Un nada
sorprendente manifiesto
firmado por medio centenar de académicos sugiere que las pruebas PISA
están echando a perder los sistemas educativos al provocar que todo se centre
en los tests, que sólo se piense a corto plazo, que se olvide lo que es difícil
de medir, que se ponga todo el énfasis en la preparación para el empleo, a la
vez que sirven al negocio de algunas empresas privadas y dañan directamente a
niños y aulas. En el pasaje más melodramático se denuncia que "el nuevo
régimen PISA [sic], con su ciclo
continuo de evaluación global, hace daño a nuestros niños y empobrece nuestras
aulas, dado que implica inevitablemente más y más largas series de tests de
respuesta múltiple, más lecciones diseñadas por los vendedores y menos
autonomía de los profesores. Así, PISA ha aumentado todavía más el ya elevado
estrés en las escuelas, lo que pone en peligro el bienestar de estudiantes y
profesores." Luego se despacha acusando a la OCDE de colonialismo
educativo, sugiere reducir la influencia de psicómetras, estadísticos y
economistas y dar más peso a otros grupos profesionales y disciplinas, incluir
a toda serie de organizaciones nacionales, internacionales y sectoriales... así
como publicar los costes de la prueba y estimar si no estarían mejor dedicados
a otros fines, saltarse la próxima ronda, dar cuenta del sospechado oscuro
papel de intereses privados, etc.
A mí me parece
que PISA hay que tomárselo con mucha tranquilidad y cierta distancia, como
también había que hacerlo antes con TIMMS, PIRLS y otras pruebas y como habrá
que hacerlo con las que vengan, pero también con el máximo interés. Los
sociólogos estamos más que acostumbrados al debate entre métodos de
investigación cuantitativos y cualitativos, sabemos que cada uno de ellos tiene
como punto fuerte lo que el otro tiene como punto débil y, si algo hemos
aprendido, es que no podemos prescindir de ninguno de los dos. Pero el problema
de este manifiesto es, sencillamente, que pide arrojar por la borda un potente
instrumento de información y conocimiento en aras de no se sabe qué. Por un
lado, parece querer decir que la información aportada por PISA y los análisis
que permite están de más, porque ya sabemos lo que tenemos que saber; por otro,
que PISA es un inmenso artefacto que por sí mismo es capaz de estropear lo que
dice iluminar.
Sin embargo, si
hay algo que el mundo de la educación necesita como el aire es luz y
transparencia, y PISA puede aportar mucho al respecto. Ya sabemos que no mide
lo que no mide, que mide lo que mide y que se puede discutir cómo lo mide:
adelante, pues, con el diálogo y la crítica. En el peor de los casos, PISA
-como otras pruebas menos ambiciosas- aporta un instrumento de observación objetivo, es decir, que no procede
directamente de los interesados en dar una visión particular, sea beatífica o
apocalíptica, de la realidad. Además, permite hacer comparaciones relativamente
rigurosas, y la comparación es la primera forma de conocimiento en general y,
mucho más, en particular, en ámbitos como el de la educación, donde todo es tan
incierto no hay manera de saber a priori
qué es un resultado adecuado.
Visto desde
España, podría parecer, por ejemplo, que PISA ha traído una visión
catastrofista de la situación, pero nada más lejos de la realidad. Primero,
porque en este país de indignados de
siempre, el catastrofismo en la educación arranca al menos de los setenta del
siglo pasado (¿no se acuerda nadie de la LGE, aquella ley que, según tantos, nació muerta?) y, si tiene una fuente
identificable, es cierto sector del profesorado y del periodismo, como he
argumentado en otras ocasiones (por ejemplo, aquí
y aquí
y aquí).
Segundo, porque ya nos bastaban las cifras de fracaso
y abandono para ser catastrofistas, o al menos para estar hondamente
preocupados, y, si algo ha añadido PISA, ha sido la posibilidad de cuestionar
su necesidad,
Otro hilo
conductor de las críticas a PISA han sido, son y serán los malhadados rankings. Es curioso que esa obsesión
florezca precisamente en un medio en general, y una profesión en particular,
que han basado en otros rankings
buena parte de su retórica colectiva. ¿O es que no hemos dicho y oído una y
otra vez que había que aumentar gasto en
educación porque estábamos no sé cuántas décimas por debajo de tal o cual
media, subir los salarios docentes porque en tal o cual sitio ganaban más,
reducir las ratios porque en algún lugar eran menores, etc., etc.? ¿O será sólo
que unos rankings, los buenos, sirven para exigir y otros, los malos, para que
nos exijan?
En un
manifiesto fundamentalmente anglo, no es de extrañar que se vincule PISA al high stakes testing, es decir, a la
prominencia de tests con discutibles consecuencias para alumnos, profesores y
centros, como en la tan discutida política educativa estadounidense. Pero aun
esto me parece inadecuado, pues la obsesión norteamericana por los tests es ya
casi secular (arranca en los años veinte del siglo veinte) y su acelerón actual
es anterior a PISA (empezó en los ochenta, tras el informe A
Nation at Risk). Es verdad, eso sí, que todo instrumento de evaluación
presenta riesgos de convertirse en el único norte, como indican la ley de Campbell, o de Goodhart, o la crítica de Lucas, y hay que permanecer en guardia contra ello, pero
dejarlo todo a su suerte no es una opción. De hecho, si algo falta en el mundo
educativo son transparencia, información
fiable, rendición de cuentas y evaluación de resultados.
Los firmantes
del manifiesto son numerosos y diversos: desde el siempre interesante Stephen
Ball, pasando por el previsible Henry Giroux, hasta la arrepentida Diane
Ravitch. Muchos ya han ofrecido y todos podrían ofrecer críticas de PISA más
sofisticadas que lo que permite un documento que ha de firmar tanta gente,
pero, como suele suceder, el resultado final tiene su propia lógica. Habent sua fata libelli, y el destino de
este manifiesto es engrosar la lista de protestas, por no decir ventoleras, de una institución y una
profesión a las que no les gusta ser escrutadas ni tener que dar explicaciones.
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