7 feb 2012

Evaluación de centros: ni un palmarés ni un tupido velo

Para desdicha de los amantes de las respuestas simples, los problemas suelen ser complejos y las soluciones también. Un ejemplo de ello es el debate sobre la evaluación de los centros educativos. No hace mucho que en el sector se daba simplemente por sentado que no había nada que evaluar, pues los profesores sabían hacer bien su trabajo, poco podría aportárseles desde fuera. Unos, como los padres, los alumnos o las comunidades en las que están implantados los centros, por ser legos; otros, como las autoridades, la inspección o los investigadores y expertos, por estar alejados de la realidad del aula o por ser sospechosos de intereses ocultos. Pero las familias se preguntan, quieren saber, qué pasa en los centros a los que acuden sus hijos, y la sociedad se pregunta qué se hace con ese cinco por ciento del PIB que va a parar a la educación y que, según dicen, a sus agentes les parece siempre poco. Incluso los profesores se quejan de que reciben poca información de retorno sobre su trabajo, particularmente en España, como nos hizo saber e informe TALIS (y como no era difícil adivinar tras la inquietud, a veces la ansiedad, de tantos docentes sobre la idoneidad y los efectos de lo hecho cada dia en su trabajo). Los informes PISA han cambiado en buena medida el panorama, aquí como en otros países, de manera que sólo algunos recalcitrantes se oponen ya a cualquier evaluación. En España se acepta la legitimidad de PISA, funciona ya regularmente la Evaluación General de Diagnóstico y se van añadiendo otros instrumentos. Pero no por ello deja de haber un debate enconado. Unos creen que la evaluación de los centros, la publicación de los resultados y consecuentes clasificaciones y la elección de centro por las familias despejará rápidamente el panorama de la educación, favoreciendo la a los centros de calidad y obligando a reaccionar a los de no tanta, constituyéndose en la panacea que salvará al sistema educativo a través del mercado; otros, en el bando opuesto, exhiben el catálogo de los peligros que, según ellos, lo destruirán por la misma via, tales como la trivialización de la enseñanza en torno a los tests, las trampas al mecanismo por los profesores, la elección de los alumnos por los centros, la incapacidad de las familias humildes para elegir bien o la polarización del sistema. Para empezar, es harto difícil aceptar las objeciones de quienes se oponen a la evaluación. Me cuesta creer que en las mismas fechas en que se reclama la recuperación sin exclusiones de la memoria historica, en que Google pone a nuestro alcance cualquier información, en que reclamamos leyes de transparencia para todas las actividades de las administraciones públicas, en que se pide a políticos y periodistas y directivos y cualquier persona con proyección pública que revele sus ingresos o sus intereses económicos, en que Wikileaks desvela secretos diplomáticos y militares… haya quien todavía cree que los centros educativos pueden continuar en la atmósfera de secreto que los rodea. Y me asombra, además, porque sé que entre quienes más tozudamente se oponen a la evaluación de los centros y a que sea conocida por el público están muchos que reclaman transparencia a todas las instituciones… menos la suya. Pero el argumento de los efectos perversos no puede ser ignorado sin más. Son ciertos los riesgos de criterios inadecuados de evaluación, de teaching to the test (reducción de la enseñanza a lo que será evaluado), de que la elección añada a las diferencias sociales entre los alumnos una dinámica espiral de diferenciación de los centros, etc. Aunque ninguno de estos riesgos deja de tener su reverso: ¿quién pondría la mano en el fuego por los criterios con que cada profesor evalúa a sus alumnos?; ¿quién no no ha visto a sus hijos learning to the test: “Mamá, no me compliques la vida con esa bonita explicación, porque no es lo que me pide el maestro”?; ¿quién no sabe que estamos ante esa dinámica en espiral ya antes de la evaluación? ¿Cómo afrontar estos riesgos? No soy ningún experto en evaluación y, por tanto, no pretendo ofrecer una solución, pero sí me atrevo a hacer algunas sugerencias. La primera es que, antes que de evaluación, tenemos un problema de información, o, si se prefiere, de transparencia. No veo razón ninguna por la que, con unos clicks ante la pantalla o en un folleto impreso, todo ciudadano no pueda acceder a toda la información básica sobre cualquier centro que le interese: alumnado, profesorado, horarios, servicios, actividades, composición de la dirección y del consejo escolar, proyecto educativo, reglamento, programación, etc.: toda la información en la seb de cada centro y los parámetros y datos básicos en bases de datos que permitan comparar cuanto se quiera. La segunda es que los resultados académicos o de pruebas de nivel no son los únicos indicadores de la calidad de un centro. Antes incluso pueden interesar otros tales como la ratio profesor/alumno, la frecuencia de las tutorías con alumnos y padres, la tasa de absentismo docente, la formación y antigüedad del profesorado, la participación del personal en actividades de formación, el tiempo dedicado a actividades extracurriculares, extramurales y extraescolares, etc. En suma, un conjunto de indicadores de recursos y de procesos, sean éstos u otros. La tercera es que lo importante no son los resultados de los alumnos, que dependen de más factores que el centro, sino los resultados del centro para los alumnos o, dicho de la manera convencional, el valor añadido. Técnicamente estamos en condiciones de medirlo, y ese ranking sí que sería verdaderamente interesante: cuáles centros aportan más, y cuáles menos, a sus alumnos en igualdad de condiciones. De hecho creo que la única circunstancia en que podría aceptarse que no se diesen públicamente a conocer los resultados finales o absolutos centro a centro sería precisamente que se dieran los resultados relativos, es decir, los indicadores del valor añadido. A partir de los resultados, las administraciones podrían y deberían poner en práctica un conjunto de medidas para apoyar a los centros con un mal desempeño y, como último recurso, depurar responsabilidades, así como para dar a conocer las prácticas de los de mejor desempeño y otorgarles reconocimiento. Por otra parte, deberían vigilar estrictamente posibles prácticas fraudulentas y trabajar a favor de la homogenización del sistema en aspectos como el equipamiento, la mejora de proyectos, la movilidad de los profesores o el reclutamiento de los alumnos. No hay que olvidar que las ventajas del centro próximo al domicilio no se disipan por pequeñas diferencias de logro. En todo caso, ¿quién no querría en España una base de datos como ésta de la que se benefician las familias británicas cuando quieren decidir dónde escolarizar a sus hijos o saber cómo va el centro en que ya están escolarizados?

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