[Con esta entrada compartida inicio una
colaboración mensual en el blog del INEE]
Es un lugar común en los mentideros de la educación y en
conversaciones sobre esta que el prestigio de la profesión docente anda, cada
vez más, por los suelos. Es ese tipo de meme
que resiste incólume la prueba de la realidad. Por tanto, quien no quiera que
los datos le echen a perder una rotunda opinión, que no siga leyendo. Pero, si
no es así, quizá quiera bucear en la evidencia reciente.
V. Pérez Díaz y J.C. Rodríguez publicaron hace poco El prestigio de la profesión docente en
España: percepción y realidad, cuyo título, sin decirlo, ya anticipa, a
buen entendedor, los resultados. Los autores no preguntan a los docentes sino a
la sociedad, que es la que otorga el prestigio (lo otro es la autoestima).
Utilizan para ello los índices PRESCA-1 y PRESCA-2, elaborados hace años por J.
Carabaña y C. Gómez Bueno para un estudio general sobre el prestigio de las
ocupaciones (ver).
Y encuentran que, en una escala 0-100, la sociedad otorga a los profesores un
prestigio medio-alto: 68.2 a maestros y 68.4 a profesores de secundaria. Muy
cerca de los de universidad (73.4), con quienes suelen compararse; no lejos de
economistas (70.1) o abogados (67.2), por mencionar dos profesiones distantes;
muy por encima de periodistas (64.2) y bibliotecarios (55.2); lejos, eso sí, de
los envidiados médicos y los míticos bomberos (81.4).
Este es un estudio más sistemático y sofisticado, pero ya contábamos con una
colección de encuestas que venían a decir lo mismo. En 2011 el estudio European
Mindset, de la Fundación BBVA, otorgaba a los maestros españoles un 7.6
sobre 10, por encima aquí de los médicos (7.5) y, en Europa de sus propios
colegas (7.0). Otra encuesta de GfK, el Ranking de confianza
en las profesiones (Trust Index)
otorgaba a los docentes de primaria y secundaria, juntos, una confianza del 92%
sobre 100, por encima de la media europea del 86%.
Tampoco se confirma la idea de una caída en picado del prestigio
en el tiempo. Los índices elegidos permiten comparar los resultados para los
maestros hoy con los de la encuesta para la que fueron creados, en 1991, donde
obtuvieron 70.2, y los de otra parecida del CIS, de 1994 (estudio
2126), de 71.3. Para los profesores de secundaria no es posible una
comparación en bloque, ya que no figuraban como tales, pero sí con subconjuntos
de ellos como los de Matemáticas (66.2 en 1991) y Arte (67.6 en 1994). O sea,
leve descenso de los primeros, leve ascenso de los segundos y nada que
justifique las opiniones en boga.
Agrupando los resultados de dos encuestas propias (la del estudio
mencionado y otra de
2008) en una escala normalizada de 1 a 5, Pérez Díaz y Rodríguez calculan
que los profesores de secundaria tendrían 3.7 puntos en una escala de 1 a 5,
menos prestigio que el que creen que deberían tener (4.5) pero más que el creen
que se les concede (2.3). Esto es lo más difícil de explicar: el hiato entre
cómo la sociedad valora al profesorado y cómo cree este que lo valora.
Curiosamente, este hiato se ha transmitido a la propia sociedad, pues cuando se
pregunta a padres de alumnos y a ciudadanos la historia se repite con una
consistencia estadística y una inconsistencia lógica pasmosas. Así resultaba en
un Barómetro
de julio de 2005 del CIS, en el que 63.9% de los ciudadanos afirmaban
valorar bien o muy bien a sus profesores, pero creían que solo lo hacia así el
33.5% del resto. Los padres de alumnos, en una encuesta de la FUHEM del mismo año, aseguraban en un 83.7% que su familia valoraba
positivamente a los profesores, pero lo reducían al 38.8% para los demás. Pérez
Díaz y Rodríguez atribuyen esta disonancia, aunque con cautela, a la imagen de
la educación que proporciona la prensa, pero ¿dónde se informa la prensa?
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