Publicado originalmente en El Blog del INEE: blog.educalab.es
La universidad ha merecido distintos grados de atención por parte de los investigadores de la educación. Los métodos de enseñanza y aprendizaje, el currículum, la organización de los centros y el profesorado, que son grandes apartados obligados cuando se trata de las enseñanzas regladas no universitarias, apenas han recibido atención, seguramente desde el supuesto de que los alumnos son ya adultos, han sido fuertemente seleccionados y están suficientemente motivados. Las desigualdades entre el alumnado, en particular en el acceso, fueron objeto de cierta atención en los años sesenta y setenta del pasado siglo y dejaron pronto de serlo. Diría que primero lo fueron porque la composición de ese colectivo era uno de los indicadores más simples de la desigualdad de oportunidades en la sociedad, pero luego dejaron de serlo por el fuerte y sostenido aumento de la matrícula durante los ochenta y noventa, tildado de democratización o masificación según la inclinación favorable o desfavorable de cada cual. Aun así, la diversidad en el estudiantado nunca logró mucha atención, tal vez debido al supuesto implícito de que la condición estudiantil es ya de por sí un elemento fuertemente homogeneizador... al menos mientras dura.
El último número de la Revista de la Asociación de Sociología de la Educación, dedicado a “La universidad ante los retos del Siglo XXI”, coordinado por A. Ariño y otros, presenta una amplia colección de trabajos sobre la dimensión social de la universidad. Viene a aliviar un vacío, aunque no lo llene, y se apoya en dos bases de datos recientes, EcoViPEU y Eurostudent, aparte de otras fuentes más convencionales. No es función de esta entrada dar cuenta de todo él, ni habría espacio, pero sí destacar algunos hallazgos respecto a la desigualdad ante la universidad y la diversidad en la misma.
Mejor comenzar por el final:¿valen la pena estas preguntas? Sería chocante que estuviésemos dando vueltas y vueltas al fracaso y el abandono escolares, es decir, a las divisorias educativas en torno a la secundaria, y desdeñásemos las que tienen que ver con la universidad, pero el hecho es que parece haberse instalado en la opinión publicada (que no pública, pues entonces no se explicaría su expansión) la idea de que los títulos universitarios ya no son rentables. La mejor expresión de esto fue, ya en 1979, el éxito de un título -mucho más allá que el del libro: Universidad: fábrica de parados. Pero dos de los artículos de la monografía de la RASE, los de Pastor y Peralta (“La inserción laboral de los universitarios españoles”) y Frutos y Solano (“Desigualdad intergeneracional en el rendimiento de los títulos educativos”), lo desmienten con rotundidad. Los titulados superiores disfrutan de ventajas laborales por cualquier criterio que se considere: actividad, empleo, estatus, estabilidad, salario..., y si contemplamos su evolución desde los años setenta, no han dejado de aumentar y lo han hecho de manera sustancial; es más, se dejan ver sobre todo en los periodos de crisis.
Pero no son ventajas para todos, o no lo son por igual. Hoy accede a los estudios superiores casi un cuarenta por ciento de la población en edad, lo cual es un salto histórico y sitúa a España en una buena posición internacional, incluso en el marco de la UE o la ICDE -si bien bastante lejos de los países más avanzados, que llegan al setenta y el ochenta por ciento. En consecuencia, el reclutamiento social es mucho más amplio, y la ampliación ha beneficiado sobre todo a las mujeres de las clases sociales privilegiadas y a una parte de los hombres y mujeres de las clases en desventaja. Sin embargo, esto no ha eliminado las desigualdades, como muestran los artículos de Ariño (“La dimensión social de la educación superior”) y de Barañano y Fínkel (“Transmisión intergeneracional y composición social de la población estudiantil universitaria española”). De hecho, la clase social pesa fuertemente, de modo que los hijos de padres con niveles profesionales y educativos elevados están ampliamente sobrerrepresentados en la universidad y, los de niveles bajos, infrarrepresentados. Dicho en breve, hemos avanzado poco en igualar las oportunidades de acceso a los estudios (y de logro en ellos) al tiempo que se disparaban las ventajas asociadas a la obtención del título.
Por último, los datos muestran una fuerte diversificación del alumnado. Por un lado, como indican Finkel y Barañano (“La dedicación al estudio y al trabajo del alumnado universitario en España”), hay una mayor variedad de etaria en las aulas, con un contingente en aumento de estudiantes ya crecidos y en edades teóricamente no idóneas, y un sector cada vez más amplio de estudiantes trabajadores. Por otro, como muestra Soler (“Una tipología de la población estudiantil universitaria”), hay también una fuerte diversificación de las actitudes frente al estudio, con grupos claramente diferenciados que van de los alumnos ideales a los inadaptados, pasando por los que se mueven por motivos básicamente instrumentales o básicamente expresivos.
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