Sobre el punto 6 del Manifiesto La educación que nos une
No aceptamos
La recentralización de las políticas educativas, que
provocan: a) Pérdida de democracia en los centros. b) Dificulta la tarea de
maestras, maestros y profesorado, ahora
al servicio del dictado de las reválidas y c) Merma a las Comunidades Autónomas
de las competencias adquiridas en materia educativa
Proponemos
La devolución de competencias a la comunidad
educativa, al profesorado y a las Comunidades Autónomas.
Con esta entrada termino la serie dedicada al manifiesto La educación que nos une o, más exactamente, a por qué no puedo suscribirlo. La verdad es que ya me daba pereza, pero había que cumplir el compromiso. Espero tan solo haber contribuido en algo, si no a recuperar, sí a recordar que la problemática de la educación se presta poco a simplificaciones como la aquí comentada.
En este punto 6 se mezclan tres problemas que tienen un elemento común, la distribución de
competencias, pero que son de naturaleza muy distinta. Resumiendo tenemos a) el
grado de autonomía de los centros y, en la sombra, la distribución del poder en
ellos; b) la cuestión de las reválidas en particular y, más en general, las
competencias en la determinación del currículum efectivo y en la evaluación de
los alumnos; y c) la distribución de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas. Aunque el manifiesto propone una fórmula aparentemente
simple, la devolución de competencias
a la comunidad educativa (el centro), el profesorado y las CCAA (los gobiernos
regionales), la cosa dista de ser tan simple. El mismo concepto de devolución
es confuso, pues puede interpretarse como la demanda de un retorno al estado
anterior (anterior a la LOMCE, supongo) o como una demanda de más y más
transferencias a favor de los tres ámbitos citados, pues el concepto devolution es común en el debate sobre
el reparto de poderes entre los gobiernos nacionales y regionales e incluye
cualquier grado de descentralización (aunque supongo que significa simplemente
lo primero).
Para empezar
resulta irónico que se hable ahora tanto de la comunidad educativa. Esta fue
proclamada por la LODE, que le dio expresión en los consejos escolares, y desde
entonces ha sido sistemáticamente arrinconada por los claustros, que se arrogan
en exclusiva competencias que son compartidas o simplemente no son suyas y
filtran todas las decisiones que corresponden a los consejos, actuando con
disciplina de voto en ellos y vaciándolos así cualquier poder real. Un debate
bastante anterior a la LOMCE es también el de qué competencias debe tener la
dirección ante y sobre los profesores, y hay buenos motivos para pensar que
direcciones más fuertes serían beneficiosas no sólo para los centros en general
sino también para los intereses del alumnado y las familias en particular. El
núcleo del servicio educativo es el trabajo del profesorado, por lo que su
autogobierno puede ser siempre interesado, es decir, en interés propio y no del
público. En este punto, alumnos y padres podrían estar frente a los profesores
en situación similar la de burgueses y
siervos frente a la aristocracia, mejor servidos por directores con autoridad o por monarcas absolutos que pudieran ponerles coto. La
democracia de los claustros es simplemente una democracia corporativa, que deja
fuera al público.
La cuestión de
las reválidas dista también de ser unívoca. En abstracto ya es harto discutible
que la evaluación del alumnado pueda estar de los seis a los dieciocho años exclusivamente
en las manos de sus profesores, sea individual o colectivamente. Y en concreto
tenemos la evidencia de que la mayoría
de los profesores españoles suspenden demasiado y obligan a repetir demasiado, así
como de que una minoría carece de la eficacia exigible. Por otra parte, el
reverso de la autonomía que se reclama para los centros debe ser la rendición
de cuentas a la comunidad y a la sociedad, y parte de esta tiene que ser algún
mecanismo de evaluación objetiva y externa. No creo que las reválidas, tal como
se plantean en la LOMCE y con la política y la ideología que traen consigo,
vayan a resolver nada de esto, pero no por ello hay que olvidar, primero, que
la rendición de cuentas es un derecho
de la comunidad y la sociedad sobre los servicios públicos y sobre sus
funcionarios y agentes, y un derecho que debe
ser ejercido; segundo, que una evaluación externa podría ser no sólo una vía
para suspender más, sino también para suspender menos, sobre todo ante unos
cuerpos docentes tan aficionados a ello. Hay, ciertamente, un problema
adicional al que se alude de manera indirecta en el apartado b) de lo que el
Manifiesto no desea, que es poner la
enseñanza al servicio de los exámenes, lo que en los EEUU, tan aficionados al high-stakes testing, llaman teaching to the test, pero no es menos
claro que todas las pruebas no son iguales y que lo que aquí se plantea es, sin
más, el riesgo de una reacción inadecuada
del profesorado ante los tests.
Por último, he de confesar que no me sorprende la alineación del Manifiesto con la letanía de algunos gobiernos de las CCAA sobre la recentralización, pero también que me parece de una pereza mental extraordinaria. ¿Quiere decir que toda competencia educativa, sin excepción, está mejor en manos de todas y cada una de las CCAA que en manos del gobierno de la nación? Con teorías de esta simplicidad se puede llegar a experto politólogo en dos o tres minutos, pero no prometen mucho. No quiero decir que ya esté todo bien como está, ni que las CCAA deban devolver ahora competencias al Estado, pero sí que quienes no paran de clamar contra el centralismo deberían aclarar si lo hacen en nombre de la búsqueda de algún equilibrio entre las CCAA y el Estado o desde la convicción de que todas las competencias son pocas para las CCAA, y sobre todo para la suya. ¿Es de recibo que cada CA decida, por ejemplo, si participa o no en las pruebas PISA? Se puede debatir la constitucionalidad o la conveniencia de la llamada inmersión lingüística, pero ¿cuándo se transfirió a las CCAA la competencia de excluir de la escuela la lengua común? ¿Es normal que ante cada gobierno central haya varios gobiernos regionales, de signo político contrario, viendo cómo boicotear la actuación del primero? Por otra parte, estamos esperando el día en que las CCAA cedan algunas de sus competencias a los gobiernos locales (a los ayuntamientos o a otro tipo de autoridades educativas locales, por ejemplo distritos escolares), donde yo, al menos, creo que muchas de ellas encontrarían mejor sede.
Por último, he de confesar que no me sorprende la alineación del Manifiesto con la letanía de algunos gobiernos de las CCAA sobre la recentralización, pero también que me parece de una pereza mental extraordinaria. ¿Quiere decir que toda competencia educativa, sin excepción, está mejor en manos de todas y cada una de las CCAA que en manos del gobierno de la nación? Con teorías de esta simplicidad se puede llegar a experto politólogo en dos o tres minutos, pero no prometen mucho. No quiero decir que ya esté todo bien como está, ni que las CCAA deban devolver ahora competencias al Estado, pero sí que quienes no paran de clamar contra el centralismo deberían aclarar si lo hacen en nombre de la búsqueda de algún equilibrio entre las CCAA y el Estado o desde la convicción de que todas las competencias son pocas para las CCAA, y sobre todo para la suya. ¿Es de recibo que cada CA decida, por ejemplo, si participa o no en las pruebas PISA? Se puede debatir la constitucionalidad o la conveniencia de la llamada inmersión lingüística, pero ¿cuándo se transfirió a las CCAA la competencia de excluir de la escuela la lengua común? ¿Es normal que ante cada gobierno central haya varios gobiernos regionales, de signo político contrario, viendo cómo boicotear la actuación del primero? Por otra parte, estamos esperando el día en que las CCAA cedan algunas de sus competencias a los gobiernos locales (a los ayuntamientos o a otro tipo de autoridades educativas locales, por ejemplo distritos escolares), donde yo, al menos, creo que muchas de ellas encontrarían mejor sede.
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