Casi con seguridad todo el mundo, incluso toda la profesión docente, estará de acuerdo en que, a los cinco años de edad, todos los alumnos deben estudiar lo mismo, pero, a los veinticinco, cada cual debe buscarse la vida y responsabilizarse por su suerte. Sin recurrir a tan largas distancias, podemos encontrar un amplio consenso en torno a la primacía de la igualdad (aun con énfasis en el esfuerzo) en la enseñanza primaria y de la meritocracia (aun con énfasis en la igualdad de oportunidades) en la enseñanza superior. En el fondo, gran parte de las polémicas en y sobre nuestro sistema educativo provienen de la diferencia de estructuras, prácticas y creencias en las enseñanzas primaria y secundaria, sobre todo si reducimos la primera a los cinco o seis años iniciales pre y post-LGE y la segunda al bachillerato y la formación profesional, antiguos o actuales. Los debates han estado siempre en torno a la zona intermedia, fuera el final de la EGB (el tercer ciclo o segunda etapa) o el principio de la secundaria (la ESO). La primera dificultad es ahí objetiva, pues hay que transitar de la igualdad a la equidad, de la garantía a la meritocracia, de la igualdad de resultados a la igualdad de oportunidades; la segunda es organizativa, pues hay que pasar de una perspectiva global a otra disciplinar, a menudo de un centro a otro, etc.; la tercera es cultural, pues hay que coordinar, y a veces han de cooperar, maestros y profesores, es decir, dos colectivos con culturas y calores distintos, incluso definidos en mutua contraposición. La LOGSE apostó por una política igualitaria (unificación del tramo 14-16) que continuaba lo ya avanzado por la LGE (hasta los 14) y la LOCE lo hizo por la diversificación, los itinerarios, los superitinerarios (grupos de refuerzo, programas de iniciación profesional, proyectos de especialización curricular) y la promesa de barra libre para la acumulación de diferencias intra e intercentros. La reciente Propuesta para el debate del Ministerio de Educación y Ciencia, Una educación de calidad para todos y entre todos, tiene, en primera instancia, la doble virtud tratar de revertir la dinámica segregadora abierta por la LOCE, tal como se había comprometido a hacerlo la izquierda desde la oposición, pero sin ignorar, al mismo tiempo, que las propuestas integradoras de la LOGSE pudieron ser excesivamente simplistas y generar problemas imprevistos. El problema se percibe con relativa sencillez: cuanto más se prolonga el tronco común, más difícil resulta conseguir iguales resultados con alumnos diferentes. Sin embargo, antes de alarmarse conviene matizar estos adjetivos, “iguales” y “diferentes”. “Iguales” no debe entenderse como idénticos, de contenido igual, sino como equivalentes, de valor igual, lo cual abre la puerta a cierta diversificación atenta a las distintas preferencias y capacidades específicas de los alumnos (siempre que no caigamos en el sofisma del relativismo, de proclamar igual lo que no lo es, ni olvidemos que la equivalencia no debe sustituir a la igualdad sino coronarla o que muchos contenidos y capacidades son ineludibles). Hay equivalencia, por ejemplo, entre aprender inglés o alemán, entre estudiar sociología o economía, entre ir de la lección al experimento o de éste a aquélla o entre llegar al barómetro de Torricelli por Física o por Tecnología, pero no entre cursar Biología o Taller de Madera, entre Astronomía y Fotografía ni entre las versiones heavy y light de cualquier materia. “Diferentes”, por otra parte, no debe entenderse como si estuviésemos ante uno de esos juegos en los que un bebé tiene que encajar en unos agujeros hechos exactamente a la medida, distinguiendo unos colores y formas inamovibles. Ni la escuela ni los alumnos son de plástico duro, aunque a veces lo parezcan. El alumno cuenta con capacidades y recursos que no siempre tiene ocasión de emplear, y lo mismo puede decirse de los profesores y, sobre todo, de la organización escolar como tal. La nueva propuesta tiene el interés de tocar todos los palos, desde los más clásicos de la LOGSE (adaptaciones, diversificaciones, agrupamientos flexibles…), pasando por los que el reformismo consideraba tabú o un mal inevitable pero innombrable (repeticiones) y los que representan otro tanto para el profesorado (ampliaciones del horario o del calendario), hasta otros más novedosos y a la vez inciertos (tutorías de pares o mentores, compromisos con las familias…). Un abanico de medidas que, sin embargo, no puede funcionar como un catálogo de venta al público en el que cada centro elegiría según las presuntas virtudes de cada artículo: aquí un desdoble, allá unos mentores… La remisión de la capacidad de decidir a los centros será vista por algunos como una elusión de la responsabilidad, por otros como la ocasión de hacer de su capa un sayo y, por los más, como un desafío por encima de sus posibilidades y conocimientos, pero el nervio de la autonomía no reside en una imposible omnisciencia previa por su parte, que garantice de antemano y para siempre la mejor decisión, sino en su conocimiento sobre el terreno, en la posibilidad de seguimiento de los efectos directos e indirectos de las medidas adoptadas, de sus resultados inmediatos y de su encaje en el contexto más amplio de su proyecto. Entre las muchas sugerencias de la Propuesta, la más elemental, y la más prometedora, es también aquélla cuya ausencia resultaba antes más clamorosa para un espectador imparcial: el uso flexible del tiempo, y no con el condicionante de que nunca sea más sino precisamente con eso como primera opción. Es tan evidente que lo primero que puede y debe hacerse con un alumno en dificultades es dedicarle más recursos, y que el principal recurso es el tiempo del profesorado, que produce asombro, si no estupos, que tal opción no haya asomado en un papel oficial hasta hoy.[1] Como en la medicina curativa, esta medida debería ir siempre antes que cualquier otra más agresiva como los agrupamientos, puesto que con ella el alumno permanece en su medio escolar compartido y habitual y sólo es objeto de un trato diferenciado adicional o posterior y claramente perceptible como un plus, no como un minus. Todas las otras medidas son, señaladamente, de doble filo. Los agrupamientos diferenciados, cualquiera que sea la regla que sigan, entrañan el riesgo de estigmatizar a los alumnos afectados (si bien les pueden hacer llegar el mensaje de que la escuela se preocupa) y, aunque su finalidad declarada sea dedicarles más y mejores recursos (y no ser, ni parecer, la de librarse de su carga o de su mala influencia), a menudo, en la intersección entre la retórica institucional y las regulaciones burocráticas, sucede exactamente lo contrario, como cuando en vez de tener la dirección capacidad para asignarles los mejores profesores son éstos, por su categoría o antigüedad, quienes tienen y aprovechan la posibilidad de evitarlos y dejarlos a los más inexpertos, o cuando simplemente se genera una espiral de expectativas recíprocas descendentes entre profesores y alumnos. ¿Qué es lo que puede evitar la estigmatización o la discriminación acumulativa y asegurar un mensaje de preocupación y una discriminación positiva? Eso sólo puede hacerlo un buen proyecto educativo, en sentido fuerte. No ya un texto declarativo, sino un compromiso del conjunto del profesorado (por identificación con su contenido o por simple responsabilidad profesional) con el mismo, una dirección fuerte y eficaz en su aplicación, una comunidad activa, informada y exigente y un constante seguimiento y evaluación de su aplicación y sus efectos. [1] Fuera sí que lo ha hecho, por supuesto. La enseñanza centrada en el alumno, el trabajo en equipo, etc., lleva implícito un mecanismo autorregulador por el que el alumno que necesita más tiempo reclama más la atención del profesor. En sistemas escolares tan poco sospechosos de utópicos como el norteamericano, el profesor permanece en el aula después de la clase para atender las demandas de los alumnos. Uno de los más interesantes movimientos pedagógicos de finales del siglo XX, el milaniano o doposcuola (Milani, Barbiana), se centra precisamente en la prolongación del horario escolar. El autor de estas líneas ha insistido más de una vez en el absurdo, corporativamente conveniente y administrativamente holgazán, de someter al mismo horario a alumnos tan distintos (por ejemplo, en La jornada escolar, Ariel, 2002).
No hay comentarios:
Publicar un comentario