Texto para la 30
Semana de la Educación, Fundación Santillana
No resume pero sí se basa en el libro La Educación en la Encrucijada,
que ya está disponible para su lectura en línea
No resume pero sí se basa en el libro La Educación en la Encrucijada,
que ya está disponible para su lectura en línea
La escolarización no es una constante histórica,
sino la forma en que las sociedades modernas han institucionalizado el
aprendizaje y la educación. Estos continuarán mientras exista la especie
humana, pero aquella está históricamente datada: es relativamente reciente y
podríamos estar asistiendo a su crisis.
Un primer elemento de cambio es la globalización,
veloz en la economía y otras esferas producto de las decisiones individuales y
lenta en la política y otros ámbitos dependientes de la voluntad colectiva.
Justamente ese desfase es un desafío para la escuela, que debería contribuir
hoy la conciencia de que somos una comunidad global, la humana, de la misma
manera en que antes lo hizo a escala nacional. Sin embargo, parece que dividir
se le diera mejor que unir, y asistimos a menudo tanto a su instrumentalización
con fines de diferenciación nacional como a su incapacidad de unificar la
ciudadanía en un contexto social de multiculturalidad.
La globalización, además, altera las condiciones
del mercado laboral, lo que para los trabajadores de los países más ricos
implica una nueva competencia, particularmente del trabajo siempre más barato
pero cada vez más cualificado de los países pobres, que a medio y largo plazo
sólo cabe afrontar con una mayor cualificación, es decir, con más educación.
Incluido el imperativo añadido del manejo de la lingua franca, desafortunadamente convertido hoy en fuente de
desacuerdos y conflictos.
* * *
A esto se une hoy la digitalización, que supone una
ruptura radical con la ecología de la información, la comunicación y el
aprendizaje constituida en torno al libro y la imprenta. En la escuela, este
ecosistema gira alrededor del libro de texto, que encarna el programa,
proporciona base al profesor, guía al alumno y da estructura a la clase, y en
torno a la organización espacio-temporal del aula. Pero asistimos al desarrollo
de una nueva ecología en la que a lo preexistente se añaden ahora dispositivos
portátiles siempre conectados, los nuevos medios digitales, los servicios de
redes sociales, las comunidades en línea, etc., todo lo cual acaba con el
monopolio comunicativo del profesor, los condicionamientos espacio temporales
del grupo y la secuencia informativa pautada del texto impreso.
* * *
La digitalización también hace sentir sus efectos,
de manera especial, más allá de la escuela, en el mundo del trabajo al que
conduce y para el que esta prepara. En particular, permea todos los procesos
productivos, refuerza la globalización (sobre todo porque favorece la
escalabilidad de la producción cultural y la externalización de las tareas
cualificadas) y absorbe una importante proporción de los antiguos empleos de
clase media, cuyas funciones son transferidas a los ordenadores y a la red. Un
efecto secundario de esto es la polarización del mercado de trabajo, por el
crecimiento más rápido de los empleos más y menos cualificados en detrimento de
los intermedios, y, lo que supone una polarización de la sociedad misma.
Aunque identifiquemos la idea con Taylor, Ford,
Stajanov y otros nombres y procesos epónimos del sigo XX, lo cierto es que la
primera mercancía producida en serie, en el doble sentido del término
(producción serial y productos idénticos) fue el libro debido a la imprenta de
tipos móviles, así como que el primer escenario ubicuo de una actividad en
serie fue el aula escolar. La escuela pudo inspirarse inicialmente en los
conventos o los cuarteles, pero pronto se convirtió en la prefiguración de la
fábrica a la que irían a parar la mayoría de los escolares. El problema es que
hoy dicha fábrica está dejando de existir, ante todo en las economías más
avanzadas, mientras que el aula sigue siendo esencialmente la misma, socializando
al alumnado en unas relaciones sociales que no son ya las que lo esperan en el
mundo adulto, incluido el mundo laboral, en el que el reproche de que la
escuela no educa en la iniciativa, ni en la responsabilidad, ni para el trabajo
en equipo se ha está convirtiendo ya en un clamor.
* * *
En términos más amplios, la globalización, la
digitalización, las nuevas formas de organización del trabajo y otros procesos
paralelos configuran hoy un mundo de cambio acelerado que desborda a la
institución. La escuela tuvo su momento de gloria mientras el cambio social y
cultural fue demasiado rápido para ser fácilmente asumido por una generación y
transmitido por ella misma a la siguiente, es decir, para que los adultos en
general pudieran ocuparse eficazmente de la socialización de las generaciones
no adultas; y mientras fue lo bastante lento como para que una sección
especializada de los adultos, la profesión docente, pudiera, en consonancia,
dedicar su vida a la socialización de las generaciones siguientes sobre la base
de lo aprendido en al inicio de su carrera profesional. Pero la aceleración del
cambio se lleva hoy por delante a la profesión docente por los mismos motivos y
de la misma manera que se llevó en su día a los padres.
La escuela seguirá ahí, porque la educación va a
seguir socializada, al igual que la familia también sigue, porque la
reproducción biológica siguió y sigue siendo privada. Pero así como la familia
se vio forzada a convivir con la ciudad y hubo de recurrir a la escuela, esta
se ve abocada a coexistir con el nuevo entorno informacional y habrá de
integrarse en una nueva ecología de la educación y el aprendizaje.
* * *
Un factor particularmente agudo de la crisis
escolar es el incumplimiento de su promesa igualitaria. A pesar de que la
universalización de la oferta ha sido notablemente efectiva, elevando el suelo
mínimo de la educación para todos y abriendo asimismo las oportunidades de
acceso a los sucesivos niveles del sistema, las desigualdades sociales siguen
pesando, y mucho. Lo sigue haciendo la clase social, aunque lo haga más ubicua
y más eficazmente a través del capital cultural que del económico. Lo hacen las
diferencias culturales o étnicas, como está patente en el fracaso de la
escolarización del pueblo gitano y la vulnerabilidad de sectores muy amplios de
la inmigración. Es difícil saber qué resultados hemos logrado en materia de
integración efectiva de los alumnos con discapacidades, lo cual ya es en sí
bastante preocupante. No sólo no las hemos superado, sino que vemos ampliarse
desigualdades de recursos y de resultados ligadas al territorio, en particular
a la ecología de las grandes conurbaciones y a las diferencias de recursos
entre las comunidades autónomas. La única fractura que se ha visto alterada de forma radical ha sido
la de género, donde, si todavía subsisten algunos reductos privilegiados de
difícil acceso para las mujeres, la tónica es hoy ya la de un gap inverso, es decir, la de la
desventaja generalizada de los varones –desventaja educativa que, ciertamente,
no se refleja como tal en el mercado de trabajo ni en la esfera doméstica y
familiar, donde todavía campea el patriarcado.
En la segunda mitad del siglo XX la escuela encarnó
el mito de la meritocracia. Viejo sueño, desde Sócrates, de los profesores, el
ideal meritocrático cobró especial fuerza con las reformas comprehensivas del
sistema escolar y las profecías sobre una sociedad post-industrial,
tecnotrónica, de cuello blanco, del conocimiento… De poco sirvieron
advertencias preclaras como las de M. Young o P. Bourdieu, hasta que las
sucesivas crisis económicas y la polarización social actual han desvelado los
fantasmas del subempleo, la sobrecualificación y la burbuja universitaria. Más temprano que tarde, si la sociedad
aspira a una mayor igualdad en las condiciones y oportunidades de vida habrá de
atacar directamente su distribución a través de los salarios, la riqueza, los
servicios públicos o la protección social, en vez de confiarlo al supuesto
caminos de rosas de las recurrentes reformas educativas.
* * *
La explosión primero de los viejos y luego de los
nuevos medios de comunicación ha convertido la atención en un bien escaso y ha
obligado a la escuela a competir por la del alumnado, batalla en gran medida
perdida hasta ahora. Hoy ya no se escolariza, más allá del mínimo en la
infancia, a unos pocos privilegiados o convencidos, sino largamente a todos. La
obligatoriedad asegura un público cautivo y la vigencia de las credenciales en
el mercado de trabajo añade un público tan forzado como renuente, pero esto no
garantiza su adhesión, que decrece con cada año de permanencia, y genera una
tensión que amenaza la vida ordinaria de la institución. La desescolarización
en las etapas infantil y primaria, el abandono prematuro en la enseñanza
secundaria y la proliferación de una oferta no reglada en la superior pueden y
deben tomarse como signos y advertencias de la profunda crisis de la
institución. Por paradójico que resulte, la escolarización deviene menos
satisfactoria justo cuando se antoja más necesaria, pasando del status de bien
incondicional al de un mal necesario. La desmotivación cunde, al aburrimiento
hace estragos y familias y docentes se vuelven hacia la patologización y
medicalización de las dificultades escolares.
Sin embargo, si algo falta no son las oportunidades
de aprendizaje ni los recursos educativos. La disponibilidad de la información
y del conocimiento es ya tal que el problema es de superabundancia. Las redes
de iguales, las aplicaciones didácticas, los videojuegos y simulaciones, los
medios de todo tipo ofrecen posibilidades antes insospechadas y las ponen al
alcance de un público cada vez más amplio. Es difícil no reparar en lo muy
parecida que resulta la nueva ecología de los medios de aprendizaje a las redes
de expertos, recursos y pares propuestas en su día por Ivan Illich como
alternativa a la educación institucionalizada, es decir, a la escuela.
* * *
Se repite hasta el aburrimiento que la calidad de
un sistema educativo depende de la calidad del profesorado, lo que no es sino
particularizar la evidencia de que las instituciones giran en torno a las
profesiones que ocupan su núcleo. Todos los grandes cambios que afectan a la
escuela lo hacen especialmente a la profesión docente. La aceleración del
cambio social hace saltar por los aires el plácido proyecto de estudiar unos
pocos años y enseñar lo aprendido durante muchos. La proliferación de los
soportes y las fuentes de conocimiento disuelve el monopolio profesional. La
globalización cuestiona la tradicional formación nacionalista y etnocéntrica de
los docentes. La digitalización desvaloriza la tecnología que ellos dominaban,
que no era otra que la lectoescritura (y que ya no lo es tanto) y los sitúa
ante una que no controlan, por primera vez en la historia en desventaja ante
sus alumnos. Todo esto ayuda a explicar la paradoja de que un profesorado bien
considerado, bien pagado y con unas condiciones de trabajo ventajosas se sienta
permanentemente minusvalorado y hostigado.
En evolución opuesta a las necesidades y los
desafíos de una situación cambiante, la formación del profesorado se ha
estancado en términos absolutos y ha perdido valor relativo frente a otras
profesiones; la carrera docente es cada vez más plana, desprovista de
incentivos tanto intrínsecos como extrínsecos y de controles tanto internos
como externos. En consonancia, la selección, herencia de los tiempos en que la
educación era un bien altamente escaso, se revela cada vez más ajena a las
aptitudes y actitudes necesarias para desempeñarse como educador en un aula.
Una consecuencia de esto es que buena parte del profesorado no sea ya, como en
su origen, una fuerza de cambio sino un elemento de resistencia ante las
políticas educativas, a la vez que una poderosa corporación conservadora.
* * *
Estos y otros cambios se traducen y se viven como
una crisis institucional por la sencilla razón de que la provocan. La escuela
no es otra cosa que la institucionalización de la educación, parte del proceso
general de especialización funcional en que consistió la modernización. Pero su
eficacia se ve hoy cuestionada: la formación del ciudadano choca con la pérdida
de soberanía hacia el exterior y la fragmentación interior que trae la
globalización; la formación del trabajador se ve en cuestión por la dificultad
del mercado para absorber las cualificaciones medias, la insuficiencia de las
cualificaciones más elevadas, la exclusión de las cualificaciones bajas, la
inadecuación de la demanda y la oferta; la insistencia del igualitarismo
docente en vincular la educación de forma exclusiva a la ciudadanía chirría con
la pragmática de unos padres y alumnos que lo hacen progresivamente a las
oportunidades de empleo; el desarrollo personal se antoja mucho más amplio que
lo que la escuela puede ofrecer, forzando a las familias a una búsqueda
constante de sustitutivos, complementos y alternativas; la custodia, en fin, se
antoja problemática cuando proliferan o simplemente se hacen más visibles
episodios de abuso o maltrato por docentes o entre discentes, que generan
alarma social por más que sean anecdóticos.
A ello se une la aparentemente irresoluble escasez
de los recursos. Tal pretensión se basa en la identificación de la calidad con
los insumos, así como en la explosiva combinación que provoca la expansión
escolar: coste creciente del alumnado y rendimiento decreciente del
profesorado. Es indiscutible que los recursos dedicados a educación podrían y
deberían ser mayores, tanto más en el umbral de la sociedad del conocimiento,
así como que han sufrido un serio recorte en los últimos años, vale decir en el
momento más inoportuno. Pero no es menos cierto que el sistema educativo clama
por ser rediseñado a fondo, por una utilización más eficiente y discriminada de
los recursos y por la no confusión de estos con el engorde ilimitado de las
plantillas. La mejora de la educación tiene más recorrido por la vía de la
innovación tecnológica y organizativa y de la cooperación con la comunidad que
por la simple fórmula de reclamar o conceder más de lo mismo, sobre todo
cuando, fuera de ella, nada es ya igual.
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