¿Qué ha sucedido para que la hermosa ciudad de Lyon, tercera de Francia, patrimonio de la humanidad, capital de la gastronomía, tranquila y confiada, devenga escenario no ya de la quema de automóviles (aquí era ya costumbre, aunque de baja intensidad), ni siquiera del toque de queda que un día antes de implantarlo era desechado por el prefecto, sino de ataques contra los transportes (autobuses, metro, autocares turísticos) que han provocado su cierre vespertino (anticipándose a una huelga), y las primeros escaramuzas entre jóvenes y policía en un gran centro urbano.
Resulta útil comparar el caso francés con el británico. Hace apenas quince días se disgnosticaba, a raíz de los atentados, el fracaso del modelo multiculturalista; ahora, los disturbios franceses, no sangrientos pero sí ubicuos, nos obligan a pensar el del modelo republicano. No hablo de comparar disturbios con atentados, sino los disturbios de aquí con los que en 1981 y 1985 asolaron las ciudades británicas, y quizá convenga empezar por lo más elemental, por el detonante o la causa inmediata. Porque, por mucho que hayamos de ir a las causas de fondo, no se nos debe escapar lo obvio: que se trata, en primer término, de una revuelta contra la policía, si bien se ceba poco en ella, dada su fuerza superior, y mucho en cosas e instituciones caras a la sociedad pero más indefensas. Aquí, la historia es reciente y conocida: Sarkozy, que quiere llegar a presidente explotando el filón electoral de la dureza contra la delincuencia, anunció que iba a limpiar algunos barrios y ciudades con Kärcher (epónimo de las pistolas de agua a presión que arrancan la suciedad más resistente) y dejarlos libres de chusma (racaille) y granujas (voyous), palabras que apoya un 56% de la población pero condena un 53% de los jóvenes, que enfurecen a unos y dan excesivas alas a otros. De lo primero, valga como testimonio la manera en que, al electrocutarse tres adolescentes en una central EDF (dos muertos y un herido grave) del mismo distrito, se extendió sin mayor fundamento el rumor de que huían de la policía, desencadenando los disturbios; de lo segundo, que justo donde fueron pronunciadas, en La Courneuve, cinco policías debieran luego ser expedientados por una paliza a un joven.
La historia británica fue parecida. En abril de 1981, la policía lanzó en Brixton, al sur de Londres, la Operación Pantano (swamp, ¡las palabritas!) contra la delincuencia juvenil, basada en una ley de 1824. Menudearon las muestras de prepotencia policial, pero el motín comenzó —según el Informe Scarman, de una respetada comisión independiente—, cuando un agente quiso auxliar a un joven negro que venía apuñalado en la espalda en una reyerta, quien, creyendo que iba a ser arrestado, quiso huir y, a partir de ahí, el resto: enfrentamiento de los jóvenes con la policía, rumores de que ésta le había denegado el auxilio, que no permitía que fuera atendido, que lo habían herido ellos mismos… y el motín, con incendio de coches y edificios y numerosos heridos en ambos bandos; una historia que se repetiría al poco en Handsworth, y de nuevo, en 1985, en éstas dos y en una docena más de ciudades, siempre con un guión similar. Podríamos incluso remontarnos a la larga saga de los disturbios norteamericanos, desde Newark en 1967, por la detención arbitraria y la paliza propinada a un taxista negro, hasta Los Ángeles en 1992, respuesta iracunda a la absolución por un jurado all white de cuatro de los cinco policías a los que el mundo había visto machacar a Rodney King. En suma, siempre un atentado contra la dignidad o un trato manifiestamente injusto, que puede ser cierto o no, pero da igual, pues el trasfondo combinado de un discurso político beligerante y una actuación policial prepotente se basta para otorgarle verosimilitud ante unos jóvenes enfurecidos. España va con retraso, pero cabría recordar los días de agosto de 2002 que dos barrios sevillanos, Amate y Los Pajaritos, estuvieron en guerra tras la muerte de un joven atracador por la guardia cicil.
Pero volvamos a las orillas del Canal de la Mancha. El segundo elemento en común entre las dos oleadas de disturbios es la presencia de un gobierno conservador que cercena poco a poco, pero con decisión, las políticas de bienestar. En el Reino Unido gobernaba desde 1979 M. Thatcher, quien desde el principio impulsó el recorte de los gastos sociales y la privatización de la vivienda, lo que golpeó en especial a los sectores más pobres en las zonas más deprimidas, aumentando el desempleo y las desigualdes, al menos hasta la recuperación de la segunda mitad de los ochenta. En Francia, el gobierno conservador en el poder desde 2002 ha dejado pudrirse las viviendas sociales, eliminado la policía de proximidad, reducido drásticamente las subvenciones a las ONGs que trabajan con los más desfavorecidos, etc. Son siempre zonas en las que el desempleo dobla la media nacional, y entre los jóvenes la triplica. A ello se unen un elevado fracaso y abandono escolares, familias desestructuradas, falta de equipamientos sociales y en especial para los jóvenes… Pero lo que pretendo argumentar no es que estas condiciones lleven directamente a la revuelta, lo que no es el caso, sino ésta procede de la combinación de la retirada de la protección social con una política de orden agresiva.
En uno y otro caso se trata de municipios, distritos y barrios que son la imagen misma de la pobreza y la marginalidad, de los que todos quieren salir pero solo algunos pueden. No son zonas con más o menos pobres, sino entornos aplastantemente miserables y feos en los que nada incita a la esperanza, como ya señalara aquí, proféticamente, Mitterrand. Y son concentraciones de inmigrantes y minorías que parecen dar la razón, ahora sí, al viejo dicho del 68: el tercer mundo empieza en los suburbios. Pero lo que ha traído a esto no ha sido ninguna política deliberada —estos barrios fueron concebidos, en su momento, como una forma de acceso a la vivienda y mejora de las condiciones de vida de la clase obrera autóctona—, sino la dinámica segregadora del mercado del suelo, el efecto agregado de la movilidad individual y la pasividad política. Hace medio siglo que Karl Polanyi señaló la singularidad de tres mercados basados en la ficciónd e considerar mercancías tres cosas que no lo son: la tierra (la naturaleza), el trabajo (el hombre) y el dinero (la cooperación y el intercambio económicos). Llama la atención el contraste entre la intervención estatal en ellos: muy intensa en el mercado del dinero, sostenida en el de trabajo y casi nula en el del suelo.
El efecto es que, cuando la concentración del trabajo ya no se presta a la movilización colectiva, la del desempleo sí que lo hace. Marx, Kautsky, Lenin y otros vieron en la reunión de los trabajadores en la fábrica las condiciones de su acción conjunta, y no se equivocaron, pues la gran industria fuela base del ascenso del movimiento obrero durante la mayor parte de la siglo XX y, su fragmentación, la de su progresiva desaparición para el XXI. Pero, cuando el trabajo se dispersa, el no-trabajo se concentra en esas áreas en descomposición y particularmente en sus calles, y su forma de explosión no es ya la huelga sino el disturbio destructivo, no estalla contra la producción, a la que no alcanzan, sino contra el consumo, que se despliega ante sus ojos: quemas de automóviles, saqueos… ¿podria ser más claro?
El tercer elemento es la dimensión étnica de los disturbios. De ningún modo debe exagerarse, ya que en ellos intervienen gentes de todos los orígenes, credos y colores, pero no hay duda de que predominan las minorías: inmigrantes o ciudadanos de origen árabe en Francia y de las Indias Occidentales (negros), o a veces asiáticos (ante todo pakistaníes), en el R. Unido. La imagen que evocan estos disturbios no son las barricadas de mayo, la utopía de los hijos de la clase media, sino la intifada, la ira de los que no tienen nada que perder. Frente a Marx y su joven discípulo común Lukacs, y la creencia de ambos en el papel movilizador de la posición de clase, Max Weber ya señaló el muy superior potencial comunizador (de provocar una acción común) del grupo étnico (y también, por cierto, del estamento, término con el que designaba al grupo definido por una posición común en los ámbitos del prestigio y del consumo —lo que hoy sería claramente el caso de la infraclase suburbana). No cabe dudar que compartir un origen, un aspecto, una tradición cultural, otra lengua o una religión facilita la comunicación y, por tanto, la acción en común, y esto sólo pueden contrarrestarlo otra comunidad que la étnica, la ciudadanía compartida, o la fractura de la comunidad étnica (y territorial) por la clase. Lo primero es precisamente lo contrario a la retirada del estado social y la parcialidad del estado policial a que antes nos referíamos. Lo segundo requiere lago más de detalle.
Es un lugar común en el mundo académico inglés, y últimamente francés, hablar de una etnificación de las relaciones sociales. Resulta una idea acertada, por ejemplo, ante la dañina propensión de la policía o de los medios a señalar la adscripción étnica de los delincuentes si corresponde a una minoría, o de las ciencias sociales a interpretar los problemas propios del proceso de inmigración en sí mismo bajo un prisma étnico o cultural. Pero no debe impedirnos ver que lo único capaz de romper el potencial anti-sistema de la etnicidad de las minorías es lo contrario, lo que cabría llamar la desclasificación de las relaciones étnicas, pues, si ha de quebrarse la identidad etnia-clase, la etnoclase, habrá de ser más bien por el lado de la clase, que no es más que la relación del individuo con la producción y la economía pública, extradoméstica, que por el de la etnia, que se sitúa del lado de la reproducción y la vida privada, familiar. Y aquí es donde resulta patente el problema de la tradición republicana gala, en particular la insuficiencia de cualquier dosis de liberté, égalité, fraternité. La prensa norteamericana se ha complacido estos días en añadir irónicamente un cuarto término: la réalité, ilustrado con las fotos de los disturbios, y no le falta razón. El igualitarismo abstracto obstaculiza aquí la introducción de medidas de discriminación positiva que hagan posible lo que hasta el hiperliberalismo estadounidense ha comprendido que el mercado no tiene fuerza para hacer: crear una clase media en las minorías que sirva de estímulo y dé esperanza al esfuerzo individual, a la vez que facilite su integración en una sociedad abierta.
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