30 may 2016

Más escuela, menos aula


            Innovar es la respuesta adaptativa a un entorno cambiante, en sentido amplio y elemental. Suele decir Castells que no vivimos una época de cambio, sino un cambio de época, esto es, hacia un futuro enteramente distinto –en parte ya aquí pero mal repartido, Gibson dixit. Yo veo otra vuelta de tuerca: no solo es un cambio de época sino que entramos en una época de cambio; no vamos a un nuevo equilibrio estable, sino a una era transformacional, de cambio acelerado, permanente y multidireccional, con implicaciones profundas para la educación.
En el mundo escolar esto se manifiesta en cómo cambian en pocos años el público y el entorno de un centro y el propio centro; en cómo se diversifican por ello los centros, aun siendo en principio iguales (en particular los públicos), incluso vecinos, tanto entre sí como internamente; en cómo cambia el ecosistema de los medios de información, comunicación y aprendizaje que concurren y compiten con la enseñanza. Este contexto en ebullición supone que el educador no puede trasladar sin más lo aprendido en su formación inicial, lo observado en otro contexto o lo practicado con anterioridad a la práctica en curso, sino que precisa innovar, si bien esto consiste básicamente en recombinar elementos de su bagaje profesional, de la experiencia propia y ajena y de ámbitos no escolares. Educar es hoy, y será cada vez más, innovar sobre el terreno, a no confundir ni con inventar desde cero en el nicho ni con la esperada reforma desde arriba.
     Pero la innovación, además de ser posible y necesaria, ha de parecerlo, y casi todo conspira para que no lo haga. A diferencia de la gran prensa que pierde lectores, las empresas que luchan por la clientela o los partidos que ven desertar a sus votantes, la escuela tiene un público cautivo, retenido por la obligatoriedad y, antes y más allá de esta, por la delegación familiar de la custodia y el credencialismo del mercado de trabajo. En otras palabras, apenas hay feedback, nada que indique a la institución y la profesión qué poco público tendrían si solo dependiese de su eficacia o su atractivo. Únanse a esto la formación parca del maestro e inespecífica del profesor de secundaria, la ranciedumbre de las facultades de Educación, el aislamiento del trabajo en el aula, la opacidad de los centros y la asfixiante carga paleopolítica del debate educativo y se entenderá tanto conservadurismo y tanta inercia pese a la urgencia y la importancia del cambio. Pero el cambio vendrá: la cuestión es cómo, de dónde, a qué coste (social, cultural e institucional, más que económico) y cuándo (para cuántas cohortes llegará tarde). Un provocativo John Hennesy, presidente de la Universidad de Stanford, de las que menos temen al futuro, dijo: "Se acerca un tsunami. No puedo decir con exactitud cómo va a estallar, pero mi intención es intentar navegarlo, no esperarlo ahí parado."

     Sin duda lo que llama con más fuerza a las puertas de la escuela es la tecnología. Infancia, adolescencia y juventud viven ya de forma cotidiana con ella, los empleos que esperan y los que vendrán requieren competencias digitales, las compañías tecnológicas despliegan su oferta y las editoriales escolares renuevan la suya; last but not least, una porción relevante del profesorado capta la necesidad y las oportunidad y apuesta fuerte por la innovación. No son solo aparatos y conductos (hardware), ni datos y algoritmos (software), sino tanto o más las nuevas relaciones de comunicación y aprendizaje que se levantan sobre ellos, opuestas a las viejas relaciones pedagógicas escolares: superación de límites espaciotemporales, adaptación a ritmos y estilos personales de aprendizaje, cooperación irrestricta entre iguales, interactividad incorporada a dispositivos y aplicaciones, retroalimentación inmediata de datos y analíticas sobre el aprendizaje mismo... Un entorno bullicioso y fascinante que hace aparecer a la escuela, parafraseando a Marx, como "la tradición de todas las generaciones muertas [que] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos".

No va a ser fácil, pues innovar en la escuela no es como hacerlo en la agricultura o la industria. La docencia entraña una elevada porción del tipo de conocimiento que Polanyi llamó tácito y Hippel pegajoso. Tácito, o muy difícil de formalizar, lo que impide transmitirlo en una Facultad o con un libro (como montar en bicicleta, algo que todos saben hacer pero no explicar, que todos aprenden sin que nadie estudie). Pegajoso (sticky), porque es difícil separarlo del terreno en que se crea y aplica y se ha de transmitir y adquirir en la colaboración profesional o maestro-aprendiz. Por ello, aunque la presión venga de fuera y actores como universidades, editores, tecnológicas, administraciones y otros deban y puedan aportar, el proceso será de innovación distribuida y difusión horizontal.
La innovación distribuida supone que cada docente, equipo, centro o red de centros harán su propia innovación, aprendiendo unos de otros y ajustando y modificando lo aprendido, en ningún caso importando, trasladando o generalizando fórmulas comunes, llámense buenas prácticas, prácticas de éxito, educación basada en la evidencia o cualquier otro eufemismo. Nótese que no sólo son distintos los contextos y momentos sino también los actores, como lo son las capacidades y limitaciones de cada profesor, equipo, claustro o comunidad. Supone que no vendrá solo del profesor, ni de la dirección, sino de ambos, así como de grupos intermedios o de otros actores implicados y colaboradores presentes en la comunidad y ajenos al núcleo profesional.
La difusión horizontal requiere condiciones hoy muy deterioradas. La primera, un contacto fluido y suficiente entre los educadores, lo que no sucede de un aula a otra ni en el breve recreo. Una visión equivocada de la profesión ha restringido la presencia en el centro a poco más que las horas lectivas, convirtiendo la docencia en un trabajo reducible por todos y reducido por muchos a empleo a tiempo parcial (pagado a tiempo completo), y ha eliminado los tiempos y espacios de contacto no planificado –dinamitando de paso la posibilidad de dedicar más tiempo a los alumnos en riesgo. La solución no es compleja, aunque sí complicada: la jornada (horario y calendario) laboral debe transcurrir en el centro; eso sí, con el equipamiento adecuado y la flexibilidad necesaria, con independencia de que se pueda reducir la carga lectiva. Fuera del centro, administraciones, organizaciones profesionales, empresas proveedoras y otros actores como las fundaciones deben potenciar la horizontalidad a través de encuentros presenciales y redes virtuales.
Es importante considerar que educar no es ya cosa de un docente con un grupo discente, ni siquiera en primaria, donde de un tercio a la mitad del tiempo del alumno no discurre con su maestro-tutor sino con especialistas, apoyos, monitores, cuidadores y otros, sin contar con que cada año o cada dos cambia de profesor principal, ni con bajas y traslados. Fuera de individuos carismáticos, pequeñas variantes y experiencias efímeras, una educación eficaz, un proyecto consistente o un proceso innovador requieren la escala de centro. Y a veces más: redes de centros que permiten ampliar experiencias, distribuir la experimentación y alcanzar economías de escala. También, dentro del centro, se beneficia de la agrupación de aulas y la colaboración entre profesores, como en los bien conocidos proyectos interdisciplinares o en la fusión de grupos con un solo docente en grupos más amplios con equipos de dos o tres. La escala de centro, en fin, ampara mejor la innovación individual, al reducir (y aceptar) el riesgo de error e intensificar el feedback.
Toda organización, como estructura estable al servicio de un fin, tiende a ser conservadora; un centro escolar más, por su función de reproducción cultural, su base en la conscripción obligatoria, la incertidumbre de sus resultados y la asimetría entre profesión y público (a mediados del pasado siglo, P. Mort estimaba para la escuela típica veinticinco años de retraso en la adopción de buenas prácticas ya establecidas). La innovación necesita el impulso y liderazgo de la dirección y la cooperación de los profesores, pero en la escuela pública (dos tercios del alumnado), la primera tiene pocas competencias que no sean administrativas, el claustro vive atomizado y el funcionario puede desentenderse de todo. Estos problemas no existen en los centros privados, lo que, unido a la necesidad de seducir a su público y a la frecuencia con que son parte de redes más amplias, empresariales o religiosas, les dará, guste o no, una ventaja sustancial en los próximos años.

Es justamente la organización lo que ha de cambiar. Lo que cuenta no es el contenido sino las relaciones: entre los alumnos y con los profesores, con contenidos y materiales, con el entorno, la organización de espacio y tiempo... Si se tratara del contenido se resolvería con buenos libros o buenos vídeos. El problema es que los centros son poco más que montones de aulas apiladas y, mientras que estas carecen de futuro (son el residuo de la escuela-fábrica y el profesor-grifo), aquellos, que seguirán y crecerán porque no hay mejor lugar fuera de la familia para los menores, no logran reinventar el suyo. Pero ese es el camino: más escuela y menos aula.

28 may 2016

Media infancia no se siente segura en nuestra escuela


Solemos y queremos pensar que nuestras escuelas son un lugar seguro y acogedor para nuestra infancia, al menos en esta parte del mundo, pero ella no parece estar muy de acuerdo.
La semana pasada llegó a mis manos Pequeñas Voces, Grandes Sueños 2015, "una encuesta donde alrededor de 6000 niñas y niños en todo el mundo comparten sus opiniones sobre seguridad y protección", que realiza la ChildFund Alliance, una red internacional de la que forma parte la ONG española Educo, que resultará más familiar a la mayoría si añado que proviene de la fusión de Educación sin Fronteras e Intervida. La iniciativa quiere llamar la atención sobre el hecho de que una gran parte de la infancia en el mundo carece de un entorno seguro y está sometida a diversas formas de inseguridad, violencia y explotación en entornos como la comunidad, la red e incluso la familia y la escuela mismas.
Es la sexta edición de una encuesta sencilla, de seis preguntas (tres de ellas abiertas) administrada a exactamente a 5.805 niñas y niños de 10 a 12 años en 44 países, en su lengua vernácula y por los voluntarios de ChildFund y procesada con la ayuda de GfK. Técnicamente puede tener todos los problemas imaginables: muestra, ponderación, traducción, modo de administración..., pero, salvo que se pretenda afinar con ella sobre si hay un punto porcentual más o menos de inseguridad en tal o cual país asiático, lo que desde luego no es mi caso, se puede tomar como un buen indicador (no una medida precisa) de las preocupaciones de la infancia, de sus grandes dimensiones y de las diferencias entre el mundo desarrollado y el que no lo es. Hay que saludar su realización y vale la pena leerla.
Una de las tres preguntas codificadas es esta: ¿Dónde crees que niños y niñas pueden estar en riesgo de algún daño, tales como ser física o emocionalmente maltratados? Los niños pueden responder sí o no a ella en relación con siete contextos: literalmente en el hogar, con amigos, en la escuela, en una actividad organizada, caminando por lugares donde estés solo, en internet (online) y en el trabajo. Si comparamos las respuestas en los subconjuntos de países en vías de desarrollo y desarrollados encontramos que los síes (sí que pueden estar en riesgo) son del 46 y el 28% en el hogar, 33 y 22% con los amigos, 18 y 18% en una actividad organizada, y 14 y 12% en el trabajo; en definitiva, que, como podíamos (o queríamos) esperar, la infancia se siente más segura en los países desarrollados.
La cosa cambia, sin embargo, cuando se refiere a la escuela, donde son el 41 y el 47%,  caminando en solitario, donde llegan al 55 y el 68%, o en la internet, donde alcanzan el 18 y el 63%. Sí, hemos leído bien: el porcentaje de niños y niñas que creen que hay riesgo para ellos en la escuela es mayor en el mundo desarrollado que en el que no lo está, y en el caso de la internet es mucho mayor. Lo primero que viene a la mente es que unos niños y otros tal vez no estén hablando de lo mismo, que unos pueden pensar en riesgos físicos y otros en emocionales, unas en ser secuestrados como esclavas sexuales y otras en que ridiculicen su peinado. Es probable que en Bangladesh y en Dinamarca no tenga una misma idea de lo que son riesgo, abuso o maltrato, aunque sería injusto suponer que no han tenido en cuenta esa diferencia ChildFund y GfK.
De lo que sí podemos estar seguros es de que cuando un niño piensa en el trato que puede recibir en la familia, la escuela o la internet sí que tiene un criterio único sobre lo que es abuso o maltrato, físico o moral, aunque probabilidad y riesgo sean muy distintos en un escenario u otro, y esto es precisamente lo que hay que tener en cuenta a la hora de fijarnos en el entorno institucional de la infancia, la escuela. En los países en desarrollo, la misma infancia que cree estar en riesgo casi en la mitad de los casos en su hogar (46%) y más de la mitad cuando se mueve sola (55%), ve un riesgo sensiblemente menor (41%) en la escuela (a la que la práctica totalidad asiste a esa edad, aunque pueda no ser en las mejores condiciones) y mucho menor (18%) en la internet (a la que no sabemos cuántos tienen acceso, ni si la encuesta ha controlado eso, pero sobre la que podemos estar seguros de que la gran mayoría tiene noticia).
Sin embargo, en los países desarrollados, la infancia que solo en un 28% cree que hay riesgo en el hogar, asciende al 47% cuando se le pregunta sobre la escuela. Otro tanto sucede sobre caminar solo, donde llega al 68%, y sobre la internet, donde lo hace al 63%. Una diferencia entre la escuela, por un lado, y la calle o la internet, por otro, es que la primera es declaradamente un lugar seguro, algo en lo que coinciden más o menos la opinión pública general, las familias, los profesores... pero no los alumnos. Pero ¿son más seguras las escuelas del tercer mundo que las del mundo desarrollado? No parece que debiera ser así ni por el grado de violencia social en el entorno, ni por la dotación de profesorado y otro personal al cuidado del alumnado, ni por las condiciones materiales de los centros, ni por los modelos pedagógicos dominantes... pero quizá haya que tener en cuenta otro factor, en concreto las probabilidades de permanecer en la escuela contra la propia voluntad, o simplemente con menores dosis de voluntariedad. Puede suceder que, a pesar de que la primera arrastra la etiqueta de tradicional y la segunda la de modernizadora, la familia haya evolucionado con el desarrollo económico y social más y mejor que la escuela. Y, si nuestra sociedad adulta ve la escuela como un remanso de paz y seguridad pero nuestra infancia la ve como un lugar de riesgo, puede que tengamos un problema de transparencia y de comprensión.
En el caso tanto de la internet como de la calle (o del campo: de caminar en solitario), resulta difícil imaginar que sea más peligroso hacerlo en los países desarrollados que en aquellos en vías (asumamos el eufemismo generalizante) de desarrollo, sobre todo si tenemos en cuenta que la encuesta no refiere al tráfico dorado sino al abuso y el maltrato. No voy a detenerme en esto, aunque tampoco quiero dejar de apuntar que seguramente hay más de paranoia transmitida por padres (¡no hables con desconocidos!) y profesores (¡cuidado con los predadores en la red!) que de realidad. Pero esa es otra historia.