Innovar es la
respuesta adaptativa a un entorno cambiante, en sentido amplio y elemental. Suele
decir Castells que no vivimos una época de cambio, sino un cambio de época, esto
es, hacia un futuro enteramente distinto –en parte ya aquí pero mal repartido, Gibson dixit. Yo veo otra vuelta de tuerca: no
solo es un cambio de época sino que entramos en una época de cambio; no vamos a
un nuevo equilibrio estable, sino a una era transformacional, de cambio
acelerado, permanente y multidireccional, con implicaciones profundas para la
educación.
En el mundo
escolar esto se manifiesta en cómo cambian en pocos años el público y el
entorno de un centro y el propio centro; en cómo se diversifican por ello los
centros, aun siendo en principio iguales (en particular los públicos), incluso
vecinos, tanto entre sí como internamente; en cómo cambia el ecosistema de los
medios de información, comunicación y aprendizaje que concurren y compiten con
la enseñanza. Este contexto en ebullición supone que el educador no puede
trasladar sin más lo aprendido en su formación inicial, lo observado en otro
contexto o lo practicado con anterioridad a la práctica en curso, sino que precisa
innovar, si bien esto consiste básicamente en recombinar elementos de su bagaje
profesional, de la experiencia propia y ajena y de ámbitos no escolares. Educar
es hoy, y será cada vez más, innovar sobre el terreno, a no confundir ni con inventar desde cero en el nicho ni con la esperada reforma desde arriba.
Pero la
innovación, además de ser posible y necesaria, ha de parecerlo, y casi todo
conspira para que no lo haga. A diferencia de la gran prensa que pierde
lectores, las empresas que luchan por la clientela o los partidos que ven
desertar a sus votantes, la escuela tiene un público cautivo, retenido por la
obligatoriedad y, antes y más allá de esta, por la delegación familiar de la
custodia y el credencialismo del mercado de trabajo. En otras palabras, apenas
hay feedback, nada que indique a la
institución y la profesión qué poco público tendrían si solo dependiese de su
eficacia o su atractivo. Únanse a esto la formación parca del maestro e inespecífica
del profesor de secundaria, la ranciedumbre de las facultades de Educación, el
aislamiento del trabajo en el aula, la opacidad de los centros y la asfixiante carga
paleopolítica del debate educativo y se entenderá tanto conservadurismo y tanta
inercia pese a la urgencia y la importancia del cambio. Pero el cambio vendrá:
la cuestión es cómo, de dónde, a qué coste (social, cultural e institucional,
más que económico) y cuándo (para cuántas cohortes llegará tarde). Un
provocativo John Hennesy, presidente de la Universidad de Stanford, de las que
menos temen al futuro, dijo: "Se acerca un tsunami. No puedo decir con
exactitud cómo va a estallar, pero mi intención es intentar navegarlo, no
esperarlo ahí parado."
Sin duda lo que
llama con más fuerza a las puertas de la escuela es la tecnología. Infancia,
adolescencia y juventud viven ya de forma cotidiana con ella, los empleos que
esperan y los que vendrán requieren competencias digitales, las compañías
tecnológicas despliegan su oferta y las editoriales escolares renuevan la suya;
last but not least, una porción
relevante del profesorado capta la necesidad y las oportunidad y apuesta fuerte
por la innovación. No son solo aparatos y conductos (hardware), ni datos y algoritmos (software), sino tanto o más las nuevas relaciones de comunicación y
aprendizaje que se levantan sobre ellos, opuestas a las viejas relaciones
pedagógicas escolares: superación de límites espaciotemporales, adaptación a
ritmos y estilos personales de aprendizaje, cooperación irrestricta entre
iguales, interactividad incorporada a dispositivos y aplicaciones,
retroalimentación inmediata de datos y analíticas sobre el aprendizaje mismo...
Un entorno bullicioso y fascinante que hace aparecer a la escuela,
parafraseando a Marx, como "la tradición de todas las generaciones muertas
[que] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos".
No va a ser
fácil, pues innovar en la escuela no es como hacerlo en la agricultura o la
industria. La docencia entraña una elevada porción del tipo de conocimiento que
Polanyi llamó tácito y Hippel pegajoso. Tácito, o muy difícil de
formalizar, lo que impide transmitirlo en una Facultad o con un libro (como
montar en bicicleta, algo que todos saben hacer pero no explicar, que todos
aprenden sin que nadie estudie). Pegajoso (sticky),
porque es difícil separarlo del terreno en que se crea y aplica y se ha de transmitir
y adquirir en la colaboración profesional o maestro-aprendiz. Por ello, aunque
la presión venga de fuera y actores como universidades, editores, tecnológicas,
administraciones y otros deban y puedan aportar, el proceso será de innovación distribuida y difusión horizontal.
La innovación
distribuida supone que cada docente, equipo, centro o red de centros harán su
propia innovación, aprendiendo unos de otros y ajustando y modificando lo
aprendido, en ningún caso importando, trasladando o generalizando fórmulas
comunes, llámense buenas prácticas, prácticas de éxito, educación basada en la evidencia o cualquier otro eufemismo. Nótese
que no sólo son distintos los contextos y momentos sino también los actores, como
lo son las capacidades y limitaciones de cada profesor, equipo, claustro o comunidad.
Supone que no vendrá solo del profesor, ni de la dirección, sino de ambos, así
como de grupos intermedios o de otros actores implicados y colaboradores
presentes en la comunidad y ajenos al núcleo profesional.
La difusión
horizontal requiere condiciones hoy muy deterioradas. La primera, un contacto
fluido y suficiente entre los educadores, lo que no sucede de un aula a otra ni
en el breve recreo. Una visión equivocada de la profesión ha restringido la
presencia en el centro a poco más que las horas lectivas, convirtiendo la
docencia en un trabajo reducible por todos y reducido por muchos a empleo a
tiempo parcial (pagado a tiempo completo), y ha eliminado los tiempos y
espacios de contacto no planificado –dinamitando de paso la posibilidad de
dedicar más tiempo a los alumnos en riesgo. La solución no es compleja, aunque sí
complicada: la jornada (horario y calendario) laboral debe transcurrir en el
centro; eso sí, con el equipamiento adecuado y la flexibilidad necesaria, con
independencia de que se pueda reducir la carga lectiva. Fuera del centro,
administraciones, organizaciones profesionales, empresas proveedoras y otros
actores como las fundaciones deben potenciar la horizontalidad a través de
encuentros presenciales y redes virtuales.
Es importante considerar
que educar no es ya cosa de un docente con un grupo discente, ni siquiera en
primaria, donde de un tercio a la mitad del tiempo del alumno no discurre con
su maestro-tutor sino con especialistas, apoyos, monitores, cuidadores y otros,
sin contar con que cada año o cada dos cambia de profesor principal, ni con
bajas y traslados. Fuera de individuos carismáticos, pequeñas variantes y
experiencias efímeras, una educación eficaz, un proyecto consistente o un
proceso innovador requieren la escala de centro. Y a veces más: redes de
centros que permiten ampliar experiencias, distribuir la experimentación y
alcanzar economías de escala. También, dentro del centro, se beneficia de la
agrupación de aulas y la colaboración entre profesores, como en los bien
conocidos proyectos interdisciplinares o en la fusión de grupos con un solo docente
en grupos más amplios con equipos de dos o tres. La escala de centro, en fin,
ampara mejor la innovación individual, al reducir (y aceptar) el riesgo de
error e intensificar el feedback.
Toda
organización, como estructura estable al servicio de un fin, tiende a ser
conservadora; un centro escolar más, por su función de reproducción cultural,
su base en la conscripción obligatoria, la incertidumbre de sus resultados y la
asimetría entre profesión y público (a mediados del pasado siglo, P. Mort estimaba
para la escuela típica veinticinco años de retraso en la adopción de buenas
prácticas ya establecidas). La innovación necesita el impulso y liderazgo de la
dirección y la cooperación de los profesores, pero en la escuela pública (dos
tercios del alumnado), la primera tiene pocas competencias que no sean administrativas,
el claustro vive atomizado y el funcionario puede desentenderse de todo. Estos
problemas no existen en los centros privados, lo que, unido a la necesidad de
seducir a su público y a la frecuencia con que son parte de redes más amplias,
empresariales o religiosas, les dará, guste o no, una ventaja sustancial en los
próximos años.
Es justamente
la organización lo que ha de cambiar. Lo que cuenta no es el contenido sino las
relaciones: entre los alumnos y con los profesores, con contenidos y materiales,
con el entorno, la organización de espacio y tiempo... Si se tratara del
contenido se resolvería con buenos libros o buenos vídeos. El problema es que
los centros son poco más que montones de aulas apiladas y, mientras que estas carecen
de futuro (son el residuo de la escuela-fábrica y el profesor-grifo), aquellos,
que seguirán y crecerán porque no hay mejor lugar fuera de la familia para los
menores, no logran reinventar el suyo. Pero ese es el camino: más escuela y
menos aula.
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