22 jul 2014

La universidad trivializa el plagio

    Copiar, soplar, la chuleta, han sido constantes de la enseñanza, pero el plagio en la universidad es otra cosa. En primaria y buena parte de la secundaria el alumno es menor, va obligado y es sólo uno más, pero el universitario es ya adulto, ha elegido estudiar y lo que estudia y lo ha hecho para entrar en el mercado de trabajo por la puerta grande, como profesional. El día de mañana sus clientes, su público o la ciudadanía confiarán en ella o él como funcionario, periodista, médico... Nadie pretende que sea un genio, pero sí que actúe con criterio. Por eso el plagio es inadmisible en un estudiante. No se me escapa que, en el entorno digital y en la universidad, el problema implica otros muchos aspectos, entre los cuales la construcción colaborativa del conocimiento, el uso de internet, la sustitución en la propia docencia de las fuentes originales por refritos ni siquiera siempre reconocidos, etc. pero ahora sólo quiero ocuparme del acto en sí como violación voluntaria de una norma y de la tibia respuesta al mismo.
    Pueden aducirse diversos motivos contra el plagio. Uno son los derechos de autor, mal llamados propiedad intelectual, pero esos no me interesan ahora, pues creo que están más bien sobreprotegidos y no se ven vulnerados por el plagio estudiantil (aunque CEDRO cobraría a los estudiantes si pudiera). Otro es el reconocimiento, algo que todo ser humano busca pero mucho más en el ámbito académico e intelectual, donde normalmente se acepta de buen grado dar y compartir, en una suerte de economía del don y del procomún, pero con el prestigio de la autoría como sustituto de una compensación económica directa e incluso reclamo de otra indirecta. Un tercero es el simple progreso del conocimiento: si quiero saber más sobre una idea necesito saber de dónde viene para poder ampliar mi información. Además, en un contexto de sobreabundancia de información, la especificación de las fuentes elegidas es una condición necesaria para valorar su veracidad.
    Pero, cuando llegamos al plagio universitario, la cuestión esencial es la capacidad y la honestidad. Quiero estar seguro de que mi cardióloga o mi asesor fiscal saben lo que dicen y lo dicen con fundamento -y, si no, no lo dirían-, y no tener la duda de si lo acaban de leer en cualquier web, pero ¿qué garantía puedo tener si la universidad propicia, tolera o es simplemente incapaz de combatir el plagio?
    Esto es lo que sucede cuando, como vi durante años en Salamanca ­–allí se creó El Rincón del Vago–y veo ahora en la Complutense, los estudiantes plagian a veces incluso sin creer que lo hacen –lo cual quiere decir que no es la primera vez que lo hacen–  o, lo que es más común, con plena conciencia de hacerlo pero, con la tranquilidad de que, si se descubre, el único coste será la pérdida de la convocatoria. Si puedes plagiar y, caso de ser descubierto, sólo pierdes eso ¿por qué no intentarlo? Después de todo no pierdes más que con no estudiar, puedes ganarlo todo y, en el peor de los casos, siempre te queda estudiar como los demás. Es como si se pudiera hurtar en un comercio sin otro riesgo que perder un poco de tiempo: si lo logras, óptimo; si no hay suerte, lo devuelves; si te sigue interesando, puedes volver luego con dinero, que aquí no ha pasado nada.
    El último caso de plagio que he tenido ha derivado ya en una astracanada. Una alumna plagia su trabajo de fin de grado (no es una novata recién llegada del insti) de forma profusa, lo descubro, la suspendo y... recurre argumentando no sólo que no sabía que fuera plagio, que no era su intención, etc., sino que yo debía haberla avisado a tiempo. La presentación de mi asignatura incluye amplia información sobre formatos de trabajos, protocolos académicos, qué es y qué no es plagio y, aunque no lo hiciera, si al terminar la carrera hay alguien que todavía no lo sabe, es que verdaderamente tenemos un problema, o varios. Pero la alumna aduce que debería habérselo dicho cuando vi su trabajo y antes de calificarlo, para que pudiese corregirlo; y, como prueba de que podría haberlo hecho y lo habría hecho, y de que considera suficiente hacerlo así, envía de nuevo el mismo trabajo con algunas comillas y referencias añadidas: ¿Lo ven? Esto equivale a lo que un tribunal ordinario consideraría un recurso temerario, obligando al recurrente, al menos, a pagar las costas. El tribunal académico, con buen criterio, ha desestimado la reclamación, pero tampoco ha querido ni podido ir más lejos que aceptar el suspenso.
    El plagio no es un problema técnico sino ético. Por parte del plagiario, su comisión revela una conducta que no es la que queremos de un profesional; por parte de la universidad, tomarlo a la ligera implica que no podemos garantizar a la sociedad que tras nuestras acreditaciones haya profesionales honestos ni capacitados. Si el único efecto del descubrimiento del plagio es la pérdida de una convocatoria o, como quiere mi alumna, un aviso a tiempo para corregirlo, estamos ante un claro efecto llamada. No creo que la mayoría de los mortales encajen en el modelo Econ, Cálculus u homo económicus, menos aún a esas edades y en sus estudios –es decir, no creo que sólo quieran aprobar al menor precio en esfuerzo y a cualquier precio moral–, pero bastará con que haya unos cuantos, que siempre los hay, para que la lenidad de las normas universitarias los anime a probar suerte y convierta a los profesores en cazadores de plagios. Por el contrario, la gravedad de las consecuencias del plagio sobre la formación y la selección del profesional, en términos técnicos como éticos, debería considerarse suficiente para que su comisión fuera sancionada con medidas más fuertes, de efectos no solamente restitutivos sino disuasorios y ejemplarizantes.


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