Es un lugar común en las conversaciones entre
y con profesores la idea de que no gozan del apoyo ni del
reconocimiento adecuados, sea en términos materiales (remuneración,
condiciones de trabajo, recursos, autoridad) o simbólicos
(prestigio, reconocimiento, imagen pública). Para sustanciarlo
siempre hay disponible un stock de anécdotas sobre
el-caso-del-compañero-al-que-le-sucedió-esto-o-lo-otro,
lo que desde luego no es difícil con cerca de setecientos mil
docentes y más de ocho millones de alumnos. Sin embargo, como he
mostrado en otros escritos (remito a entradas recientes en
mi blog o en
el blog del INEE, así como a un par artículos
anteriores en Revista de Libros y en
Papeles de Economía y a una comunicaciónal Congreso de Sociología, para no
repetirme), cuando pasamos de las anécdotas a datos más
sistemáticos recogidos mediante estadísticas y encuestas, el
panorama es enteramente distinto.
De hecho, una encuesta tras otra muestra que el
profesorado goza de un elevado prestigio. Los estudios generales
dedicados a comparar el prestigio de las profesiones colocan siempre
a los docentes en un rango medio-alto, mejor que el de la mayoría de
otros grupos profesionales: así, por ejemplo, desde un viejo estudio
del CIS
en 1996 hasta el más reciente de ASPen 2013, cuya comparación también indica que
no ha caído en casi veinte años. Las preguntas al respecto
incluidas en encuestas específicamente centradas en la educación,
sea entre los padres de alumnos (Encuesta
Fuhem 2005) o entre la población general
(Barómetro
de Julio 2005 del CIS), dicen exactamente lo
mismo. Y sondeos de ámbito europeo sobre confianza en las
profesiones, como el European
Mindset de a FBBVA o el Trust
Index de GfK, también, e incluso mejoran la
percepción de la docencia respecto de otras profesiones, colocándola
en cabeza con médicos y bomberos, y sitúan a los docentes españoles
mejor que a los de otros países. Incluso una reciente encuesta
de ADECCO añade que, pese a tanta queja, son
los más felices en su trabajo, en esto incluso por delante de los
adorados bomberos.
¿Qué es lo que falla, entonces? ¿Cómo se
compagina esto con el aparente pesimismo de muchos docentes o con el
catastrofismo de que hacen gala sus organizaciones, desde las
habituales demandas de dignificación
de la profesión docente, pasando por la financiación de
pseudoestudios sobre violencia en las aulas, hasta montajes
publicitarios como un autodenominado Defensor del Profesor?
Permítaseme señalar algunos factores, en una tentativa de
explicación.
Un primer cambio radica en
que el profesor tiene hoy una formación similar y equivalente a la
de hace una, dos, tres, cuatro generaciones, pero la formación de la
población ha aumentado de manera espectacular y lo va a seguir
haciendo. El profesor sigue y seguirá encontrando alumnos
procedentes de familias con muy escaso capital cultural y escolar,
pero también otros, cada vez más abundantes, con un capital
familiar igual y superior al suyo. En España cunde la idea de que el
padre-problema es ese que no apoya los estudios del hijo o que entra
en la escuela como un caballo en una cacharrería, pero esta es una
visión discutible. Hace ahora tres años, en Tokio, entrevisté a
unos profesores y, al preguntarles por su relación con las familias,
me dijeron algo que me sorprendió oír de su boca (de boca de la
intérprete, para ser exactos), pero me pareció más sincero y
acertado: lo que les inquietaba no era eso, sino la familia de alto
nivel cultural y académico que podía cuestionar en cualquier
momento lo que ellos decían a sus alumnos (también es cierto que
Japón es una sociedad de base más homogénea y alumnos más
disciplinados, pero es que profesores lo son mucho más). La
confianza de los padres en los profesores es alta y no ha disminuido
-yo diría incluso que es apriorísticamente excesiva, que tiene un
punto de síndrome de Estocolmo, que confían porque necesitan
hacerlo para estar a gusto consigo mismos-, pero ya no es un cheque
en blanco. En contra de lo que a veces se afirma, llegado el caso los
padres no dan crédito inmediato a las quejas escolares de los hijos,
sino todo lo contrario. Pero la actitud de sumisión incondicional
ante el profesor -aquello de: “Usted péguele, señor maestro, o
dígamelo y ya lo haré yo”- ha pasado a la historia, y cuando los
padres ven llegado el momento de protestar por algo están en mejores
condiciones de hacerlo que antes.
Un segundo cambio
importante tiene que ver con la propia estructura de las escuelas.
Los profesores detectan fácilmente, con razón, el deterioro de su
autoridad sobre los alumnos, particularmente sobre los de más edad y
menor vocación académica, pero no hacen lo propio con el deterioro
de la autoridad de los directores, los inspectores o -perdón por la
redundancia- las autoridades educativas. En el sistema escolar
español puede decirse sumariamente que los directores no dirigen,
los inspectores no inspeccionan y las autoridades han perdido mucha
autoridad. Si los directores no dirigen es en gran medida porque el
propio profesorado ha querido y sabido librarse de su autoridad,
fomentando la llamada dirección participativa
(elección del director, de hecho, por y entre los profesores), que
convirtió a España casi en una excepción planetaria, y porque el
funcionariado es inamovible, pero una consecuencia de esto ha sido la
desaparición de una instancia a la que remitir los casos más
complicados de disciplina, lo cual ha puesto al profesor en la
difícil posición de ser a menudo juez y parte, lo que a la larga,
lejos de fortalecer su autoridad, la mina de forma inexorable, dado
que no puede recurrir a la fuerza. Los inspectores han pasado de ser
un temido control a ser simplemente parte del paisaje, lo que no es
sino un aspecto más de la falta de mecanismos eficaces de rendición
de cuentas por profesores y centros tanto ante las autoridades como
ante su público. Y las autoridades educativas se ven cada vez más
cuestionadas en todos los terrenos, no importa que se trate de la
distribución de recursos, la determinación de horarios y
calendarios, la presencia de símbolos públicos en las escuelas, las
evaluaciones externas... y quien más agriamente las cuestiona es el
propio profesorado. Lo extraño sería que todo lo que estaba por
encima del profesor se derrumbase pero su autoridad sobre lo que
queda por debajo se viera fortalecida.
Un tercer cambio es
todavía de mayor calado, aunque sus efectos sean menos
inmediatamente visibles. La escuela, sin más, va perdiendo atractivo
en la sociedad de la información. Lo que antes era para muchos la
única ventana al mundo más allá de un entorno y una experiencia
muy limitados, para quienes apostaran por ello una vía segura aunque
esforzada hacia la movilidad social y para todos el lugar natural del
saber y del aprendizaje, hoy, en esta sociedad digital, global y
transformacional, ha dejado en buena medida de serlo. La ciudad y la
red proporcionan mil vías de acceso a todo tipo de información y
conocimiento, con frecuencia en forma bastante más atractiva y sin
exigencias. La educación se ha visto reforzada como condición
necesaria para alcanzar una posición social deseable, pero al mismo
tiempo se ha visto debilitada como condición suficiente. Para los
alumnos no es de ninguna manera obvio por sí mismo que estén
empleando su tiempo en los aprendizajes más necesarios ni que lo
estén haciendo de la mejor manera posible, y es difícil
convencerlos de ello, lo que se traduce en malestar. La consecuencia
de esto, combinado con el carácter forzado, obligatorio (doce años)
y cuasi obligatorio (otros tres más antes y otros dos, al menos,
después), de la escolaridad, es que los centros, sobre todo los de
secundaria, cuando los alumnos van creciendo y pensando ya por cuenta
propia, se convierten en ollas a presión, una presión cada vez
mayor, y los docentes se ven agitados como los tapones que son de sus
válvulas. Pero hay que entender que son gages del oficio
o, al menos, que no habría tanta gente en el oficio -incluidos,
quizá más que ningún otro, los más quejosos-, si no fuera por ese
carácter obligatorio y expansivo de la institución que absorbe y
retiene a los alumnos menos dispuestos. No se puede tener todo.
Por último, no cabe
ignorar la función instrumental de tanto lamento. Así como entre
los actores se ha puesto de moda celebrar lo felices que se sienten
de que les paguen por hacer lo que les gusta (bien es verdad que a
algunos les pagan muy, muy bien), entre los docentes parece que la
moda es la contraria. Sin embargo, se mire como se mire, el de
docente es un empleo relativamente bien pagado (para escépticos
baste un
informe europeo), con unas condiciones de trabajo extrínsecas
que el resto de los mortales considera envidiables (ya saben:
vacaciones, festivos, horario, autonomía...) y con un atractivo
intrínseco que la mayoría de otros empleos no tienen (es más
motivador y gratificante tratar con personas, en particular educar a
niños y adolescentes, que despachar pescado, cambiar neumáticos o
hacer anotaciones contables, creo yo). Ahora bien, como reza el viejo
dicho gallego, o que non chora non mama.
La descripción catastrofista de la situación del profesorado es una
herramienta útil a la hora de reclamar mejoras, sean justas
reivindicaciones o privilegios de difícil justificación, y los
sindicatos docentes, que lo saben bien, suelen ir tan lejos como
pueden. De ahí ese contraste entre el discurso apocalíptico que
predomina en la opinión publicada,
que es la que manejan las fuerzas organizadas y los actores más
empeñados, y la opinión pública,
que es la que expresan, aun con todas sus limitaciones mejor que
ningún otro instrumento, las encuestas.
Este post se publicó originalmente en el blog de
Carlos Arroyo en El País, Ayuda al Estudiante
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