La Asamblea Nacional Catalana publicó hace un mes las Bases para la educación y la cultura de la República Catalana, en versión coloquial las Bases de Gramenet. Se trata de un decálogo, aunque traído del Canigó en vez del Sinaí, formado por una breve introducción y diez bases para la nueva República, que quieren justificar la secesión y prefigurar una futura Cataluña independiente. Empecemos con estas, que son, supongo, el núcleo duro.
Lo primero que hay que decir es que siete de ellas, las tres primeras y las cuatro últimas (¡siete de diez!), las puede firmar cualquiera: secesionistas, federalistas, autonomistas o unionistas; izquierda, derecha y centro; Rigau, Wert, mi vecino o yo mismo, porque no dicen absolutamente nada que no se pueda decir y no se haya dicho ya en todas partes. Meros lugares comunes o, peor, banalidades y píos deseos sobre el derecho a la educación y sus benéficos efectos. No voy a citar ni a comentar porque es sencillamente obvio para cualquiera: véase en los enlaces de arriba, que repito aquí.
¿Cómo es posible tanta vaciedad? Una posible explicación, que en parte suscribo, es que el fervor nacionalista ahorra a mucha gente el esfuerzo de pensar. Otra puede ser una singularidad del secesionismo catalán. Los nacionalismos en España siempre han tenido sus peculiaridades: así como el nacionalismo español desembocó (incluida Cataluña) amplia y largamente en la cutrez, que algunos todavía cultivan, o el vasco lo hizo en la brutalidad, afortunadamente casi extinguida después de mucho dolor y daño, el catalán lo ha hecho al pijerío. Sí: es un nacionalismo profundamente pijo. No me refiero al amor a la lengua, el orgullo por la ciudad, el gusto por el paisaje, el fervor por el Barça, etc., sino a esa convicción tan extendida que permite, en las bases de Gramenet, incluir siete banalidades porque para el nacionalista entusiasta va de suyo que lo que, a su juicio, no brilla en otros sitios, sobre todo en otros sitios de España, ni en la Cataluña asfixiada y expoliada por Madrid, lo hará sin duda en la fulgurante nueva República local.
Quedan sólo tres bases, que esas si dicen algo. La cuarta dice, no más: "La cultura catalana debe incluir y acoger las distintas expresiones que coexisten en nuestro territorio, porque la identidad es un proceso en construcción." Suena bien, ¿verdad?, pero a lo peor hay que leerla un poco más despacio. "Incluir y acoger" parece elemental, pero ¿cómo, cuánto y por qué?: porque "la identidad es un proceso en construcción". Ha leído usted bien: la, no las, y construcción, no cambio. La identidad catalana está en construcción, las demás serán acogidas... mientras dura la construcción. Esto, en plata, se llama asimilación y es lo que aprendimos hace tiempo a rechazar, pero en la nueva república todo vale (de hecho, ya se ha materializado en la inmersión lingüística sin resquicios). Es lo que dramatizaban en aquellas ceremonias de americanización en que los inmigrantes entraban por una puerta de la escuela con sus trajes nacionales de origen y salían por la otra con la vestimenta americana estándar (en las fábricas Ford no se representaba con una escuela, sino que entraban y salían de un crisol, o melting pot, en última instancia una olla gigante), sólo que aquí sería catalanización; los trajes, regionales además de nacionales y, la sede, por determinar (sugiero Montserrat o el Camp Nou).
La base quinta afirma que el catalán es la lengua propia y será la lengua de Estado y vehicular, pero también que "todas las lenguas, independientemente de los hablantes que tengan, son patrimonio"cultural de la humanidad, hay que preservarlas y tener una actitud respetuosa hacia ellas." Bonito, ¿verdad? ¡Y qué generoso: "independientemente de los hablantes que tengan! Pero léanlo al revés: el castellano, que a día de hoy es la lengua materna y de uso habitual mayoritaria en Cataluña, además de una lengua ya milenaria en toda España, recibiría el mismo trato que el polaco, el chino o o las setecientas ochenta lenguas conocidas de Papúa-Nueva Guinea. El lector ya estará pensando que ni sería ni podría ni se querría que fuera así: es probable, porque raramente se puede, en política o incluso en la vida, hacer lo que se pretende, pero esa es otra historia. De lo que aquí se trata es de las delirantes Bases de Gramenet y eso es lo que dice la quinta.
Falta la sexta: "Cataluña debe colaborar con instituciones y agentes de todos los territorios de habla catalana para mantener la vialidad y la proyección de la lengua compartida y la cultura que se expresas." Tampoco suena mal, pues nada mejor que la colaboración con la Comunidad Valenciana, les Illes, la franja o Aragón e incluso l'Alguer o Cerdeña, si así lo quieren ellos y hasta donde lo quieran. El problema es que, hasta la fecha, parece ser más bien cierto irredentismo catalán el que insiste una y otra vez con o sin demanda y con o sin respuesta, y del irredentismo, que es lo que rezuma esta sexta base, nunca ha surgido nada bueno.
Supongo que la breve introducción no tiene el mismo carácter normativo, o performativo, que las bases, pero tampoco tiene pérdida: por un lado, se promete que educación y cultura "podrán contribuir decididamente al pleno desarrollo de la ciudadanía y [...] la aportación catalana en el mundo"; por otro, se asegura que "la cultura catalana ha resistido [...] los diferentes embates de minorización [... e] intentos de aniquilarla", o sea, la habitual combinación nacionalista de exaltación y paranoia que no merece mayor comentario.
En fin, confiemos en el seny.
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