No aceptamos
Que sean organizaciones de corte
exclusivamente economicista
(OCDE y CEOE) y religioso
(Conferencia Episcopal) quienes decidan
los contenidos escolares y cómo
evaluar los sistemas educativos
Proponemos
Que la comunidad educativa y la
sociedad en su conjunto
sean quienes decidan el qué, el
cómo y el para qué
de la educación de nuestros hijos e
hijas
Me cuesta pensar que la CEOE
haya podido tener más peso en el sistema educativo español que las
centrales sindicales, por ejemplo, pero no hay duda de que el
episcopado y la OCDE han llegado a tener, de distintas maneras, una
influencia indebida. El caso del episcopado está fuera de discusión.
Aquí habría que aplicar la vieja consigna del republicano Jules
Ferry: “El maestro en la escuela, el cura en la iglesia y el
alcalde en el ayuntamiento”, pero la iglesia nunca ha sacado las
garras de la escuela -de hecho es su principal fuente de savia-, los
gobiernos de la derecha han cedido en buena parte a sus pretensiones
-no a todas porque, sencillamente, es insaciable- y a los de la
izquierda les ha faltado valor para plantarse ante ella con firmeza,
en particular para denunciar los acuerdos con el Vaticano que sirven
de base a la presencia de la religión en la escuela.
La cuestión de la OCDE, sin
embargo, es más compleja y hay que distinguir, al menos y aquí, su
propuesta de introducir en las escuelas una educación financiera,
las pruebas PISA y su influencia general sobre las políticas
educativas. La primera propuesta, que en realidad es la cuestión más
reciente, ha suscitado en el sector la reacción previsible, es
decir, la habitual reacción mezcla de pudor y dignidad ofendidos.
¡Educación financiera, lo que faltaba! Desde el punto de vista del
indignado profesional esto sería, supongo, el ejemplo perfecto del
mero “adiestramiento de...
clientes” que denunciaba el segundo punto del manifiesto, pero a mí
me parece una propuesta estupenda y, si acaso, insuficiente. Con
razón o sin ella, no es algo que se me haya ocurrido ahora sino que
hace tiempo que vengo planteando que una de las carencias más
lacerantes de la enseñanza obligatoria (que para algunos, para los
que luego serán más vulnerables, es la única) es que se pueda
salir de ella sin un mínimo conocimiento de las relaciones
económicas y laborales. En particular, llevo unos decenios
planteando que la escuela debería enseñar a los jóvenes a pensar
críticamente sobre el lugar de trabajo -y no me refiero a odiarlo,
sino a otra cosa que comienza por entenderlo, y por entenderlo como
una relación social-, sobre la tecnología y sobre la economía en
general. Lo lacerante es que se pueda salir de la escuela, y para
siempre, sin haber aprendido nada sobre lo que son un contrato
laboral, un recurso administrativo, una letra de cambio, etc., además
o en vez de unas cuantas cosas más prescindibles. Yo preferiría una
formación económica, no simplemente financiera, pues la economía
es más que las finanzas, comprende el mercado no financiero, las
relaciones laborales, la redistribución vía estatal e incluso el
intercambio doméstico, aunque es cierto que la actual crisis debería
servir de advertencia sobre la importancia de un mínimo conocimiento
de las transacciones financieras. Habrá, pues, que discutir y
acordar qué formación económica, lo mismo que sucede con la
formación para la ciudadanía o la ética, pero sería un
despropósito rechazarla sin más. Un despropósito, sin embargo, muy
coherente con el legado cultural de la España feudal (el desprecio
por lo económico) y del academicismo más rancio (el menosprecio de
lo mundano), legado del que no parecen despegarse los autores del
Manifiesto.
El
segundo asunto es PISA. Demasiado largo para tratarlo aquí en
detalle, pero ineludible. Se puede discutir hasta el aburrimiento la
metodología de PISA (que es bastante razonable) y se puede
cuestionar cuanto se quiera su utilización como instrumento de
clasificación (de eso hablaremos más en el próximo post, dedicado
al punto cuarto), pero esos son problemas menores. El problema mayor
de PISA, creo, es su concentración sobre tres disciplinas: lengua,
matemáticas y (algunas) ciencias, a lo que cabe oponer que la
educación tiene también otros objetivos que esos (pero también, no
en vez de esos) pero PISA y su impacto pueden provocar una
concentración excesiva en ellas. Hay que reconocer, no obstante, que
PISA es una prueba de competencias aplicadas y no de conocimientos
académicos, lo que ya es un avance respecto de mucho de lo que
encontramos en nuestra educación, y que va incluyendo poco a poco
otros elementos (habilidades digitales, actitudes ante la escuela,
etc. Y el problema mayor con PISA es que en el sistema educativo hay
una enorme resistencia a la evaluación, pero su mayor virtud es
precisamente que ha logrado en parte romperla.
Pero
la OCDE, además, hace otras cosas. En particular publica otras dos
pruebas periódicas, PIAAC y TALIS, más el anual Panorama
de la Educación (Education at a Glance)
y una buena colección de indicadores
(se encuentran en su web), además de contar con un amplio catálogo
de monografías. PIAAC (el “PISA para adultos”) ha sido más bien
saludado aquí porque venía a alimentar la tesis de que nuestros
alumnos están mal porque sus padres estaban peor. TALIS, una
encuesta sobre y al profesorado, sólo lleva una edición publicada
(esta primavera saldrá la segunda, TALIS 2013) y es menos mediático,
aunque en muchos aspectos más interesante. El Panorama,
en fin, es un interesante informe que ofrece cada año una visión
general y se concentra además sobre algún aspecto de interés. No
faltará quien vean en todo esto tan solo la voz del
capital, o el
pensamiento único (neoliberal,
por supuesto), pero también se oyen cada vez más quejas de sentido
contrario: que la OCDE se ha sumergido en la corrección
política, que se ha apuntado al
buenismo pedagógico,
etc. Lo cierto es que se trata de un acopio de información y
conocimiento, en gran medida muy ponderado, que sólo cabe
descalificar si no se ha leído.
En
contraposición, el documento propone que decidan “la comunidad
educativa y la sociedad”, lo cual suena bastante bien... pero aquí
falta algo. Falta decir de qué mecanismos se servirán una u otra y
de qué parte se ocupará cada una. Es verdad que un manifiesto no
puede ir muy lejos ni entrar en detalles, pero limitarse a la
comunidad y la sociedad me parece muy desafortunado en las
circunstancias dadas. En vez de una abstracción como la sociedad,
hubiera preferido una mención a las instituciones o las autoridades
democráticas, aunque no implicase suscribir su actuación. El
Manifiesto enfrenta a las fuerzas beatíficas de la comunidad y la
sociedad con las fuerzas malignas del capital y la iglesia, pero eso
tiene poco que ver con la realidad. La mejor manera que la sociedad
ha encontrado de actuar, sea en la educación o en cualquier otro
terreno, han sido y son las instituciones democráticas, pero no es
inocente que no se mencionen en un texto que se abre llamando a la
desobediencia y
termina llamando a la resistencia.
Dejemos la resistencia, que es un concepto vago, pero es difícil
obviar el llamamiento a la desobediencia. En el mismo sitio de La
Educación que nos Une, una
segunda página, Desobediencia a la LOMCE,
llama a la desobediencia civil, que considera justificada ante una
ley “impuesta por el rodillo parlamentario contra la voluntad de la
comunidad educativa y la sociedad civil (…) en aquellos aspectos en
que sea incompatible con una escuela inclusiva y democrática.”
Toda
la retórica del mundo no podría ocultar lo esencial: estamos ante
el llamamiento a un grupo social, concretamente a un colectivo
profesional, para que se oponga y se imponga a una decisión
mayoritaria, legal y legítima que, por muy contraria que pueda ser a
los principios de dicho grupo, ha sido tomada por la sociedad a
través de su representación política. El “rodillo parlamentario”
puede ser un argumento interesante... entre parlamentarios, pero es
un peligroso disparate fuera del parlamento. La voluntad de la
comunidad educativa es dudoso que pueda considerarse reflejada
siquiera en el amplio frente contra la LOMCE, al fin y al cabo
constituido por un amplio abanico de organizaciones (no todas,
obviamente) del sector, pero la voluntad de la sociedad no lo está
ni puede estarlo en ningún sentido. La “(in)compatibilidad con una
escuela inclusiva y democrática” es, sin duda, un criterio de
valor muy importante en el debate sobre la política educativa, pero no basta con invocarlo para legitimar cualquier propuesta de acción, para empezar por su
imprecisión y ambivalencia.
Es
revelador que se invoque a “la comunidad educativa y la sociedad
civil”, por ese orden y no al revés, colocando a la parte por
delante -y por encima- del todo. En realidad la sociedad civil es
demasiado vaga y la comunidad educativa termina siempre reducida al
profesorado, o menudo al profesorado como vanguardia teórica y las
familias como carne de cañón. Es hasta algo cínico invocar ahora a
la comunidad educativa
contra el rodillo parlamentario,
sobre todo después de más de un cuarto de siglo (la vigencia de la
LODE) en que el rodillo del profesorado,
este sí, ha vaciado de contenido y de funciones a los consejos
escolares, sometiendo a alumnos y padres a la impotencia permanente.
Con la diferencia de que el rodillo del PP, por muy desagradable que
resulte, nace de haber ganado unas elecciones (y de no querer llegar
a acuerdos, claro está), pero el del profesorado no nace de nada
parecido, sino de una posición de poder.
Pero lo peor de este punto son sus silencios. Las instituciones
democráticas no son sagradas ni intocables, pero hay que tener
motivos muy serios y muy graves para ignorarlas. Y aquí contamos con
dos que no se mencionan: el sistema parlamentario, que incluye las
cámaras legislativas y los aparatos ejecutivos de nivel nacional y
autonómico, y los consejos escolares. La soberanía compartida de
los primeros es lo que hay que sostener frente a las estructuras de
gobernanza de hecho, no legitimadas democráticamente, que a veces se
les imponen (este sería el mayor riesgo general, aunque hoy por hoy
leve en el ámbito educativo, con la OCDE), y es la mejor expresión,
o la menos mala, de la voluntad de la sociedad; la decisión
compartida en los segundos, entre el profesorado y las familias,
siempre y cuando requiera acuerdos entre las partes -lo que nunca ha
sido el caso, dadas la mayoría absoluta del profesorado y la vis
atractiva del claustro-, es la
mejor vía de participación de la comunidad. No mencionarlas
siquiera es el preocupante paso previo para arrogarse su
representación desde cualquier instancia lejos de su control. O sea,
que se propone el mismo escamoteo de las instituciones democráticas
que se aseguraba no aceptar, aunque en otra dirección.
La
desobediencia civil, en fin, es una forma de lucha demasiado seria
para ser invocada cada vez que una ley no gusta. De la misma manera
que era inaceptable contra la Educación para la Ciudadanía
o lo habría sido contra la LOGSE o la LOE en general, lo es ahora
contra la LOMCE. Nació, se practicó y ha terminado legitimada para
situaciones en las que están en cuestión valores de gran
trascendencia para un ciudadano, como en la negativa a matar, y poco
o nada más, incluso en un sistema democrático, o para un abanico
más amplio de fines cuando se niega el carácter democrático del
sistema, pero no para que las dos mitades del funcionariado se
nieguen por turno a cumplir las leyes que no les gustan, por muy
explicable y razonable que pueda ser su disgusto.
No
deja de ser irónico, para terminar, que se pretenda justificar este
llamamiento (de eficacia muy improbable, por lo demás) a la
desobediencia civil citando un pretendido pasaje de John Rawls, La
justicia como equidad, que, con
seguridad, no existe (en realidad el Manifiesto toma cita de un
profesor indignado de Murcia que ya levaba un tiempo llamando a la
desobediencia, y todo hace pensar que es una versión libre y suelta,
de tercera o cuarta mano, de dos pasajes de otro libro, la Teoría
de la justicia). Una pifia
irrelevante, pero nada extraña cuando se piensa y escribe a la
ligera.
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