromiso compartido), amenaza ahora con verse vaciada del mismo.
El desistimiento de la derecha neoliberal es el que abre paso al oportunismo
pseudoizquierdista del nacionalismo.
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