[Artículo publicado en Escuela, en extracto]
No hay justificación para oponerse de entrada a la educación en
casa (homeschooling), que gana y ganará cada vez más
partidarios. Basta con dar la vuelta a la descripción de una escuela
típica para obtener un rosario de razones: aprendizaje
personalizado, ritmos ajustados a las capacidades, proyectos
polivalentes, ambiente acogedor, reconocimiento de la diversidad,
atención a las necesidades y capacidades especiales, desafíos
personales en vez de competencia interpersonal, ausencia de límites,
horario y calendario flexibles, aprovechamiento de la tecnología. En
la sociedad de la información, con una población cada vez más
educada, potentes y amigables ordenadores y otros dispositivos, banda
ancha por doquier y toda suerte de redes y comunidades físicas y
virtuales, la escuela es ya sólo una parte de la enseñanza, lo
mismo que la enseñanza de la educación y esta del aprendizaje. El
tiempo dedicado al aprendizaje por el aprendiz ya no requiere otro
tanto del educador, el cual no necesita ser parte de un programa de
enseñanza, que tampoco precisa desenvolverse en una escuela. Con las
redes y la tecnología a su disposición, una proporción no
desdeñable de familias puede plantearse hacer lo mismo que la
escuela, pero mejor, a veces mucho mejor. Los resultados académicos,
PISA, la EGD y otros indicadores nos dicen una y otra vez que, en
promedio, la institución no brilla con luz propia ni está a la
altura de las necesidades, menos aún de las posibilidades. A esto se
suma una pertinaz incapacidad para afrontar peculiaridades o
problemas que incluso de manera episódica pueden amargar y truncar
una trayectoria escolar y vital: falta de reconocimiento a las
minorías, homofobia, acoso entre los alumnos, por no hablar de los
casos de incompetencia o malas prácticas de los docentes que,
haberlos, haylos. A veces se añade la guinda de oportunas noticias,
como que los homeschoolers
norteamericanos obtienen mejores resultados en algunas pruebas
generales o de acceso a la universidad, y las consabidas gotas de
glamor sobre los brillantes productos del entorno doméstico: John Stuart Mill y John Quincy Adams; George Bernard Shaw y Margaret Mead; Alexander Graham Bell y Theodor y Franklin Delano Roosevelt; Jimmy Wales y Julian Assange... hasta el tándem Brangelina
ha decidido educar a su nutrida prole en casa.
Pero hay también una cara oscura.
Cuando la aristocracia y la burguesía cultas (que no siempre lo
fueron) se resistían a llevar a ese puñado de Mill, Adams, Shaw y
demás a las escuelas públicas (así se llaman en inglés las
escuelas privadas, públicas
en el mismos sentido en que lo es un urinario que nadie preferiría
al de su casa), millones de niños menos afortunados no tenían
escuela alguna a donde ir, ni preceptores a los que pudieran pagar,
ni otra cosa que una familia poco o nada educada, capaz apenas de
formarlos en la supervivencia y algunas tareas, raramente en un
oficio. Todavía hoy, aunque una minoría creciente de familias esté
ya formada por adultos con más y mejor educación que los probables
profesores de sus hijos (o idéntica: podría incluso contar el paso
de algún fanático de la escuela pública a fanático de la
educación por cuenta propia, sin salir del gremio ni apearse del
fanatismo), la mayoría de ellos tienen la misma o menos y muchos
bastante menos. Si la formación inicial de la profesión docente
ofrece apenas una garantía limitada de buena acción educadora, la
autoproclamación de unos padres enfadados con la escuela o la
epifanía de una ama de casa que atisba ahí el sentido de su vida,
aún menos. Los cacareados buenos resultados de los homeschooled
en niveles educativos ulteriores no nos dicen nada a ese respecto,
porque no tenemos datos sobre en qué proporción llegan. Por lo
demás, y hasta donde los podemos controlar, sabemos que aparecen en
primaria y se van esfumando a lo largo de la secundaria
(probablemente a medida que el cuidado y el aprendizaje-juego van
dejando paso a la enseñanza y el aprendizaje más sistemáticos,
llevando al progenitor-educador más allá de sus límites y al
educando más allá de sus deseos y reacciones espontáneos).
Por desdicha, la profesión parental
es a la vez más difícil y menos selectiva que la docente. Y por
cada glamoroso exponente del homeschooling
sin duda hay unos cuantos más en las prisiones, ciento o miles en la
miseria, etc.; todos ellos en la oscuridad, sin empañar la
instantánea, pero que no deben ser ignorados (pues unos viven en la
oscuridad y otros en la luz, y se ve a los primeros pero no a los
segundos, como escribió Brecht). Si se necesitan con glamor y morbo
tenemos desde el filicidio de la niña prodigio y supermujer Hildegart Rodríguez
Carballeira por su madre o el ahogamiento de sus cinco hijos por Andrea Yates,
dos sonadas madres homeschoolers,
y ha habido y habrá más, pues no es ninguna broma encerrar en el
mismo sitio, durante años, a unos padres (probablemente una madre) y
sus hijos. Igual que se decía frente a la aldea sobre la ciudad,
cabe decir frente a la familia, que puede llegar a ser asfixiante,
que el aire de la escuela hace libre
(si hay suerte), y una pizca de precaución hacia el riesgo de alguna
familia que quiera encapsular a sus hijos nunca estará de más
(confía, pero verifica).
Para quien se conforme con emociones menos fuertes, desde la
educación cienciológica
(blended, más que
home) de los hijos del
ex matrimonio Cruise-Kidman hasta los claros vínculos de algunas
(sólo algunas) plataformas españolas pro educación en casa con la
defensa de la escolarización diferenciada por sexos y la llamada
objeción a la Educación para la Ciudadanía
(es decir, con la Conferencia Episcopal), por no hablar de alguna
secta que fue a parar a los tribunales o de residuos no erradicados
del trabajo infantil. Los aficionados a buscar ilustres homeschooled
pueden detenerse en otro caso: Horace Mann, educado en casa y creador
del sistema escolar de Massachussetts (público, abierto, laico,
interclasista libre y profesionalizado), que algo supo de los dos
modelos y que creó el que inspiraría al conjunto del sistema
norteamericano y, por cierto, a Giner de los Ríos y la Institución
Libre de Enseñanza.
¿Homeschooling
sí, o no, entonces? La primera capa de la respuesta es breve y
sencilla: sí, siempre y cuando sea igual o mejor que la
escolarización ordinaria. La segunda parte requiere más detalles
que no corresponde abordar aquí, pero implica en todo caso que los
poderes públicos tienen un derecho que defender, por encima del de
los padres a “elegir la educación de sus hijos”, que es el de
los hijos a recibir una educación adecuada y de calidad -después de
todo es para ellos, no para sus padres, que en esto sólo tienen un
papel fiduciario. Esto implica, cuando menos, cierto control de su
bienestar personal, su progreso académico y su integración
social. Así, sí; si no, ni en broma.
Por un lado, el lento movimiento del
dinosaurio escolar, dominado por una profesión corporativa y trabado
por las prerrogativas sindicales, promete bien poco, de modo que más
y más familias van a plantearse, si tienen la posibilidad de hacerlo,
ocuparse directamente de la educación de sus hijos, algo que
facilitan y potencian la tecnología (incluidos el software educativo
alojado en dispositivos en la nube, la ludificación o
gamificación, etc.) y
las redes (incluidas las comunidades de aprendizaje en línea, las
escuelas blended o flexi-, las
plataformas de autoayuda...). Por otro, sin embargo, no debe
olvidarse que hemos pasado de comunidades pequeñas y familias
extensas, lo que constituía un ambiente muy protector para los niños
(entorno confiable, presencia de adultos conocidos, abundancia de
pares) o otro de comunidades amplias e impersonales y familias
exiguas e incluso inestables. En esas circunstancias, un recinto
específicamente diseñado, protegido y equipado, poblado por sus
pares y casi pares y atendido por adultos formados como educadores,
es decir, una escuela, es una opción más que atractiva,
potencialmente la mejor. Pero es verdad que muchas veces no están
todavía a la altura de la tarea, por lo que más de una familia va a
considerar que sus hijos no tienen por qué pagar ni ese problema ni
el tiempo que pueda costar arreglarlo. Es su derecho, diría yo, pero
siempre y cuando asuman el deber correspondiente y puedan acreditar
que lo hacen.
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