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27 jun 2013
¿Y si yo no quisiera más nota que 5?
Con su portentosa habilidad, innata y cultivada, para distraernos de cualquier otro asunto -que el PP debería agradecerle, tras la LOMCE, con por lo menos una empresa pública o una buena embajada-, Wert ha vuelto a ocupar las portadas con el requisito del 6.5 para las becas universitarias. No sólo se habla ya más de eso más que de desempleo, dependencia o pensiones sino, peor todavía, más que de los (inexistentes) programas compensatorios en primaria, la gratuidad del primer ciclo de infantil, la gratuidad de los comedores o la jornada escolar. Por si el asunto no se había calentado lo suficiente, el ministro añade que el becario que no obtenga un 6,5 tal vez se haya equivocado de carrera (sólo le ha faltado decir que también se ha equivocado de familia, aunque cualquiera puede darse cuenta de que ese es el verdadero problema).
Y se ha liado, como no podía ser menos. El ministro no solamente expresa una repudiable idea elitista y clasista de la educación, en este como en otros ámbitos, sino también una legítima preocupacion, no sólo suya -o tal vez ni siquiera suya- sino muy extendida, en torno cuánto dinero se puede llegar a gastar en la educación superior, quién debe pagarla o hasta qué punto corresponde a la sociedad un becario que siempre ronda el cinco. Esto plantea el debate general sobre la financiación de la enseñanza no obligatoria ni común, que ya abordé en ¿Gratuidad, préstamos o beas en la enseñanza superior?, y el de la política de la izquierda al respecto, que considero errónea, injusta y oportunista, pero que trataré otro día.
Ahora me refiero sólo a la nota. Es obvia la objeción que la mayoría de los críticos han hecho: ¿por qué van a tener que obtener un 6,5 los pobres cuando no se les exige a los ricos? La respuesta que podría dar Wert también es obvia, aunque ni siquiera él quiera meterse en ese berengena: porque uno puede hacer lo que le dé la gana con el dinero propio (si su familia le deja), pero no con el de todos (que es el que debe administrar él). En esto, aun compartiendo la crítica, no estoy con los críticos, pero mis objeciones son otras. Mi objeción es que la nota es precisamente el criterio inadecuado.
En primer lugar, a la sociedad no le cuesta nada que el alumno obtenga un 5 en vez de un 10: lo que le sale caro es que obtenga un 4,9 en vez de un 5. Por consiguiente, si ha de haber unos requisitos de rendimiento, estos deberían limitarse a las asignaturas aprobadas, no a la nota con que se aprueban. La nota podría emplearse, eso sí, como contrapeso para circunstancias excepcionales -por ejemplo, ser víctima del profesor injusto o dormirse fatalmente la mañana del examen, que de todo pasa- de modo que el déficit de rendimiento que revela un suspenso singular pudiera compensarse con un superávit de mayor valor en el resto de materias, etc. En verdad, recurrir a la media tiene ese lado justo, no depender de una fatalidad, pero sería injusto y humillante que según el nivel de renta familiar dependiera de una u otra la continuidad en los estudios.
En segundo lugar, yo no veo nada claros los méritos de las buenas notas. Empecemos por decir que los criterios de evaluación de los profesores son harto discutibles: suavemente arbitrarios siempre y terriblemente arbitrarios en ocasiones. Todos conocemos a profesores militan en la causa tanto del aprobado general -estos no dejarían a nadie sin beca- como de la escabechina sistemática -estos sí, y suele depender de su ego, a veces disfrazado como la importancia de su asignatura. Pero lo peor es que, no sabemos muy bien lo que evaluamos, pero sí sabemos que no evaluamos ni todo ni sólo lo que decimos. La conjunción buen profesor-buen programa-buen alumno seguro que se traduce en buenas notas, pero también pueden hacerlo otras conjunciones profesor alumno: por ejemplo inseguro- obsequioso, ególatra-pelota, militante-simpatizante, Humbert-Lolita…, así como conjunciones programa-alumno, básicamente bodrio-sumiso. Respetaré el suspense sobre si eso me ha pasado a mí como profesor, pero sí quiero decir que, como investigador y como evaluador, a lo largo de decenios me he visto más de una vez forzado a contratar becarios o seleccionar profesores sobre los que toda la otra evidencia pasada, presente y futura clamaba ya entonces y ratificaría después que, a pesar de tener el mejor expediente académico -las mejores notas, para ser exacto-, no eran los mejor formados, ni los más capacitados, ni los más prometedores, sino simplemente los que mejor habían aprendido lo que los profesores esperaban de ellos o a engañar al sistema. Recomiendo la divertida lectura de Walter Kirn: Lost in the meritocracy: How I traded an education for a ticket to the ruling class.
En tercer lugar, creo que nadie debe verse condenado a ir más allá de lo necesario en la aquiescencia a los modos de aprender que impone la Universidad. Sé que tiro piedras contra mi propio tejado, que es mi obligación intentar que no sea así… y créanme que lo intento, pero otra cosa es que lo consiga, y conozco a muchos que ni siquiera lo intentan. La universidad ofrece por desgracia demasiadas asignaturas insulsas y demasiados profesores poco estimulantes, embutidos en programas y materializados en procedimientos más o menos rígidos e ineludibles, a la vez que hay otras muchas y excelentes oportunidades de aprendizaje dentro de ella (otras actividades, seminarios, bibliotecas, hemerotecas, mediatecas, laboratorios, plataformas digitales los pares, la cafetería y el césped bien entendidos…) y fuera de ella (otras universidades e instituciones docentes, recursos y cursos abiertos, las comunidades de interés, la ciudad). Como dijo una vez Bill Joy: “No importa quién seas [y él no era cualquiera, sino uno de los cerebros fundadores de de Sun Microsystems], la mayoría de la gente más inteligente trabaja para otro.” Imagínense en el caso de las universidades españolas, con su culto al puesto de por vida, los clanes, la endogamia, la inmovilidad y el café para todos. Por suerte o por desgracia, cualquier alumno sabe eso, conla consecuencia de que muchos decidan dedicar a las exigencias de la institución sólo el esfuerzo mínimo necesario, incluso si comparten sus fines declarados o precisamente por ello. Limitarse a aprobar, en definitiva, es un derecho, y un derecho que no debe estar supeditado a la renta familiar.
En cuarto lugar, peor aún, una política de elevada exigencia a los becarios podría traer también su corrupción moral. Sí, eso es lo que he dicho. Téngase en cuenta que las becas, que son muy antiguas, no nacieron para la justicia social: éste es simplemente un argumento añadido que permite conjuntar las ambiciones sociales de ciertas clases medias con las conveniencias de una parte de la clase política. Las becas nacieron para cooptar a los individuos más capaces de las clases bajas al servicio de las clases altas. A diferencia de los profesores, las oligarquías siempre entendieron que la endogamia tenía sus límites, y trataron de solucionarlo con la hipergamia y con las becas. Con las becas cooptaban a los mejores elementos de las clases más humildes -lo que no era precisamente un regalo estas: los entusiastas de la meritocracia deberían leer la distopía The rise of meritocracy, de M.F.D. Young), pero al precio de desarraigarlos y de someterlos a un durísimo proceso iniciático. En el fondo, esa es la idea de Wert: el pobre debe demostrar que es no tan de fiar como el rico, sino mucho más, que trabaja más, que estudia más, que se sacrifica más. Puede que sea eso lo que llaman la cultura del esfuerzo. Dedicada, eso sí, exclusivamente a los pobres: estos deben esforzarse o, para ser más exactos, si aquello en los que se les requiere hacerlo no lo merece tanto, someterse, convertirse en verdaderos pringados, mientras que los ricos podrán permitirse seguir siendo dilettantes, mantener una distancia frente a la enseñanza y el aprendizaje oficiales sin dedicarles más atención de la que realmente merecen. Esto es lo que Richard Hoggart describía como el drama del becario, siempre en beneficio de su pretendido benefactor.
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