No tenía yo mucho interés en el programa sobre el 23-F, a
pesar del tema y a pesar de Évole, de modo que seguía pegado a mi ordenador,
retrasando la cena e intentando avanzar en un artículo sobre otro asunto
enteramente distinto, hasta que me senté a la mesa y comencé a ír
distraídamente la sucesión de participantes. No recuerdo en qué orden
aparecieron los invitados, pero sí quienes. Por lo que a mí respecta, algunos
podrían haber dicho eso o lo contrario: Alcaraz, Ónega, Anasagasti... A otros, en cambio, los
considero por encima de toda sospecha: Gabilondo, Mayor... La cuestión es que
no prestaba atención alguna hasta que no pude dejar de hacerlo. Le pregunté a
mi mujer, que llevaba más rato viéndolo: "¿Están diciendo que fue un
montaje?" Pues sí, era lo que decían.
En ese momento entré en una suerte de estado de suspensión
muy bien descrito, por cierto, en una vieja expresión lingüística: no lo podía creer. No estaba yo ni tan
alerta ni tan al tanto como para decir que aquello era un timo, tenía ya
conciencia de qué estaban diciendo; no podía decir todavía que el montaje fuera
la revelación del supuesto montaje pero, sencillamente... no podía creerlo.
Cualquiera entiende que las inexistencias no se demuestran, que no es lo mismo saber que algo es falso que no saber si es verdad. La vida enseña que el mundo -y España, mucho más- está lleno de gente que enseguida dice sí o no a cualquier cosa, pero yo suelo ser más bien escéptico y esperar. Casi diría que esa es la base de mi práctica profesional, desconfiar de lo que veo y oigo. No desconfío de las intenciones de quien me habla o me muestra algo, sino sencillamente de lo que me dice o me muestra. No creo que me quieran engañar, pero temo que se engañen. Y creo que me ayuda en mi trabajo, como sociólogo, incluso en la vida, pero también que puede resultar agotador tener cerca a alguien que todo lo pone en duda. El lema de omnibus dubitando encuentra rápida aceptación para las grandes preguntas de la vida, pero no para la política.
Cualquiera entiende que las inexistencias no se demuestran, que no es lo mismo saber que algo es falso que no saber si es verdad. La vida enseña que el mundo -y España, mucho más- está lleno de gente que enseguida dice sí o no a cualquier cosa, pero yo suelo ser más bien escéptico y esperar. Casi diría que esa es la base de mi práctica profesional, desconfiar de lo que veo y oigo. No desconfío de las intenciones de quien me habla o me muestra algo, sino sencillamente de lo que me dice o me muestra. No creo que me quieran engañar, pero temo que se engañen. Y creo que me ayuda en mi trabajo, como sociólogo, incluso en la vida, pero también que puede resultar agotador tener cerca a alguien que todo lo pone en duda. El lema de omnibus dubitando encuentra rápida aceptación para las grandes preguntas de la vida, pero no para la política.
El caso es que a mí no sólo me cuesta creerme casi todo,
sino ante todo y sobre todo las teorías conspiranoicas, no importa que sean
sobre la buena vida que lleva Elvis Presley en alguna isla del Caribe o sobre
la crisis como complot neoliberal para privatizar los servicios públicos.
Évole se prodiga ahora pidiendo disculpas a quien se sienta
molesto y explquicando que quería llamar así la atención sobre los muchos
interrogantes que todavía quedan en torno al fallido golpe y sobre el
secretismo oficial. Yo no comparto que queden tantos interrogantes, pues
prefiero aplicar la navaja de Occam, y sí comparto que es inaceptable que haya secretos 33 años después, aunque me parece poca cosa al lado de la falta
absoluta de transparencia de este país en tantas otras cosas que nos afectan
más ahora; pero no creo que el montaje de Évole vaya a cambiar eso.
Lo que sí creo es que tuvo el efecto secundario y no buscado, de poner a cada uno ante su propia in/credulidad, según para qué. Un test de cordura que algunos no pasaron -y me temo de ahí salen los más indignados. Quienquiera que llegase a creer siquiera por un momento que, después de treinta y tres años y con cientos o miles de personas más o menos implicadas en contra el golpe golpe, por fin se descubría la verdad, contraria a todo lo sabido hasta la fecha... tiene un problema. Un problema que debe solucionar en beneficio propio y de los demás. Con sólo que alguno lo haga, o al menos lo intente, ya podremos y tendremos que dar gracias a Jordi por la travesura.
Lo que sí creo es que tuvo el efecto secundario y no buscado, de poner a cada uno ante su propia in/credulidad, según para qué. Un test de cordura que algunos no pasaron -y me temo de ahí salen los más indignados. Quienquiera que llegase a creer siquiera por un momento que, después de treinta y tres años y con cientos o miles de personas más o menos implicadas en contra el golpe golpe, por fin se descubría la verdad, contraria a todo lo sabido hasta la fecha... tiene un problema. Un problema que debe solucionar en beneficio propio y de los demás. Con sólo que alguno lo haga, o al menos lo intente, ya podremos y tendremos que dar gracias a Jordi por la travesura.
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