En los últimos tiempos, Rajoy ha venido repitiendo, para criticar la eventual retirada de las tropas de Iraq, que todos los terrorismos son iguales. Que yo recuerde, lo dijo ya hace casi tres años, poco después del 11-S, lo repitió después Trillo y, sobre todo, fue el eje de la intervención de Aznar en las Naciones Unidas, para cierto asombro de sus interlocutores; como no podía ser menos, Mayor hizo de eso su gran tema para las elecciones europeas (junto con el nacionalismo españolista), y la relativa recuperación electoral del PP en esa ronda (quizá más debida al CIS y sus encuestas) los habrá reafirmado en su convicción. Tan iguales se les antojan que ahí reside, a mi entender, su gran fiasco del 14-M. Los populares sabían, al igual que sus contrincantes, que la atribución de la masacre del 11-M a ETA les iba a dar votos, así como su adjudicación a Al Qaeda se los iba a quitar (y unos y otros sabían, también, que una mayor participación beneficiaría per se a la izquierda). Es tentador ver ahí motivo suficiente para el empeño en señalar a ETA cuando ya nadie lo hacía, pero, si no queremos (y no debemos) subestimar su cociente intelectual hemos de preguntarnos también por qué se arriesgaron a seguir manteniendo un farol que se derrumbaba por momentos. La respuesta, creo, es que, para ellos, todos los terrorismos son efectivamente iguales, y pensaron que el horror ante lo sucedido y el instinto de cerrar filas compensarían con creces las oscilaciones partidarias que pudiesen derivar del hecho de tratarse de un terrorismo u otro. Por lo demás, ese discurso del gobierno desde el 11-S era también, no se olvide, parte del esfuerzo por terminar de una vez por todas con la exasperante frivolidad de tanto bienpensante siempre dispuesto a ver a ETA con benevolencia,
Son iguales, ciertamente, si se contemplan solamente sus efectos. La diferencia entre la defensa propia y el terrorismo es que, en éste, los medios niegan algo (la vida de algunos y la seguridad de todos) de más valor en sí mismo que los fines (generalmente, unos objetivos políticos). El terrorista, cualquiera que sea su causa, traspasa la raya y debe ser tratado, simplemente, como un criminal. Pero la cuestión es por qué hay quien pasa esa raya, y eso es lo que distingue a un terrorismo de otro y, en función de ello, las políticas a adoptar. El terrorismo etarra tiene lugar en un escenario de amplias libertades democráticas, alto nivel de autogobierno e incluso viabilidad de una estrategia secesionista no violenta (que debería comenzar por defender sin ambages la secesión —no eufemismos como la soberanía, la autodeterminación, la voluntad del pueblo, etc., sino la secesión— en las contiendas electorales). Como no convence, trata de vencer, de imponer sus objetivos por la fuerza o, al menos, como mal menor. El terrorismo islamista, por el contrario, surge en un contexto de inexistencia de ley y arbitraje internacional efectivos, de escandaloso y humillante doble rasero para israelíes o palestinos, para el sátrapa saudí o el iraquí, para apoyar la invasión de Irán o combatir la de Kuwait, etc. “Donde no hay juez sobre la tierra, sólo queda la apelación al cielo”: estas palabras no son de Osama Ben Laden, sino de John Locke, el profeta del liberalismo político, y han sido siempre consideradas como una proclama del derecho a la insurrección contra el poder injusto.
Si no ha dejado de haber terrorismo etarra después de un cuarto de siglo de Constitución, de Estatuto de Autonomía, de cupo fiscal, de euskaldunización acelerada y demás, no ha sido porque el nacionalismo no avanzara en sus objetivos, sino porque su sector más radical vio la posibilidad de ir más lejos empleando otros métodos, porque al nacionalismo se le aceptaba todo, porque la kale borroka y la apología del terrorismo gozaban de una amplia tolerancia y los reveses de los terroristas prometían ser compensados el gran día, aparentemente cercano, en que las cárceles se abriesen y los héroes fueran acogidos en loor de multitudes. En definitiva, porque tenían muy poco que perder y mucho que ganar. En esas circunstancias, la respuesta debía ser invertir los términos: ninguna esperanza política y plena contundencia policial y judicial. En contra de la sandez habitual, hay que decir que la respuesta política adecuada no era otra que la respuesta policial. En mi opinión, fue esta percepción, no necesariamente articulada, lo que hizo que tuviera tan buena recepción la política llamada de firmeza democrática del gobierno popular, en particular la mano dura contra el entorno abertzale.
Por el contrario, el mundo árabe e islámico se siente cada vez más atacado y humillado desde Occidente y, no encontrando respuesta en unos regímenes corruptos demasiado ocupados de sí mismos (¿qué van a hacer o decir esos sátrapas que sangran a sus pueblos o expolian sus tierras sin otro fin que acumular riqueza y gastarla, si es posible, lejos de ellos?) se vuelve hacia quienes se la ofrecen, hacia quienes prometen vengar todos sus agravios y cambiar las circunstancias de la tierra a través de la apelación al cielo. El Estado de Israel, que tal vez nunca debió ser creado o recreado, pero que hoy debe ser ya aceptado como un hecho consumado y un mal menor, siempre que se mantenga en los límites y los términos de su creación, viola todos los días las fronteras establecidas y la legalidad internacional, reduciendo a condiciones de vida casi infrahumanas a un pueblo palestino que el más amplio pueblo árabe y la aún más amplia comunidad religiosa islámica consideran parte de sí mismos, y cuya suerte siguen cotidianamente en papel, audio y vídeo.
Que ETA atente selectivamente (aunque no tanto) mientras que Al Qaeda lo hace masivamente (aunque a veces contra objetivos de alto contenido simbólico) no depende de una diferencia entre los terrorismos, sino entre sus circunstancias. ETA tiene que convencer a su público potencial de que forma parte de una comunidad (vasca, en este caso) enfrentada a otra (“española”, es decir, el resto de los españoles), pero no puede ignorar que, en mayor o menor grado, su base y su público potenciales también se consideran o se sienten parte de comunidades más amplias, como la española o la humana. Así, los atentados selectivos pretenden señalar sólo el presunto peor lado del enemigo en construcción (militares, policías, políticos…) y, de paso, provocar respuestas que puedan ser presentadas como ataques indiscriminados contra el amigo también en construcción (todo el “pueblo vasco”). Por su parte, los atentados masivos e indiscriminados de Al Qaeda no hacen sino obedecer al pie de la letra las pretensiones del enemigo: ¿acaso no es el pueblo el soberano en las democracias occidentales? Una vez que se parte de la imposiblidad de caber frente al enemigo por medios militares convencionales, dada su aplastante superioridad, y que se opta por golpear directamente su cabeza o su corazón en vez de sus manos, la consecuencia es obvia: para combatir a una democracia hay que atacar al pueblo, lo mismo que en una tiranía habría que atacar al tirano.
En este sentido, no cabe duda de que la masacre del 11-M cambió los resultados del 14-M. Pero no porque el electorado sufriera un miedo repentino y pasajero, sino porque vio con toda claridad lo que no había visto antes: que, en esta era global, la política exterior es política interior. De los Estados Unidos siempre se ha dicho y sabido que su política exterior es parte de su política interior. De ahí los confusos nombres de algunos altos cargos enteramente centrados en la política exterior (secretario de estado, consejero de seguridad nacional), que aquí sonarían más bien a interior. Los norteamericanos han sabido siempre que, fuera por sus intereses políticos y militares (la guerra fría o el “nuevo orden mundial”) o simplemente económicos (los mercados internacionales, las inversiones en el exterior, las políticas económicas ajenas), lo exterior era para ellos, también, interior. Los españoles, en cambio, vivíamos en la complacencia de pensar que podíamos actuar impunemente en el exterior, ya que lo nuestro eran brindis al sol, sin consecuencias (ni siquiera los apoyos al Frente Polisario o la oposición a Obiang, los dos epifenómenos de nuestro patético colonialismo reciente, parecen tener el menor efecto). En esas circunstancias, apoyar la empresa militar de Bush posando en algunas fotografías, secundando a Blair en la paralización de la Unión Europea o enviando tropas en “misiones humanitarias” (para que norteamericanos y británicos se dedicaran libremente a las otras), parecía una jugada maestra: grandes beneficios (sentarnos a la mesa de los fuertes, incluso poner los pies en ella) y escasos costes (cierta impopularidad entre los árabes, pero éstos nunca iban a tomar represalias contra la querida Al Andalus). Y el electorado pudo así permitirse el lujo moral y político de tomar posiciones contra la guerra pero seguir votando a los guerreros, de manera que aunque más de un 90% se oponía a la aventura, la derecha volvió a ganar, a todos los efectos prácticos, las elecciones municipales y autonómicas de 15/3/2003, con gran asombro de una izquierda que no comprendía que la opinión anti-guerra no se tradujera en un mejor resultado en las urnas. Lo que hizo el 11-M fue romper el muro entre los ámbitos exterior e interior y, con ello y por ello, dar la victoria a una izquierda necesaria en el primero aunque poco convincente todavía en el segundo.
Aunque las pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq o de vínculos del régimen de Sadam con Al Qaeda nunca han llegado ni llegarán, lo que hizo el PP al apoyar la guerra de Bush fue lo mismo que había hecho aquí en su política contra ETA: extender la ofensiva a su presunto entorno (dentro, HB/EH y todo el submundo abertzale; fuera, los estados “gamberros”, el “eje del mal” y, sin decirlo, los palestinos, al dar carta blanca a Sharon). Pero lo que era correcto dentro, bajo una constitución democrática, un Estado de derecho y una cultura común, no podía serlo fuera, donde no hay juez sobre la tierra que pueda y quiera imponerse sobre las partes, ya que los que quieren no pueden y los que pueden no quieren. Transplantar la política antiterrorista interior al exterior es tan erróneo como lo sería trasplantar la exterior al interior (de hecho, eso es lo que fueron los años de tolerancia hacia el entorno abertzale: el error consistente en ignorar que, establecido y consolidado un entorno democrático, no había que tolerar nada sino todo lo contrario, y el PP, que fue el primero en comprenderlo, hizo bien en practicarlo y lo capitalizó electoralmente tanto en Euskadi como en el conjunto de España).
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