En la CA de les Illes Balears la cuestión de la lengua vehicular se ha convertido en un choque de locomotoras, y de los peores posibles. Por un lado, entre los nacionalismos españolista y catalanista; por otro, entre un govern con ribetes autoritarios y un profesorado que quiere autogobernarse, como si hubiera descendido del cielo y se autofinanciara.
De un lado el PP, para el que la lengua vehicular de la enseñanza debe ser una elección familiar, como si la escolarización fuese un mero servicio al cliente y no, también y antes, un instrumento de (re)construcción de la ciudadanía y la cohesión social; del otro, un conglomerado ultracatalanista con amplia base entre el profesorado que, repitiendo una y otra vez el mantra nunca demostrado de que la inmersión lingüística en catalán traerá cohesión social, pugna por la utilización exclusiva de este como lengua vehicular y, de paso, se opone a la ampliación del inglés con argumentos algo sospechosos.
En las comunidades con lengua propia debe protegerse el derecho y el deber de todos los escolares a aprender ambas lenguas, la propia (catalán, gallego, vascuence) y la común (español). El derecho responde a su origen (su lengua materna, sea cual sea) y a su destino (la ciudadanía en una comunidad bilingüe); el deber es un deber de ciudadanía, el reverso del derecho de los demás (a entender y hacerse entender en cualquiera de las dos lenguas) y la expresión de que la educación, y la lengua en que tiene lugar, no es mera cuestión y opción individual, sino también social y política. La escuela es, además de otras cosas, el instrumento del demos.
Después, pero sólo después, viene el problema de si tal o cual lengua, la propia o la común, está en desventaja, se pierde o se deteriora en caso de no ser privilegiada como lengua vehicular. A priori es muy razonable, pero rápidamente se convierte en falaz. ¿Qué quiere decir privilegiar? ¿Se trata de darle prioridad en comparación con la otra o de concederle la exclusiva? El medio es el mensaje, decía McLuhan, y eso es mucho más cierto en la escuela que en las ondas electromagnéticas. La vehicularidad de la lengua es la expresión de la ciudadanía. La lengua se que utiliza para acceder a otros saberes o practicar otras actividades es la lengua de la ciudadanía; la que sólo se aprende como lengua es una lengua ajena, extranjera, da igual que se trate del chino, del inglés, del español, del catalán o del esperanto. La ciudadanía compartida (balear y española, en este caso) tiene su expresión en una vehicularidad compartida de las lenguas. La ciudadanía excluyente la tiene en el uso exclusivo de una lengua, no importa que se haga en nombre de la libertad individual o de la cohesión social: ambas justificaciones son falsas. El ultraliberalismo del PP viene a decir: aunque viva y tenga a mis hijos escolarizados en Mallorca o en Barcelona, su lengua es el castellano, por encima de la lengua propia de la comunidad; el totalitarismo suave pero insidioso del conglomerado nacionalista viene a decir: si quieres ser parte de esta comunidad, habrás de pasar por el aro de prescindir de la lengua común y de tu lengua materna, si es esa.
Compensar la presunta debilidad de una lengua frente a otra en las comunidades bilingües sería, en realidad, mucho más fácil si no se tratase como un argumento demagógico. Bastaría con indexar el uso de cada una de las lenguas como vehicular en función (inversa) de su uso o dominio real, sin otro límite a la hora de priorizar la lengua más necesitada de ello que el de no expulsar a la otra como vehicular. Ni 50/50% ni 100/0%, sino lo que en cada caso y momento se necesite. Todos los años contamos con una o más pruebas lingüísticas que nos dicen cuál es el grado de salud y de conocimiento de las lenguas, y todo lo que hay que hacer es reforzar en cada momento la lengua en desventaja.
Me da apuro pensar que haga falta explicarlo pero, por si acaso, lo haré. Supongamos que en un año dado evaluamos el uso del catalán y del castellano por los alumnos baleares en pruebas puntuadas sobre una base 100, y que la puntuación media obtenida es de 60 y 90 puntos respectivamente: para compensar, las escuelas deberían entonces corregir ese desequilibrio ofreciendo la enseñanza en una proporción inversa, 90/60, es decir, el 60% en catalán y el 40% en castellano. La idea es simple y su implementación requeriría entrar en muchos más detalles, pero de escasa complejidad. Si se suma el inglés, habrá simplemente que repartir lo que queda. El cálculo podría ser distinto para cada isla, para cada ciudad, para cada centro, para cada etapa, para cada grupo e incluso para cada alumno, aunque, lógicamente, habría restricciones económicas, temporales y funcionales a la hora de hacer los ajustes. No voy a entrar en los detalles, que son secundarios, pero sí quiero añadir algo: si alguien cree que es demasiado complejo o impracticable, y lo hace desde la profesión docente, que cambie de profesión, a ser posible a otra que dependa menos de su capacidad intelectual. Otra cosa es que prefiera el café para todos, el café a su solo gusto o el café a capricho de cada cual, en cuyo caso será posible debatir y negociar.
En cuanto al inglés, está claro que es hoy imprescindible, que su aprendizaje es posible sin merma del de la/s lengua/s autóctona/s (los niños la capacidad de hacerlo, véase si no el caso de Holanda o los países escandinavos) y que nuestros centros y nuestros profesores, sin embargo, no tienen la capacitación adecuada, en conjunto, para ello. Por lo tanto, hay que reformar de manera eficaz, ya, la formación inicial del profesorado, pero esto sólo producirá efectos (y limitados) a medio plazo. Mientras tanto (y seguramente siempre, aunque en medida decreciente), habrá que recurrir a docentes anglohablantes, a no ser que queramos sacrificar, con buenas palabras, a las cohortes ahora escolarizadas y las próximas. Me temo que por ahí vaya también, en parte, la oposición a la introducción "apresurada" de la enseñanza trilingüe (como a la bilingüe en Madrid y otros lugares), pero conviene no olvidar que empleamos profesores para educar a los alumnos, no al revés.
De un lado el PP, para el que la lengua vehicular de la enseñanza debe ser una elección familiar, como si la escolarización fuese un mero servicio al cliente y no, también y antes, un instrumento de (re)construcción de la ciudadanía y la cohesión social; del otro, un conglomerado ultracatalanista con amplia base entre el profesorado que, repitiendo una y otra vez el mantra nunca demostrado de que la inmersión lingüística en catalán traerá cohesión social, pugna por la utilización exclusiva de este como lengua vehicular y, de paso, se opone a la ampliación del inglés con argumentos algo sospechosos.
En las comunidades con lengua propia debe protegerse el derecho y el deber de todos los escolares a aprender ambas lenguas, la propia (catalán, gallego, vascuence) y la común (español). El derecho responde a su origen (su lengua materna, sea cual sea) y a su destino (la ciudadanía en una comunidad bilingüe); el deber es un deber de ciudadanía, el reverso del derecho de los demás (a entender y hacerse entender en cualquiera de las dos lenguas) y la expresión de que la educación, y la lengua en que tiene lugar, no es mera cuestión y opción individual, sino también social y política. La escuela es, además de otras cosas, el instrumento del demos.
Después, pero sólo después, viene el problema de si tal o cual lengua, la propia o la común, está en desventaja, se pierde o se deteriora en caso de no ser privilegiada como lengua vehicular. A priori es muy razonable, pero rápidamente se convierte en falaz. ¿Qué quiere decir privilegiar? ¿Se trata de darle prioridad en comparación con la otra o de concederle la exclusiva? El medio es el mensaje, decía McLuhan, y eso es mucho más cierto en la escuela que en las ondas electromagnéticas. La vehicularidad de la lengua es la expresión de la ciudadanía. La lengua se que utiliza para acceder a otros saberes o practicar otras actividades es la lengua de la ciudadanía; la que sólo se aprende como lengua es una lengua ajena, extranjera, da igual que se trate del chino, del inglés, del español, del catalán o del esperanto. La ciudadanía compartida (balear y española, en este caso) tiene su expresión en una vehicularidad compartida de las lenguas. La ciudadanía excluyente la tiene en el uso exclusivo de una lengua, no importa que se haga en nombre de la libertad individual o de la cohesión social: ambas justificaciones son falsas. El ultraliberalismo del PP viene a decir: aunque viva y tenga a mis hijos escolarizados en Mallorca o en Barcelona, su lengua es el castellano, por encima de la lengua propia de la comunidad; el totalitarismo suave pero insidioso del conglomerado nacionalista viene a decir: si quieres ser parte de esta comunidad, habrás de pasar por el aro de prescindir de la lengua común y de tu lengua materna, si es esa.
Compensar la presunta debilidad de una lengua frente a otra en las comunidades bilingües sería, en realidad, mucho más fácil si no se tratase como un argumento demagógico. Bastaría con indexar el uso de cada una de las lenguas como vehicular en función (inversa) de su uso o dominio real, sin otro límite a la hora de priorizar la lengua más necesitada de ello que el de no expulsar a la otra como vehicular. Ni 50/50% ni 100/0%, sino lo que en cada caso y momento se necesite. Todos los años contamos con una o más pruebas lingüísticas que nos dicen cuál es el grado de salud y de conocimiento de las lenguas, y todo lo que hay que hacer es reforzar en cada momento la lengua en desventaja.
Me da apuro pensar que haga falta explicarlo pero, por si acaso, lo haré. Supongamos que en un año dado evaluamos el uso del catalán y del castellano por los alumnos baleares en pruebas puntuadas sobre una base 100, y que la puntuación media obtenida es de 60 y 90 puntos respectivamente: para compensar, las escuelas deberían entonces corregir ese desequilibrio ofreciendo la enseñanza en una proporción inversa, 90/60, es decir, el 60% en catalán y el 40% en castellano. La idea es simple y su implementación requeriría entrar en muchos más detalles, pero de escasa complejidad. Si se suma el inglés, habrá simplemente que repartir lo que queda. El cálculo podría ser distinto para cada isla, para cada ciudad, para cada centro, para cada etapa, para cada grupo e incluso para cada alumno, aunque, lógicamente, habría restricciones económicas, temporales y funcionales a la hora de hacer los ajustes. No voy a entrar en los detalles, que son secundarios, pero sí quiero añadir algo: si alguien cree que es demasiado complejo o impracticable, y lo hace desde la profesión docente, que cambie de profesión, a ser posible a otra que dependa menos de su capacidad intelectual. Otra cosa es que prefiera el café para todos, el café a su solo gusto o el café a capricho de cada cual, en cuyo caso será posible debatir y negociar.
En cuanto al inglés, está claro que es hoy imprescindible, que su aprendizaje es posible sin merma del de la/s lengua/s autóctona/s (los niños la capacidad de hacerlo, véase si no el caso de Holanda o los países escandinavos) y que nuestros centros y nuestros profesores, sin embargo, no tienen la capacitación adecuada, en conjunto, para ello. Por lo tanto, hay que reformar de manera eficaz, ya, la formación inicial del profesorado, pero esto sólo producirá efectos (y limitados) a medio plazo. Mientras tanto (y seguramente siempre, aunque en medida decreciente), habrá que recurrir a docentes anglohablantes, a no ser que queramos sacrificar, con buenas palabras, a las cohortes ahora escolarizadas y las próximas. Me temo que por ahí vaya también, en parte, la oposición a la introducción "apresurada" de la enseñanza trilingüe (como a la bilingüe en Madrid y otros lugares), pero conviene no olvidar que empleamos profesores para educar a los alumnos, no al revés.
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