No es una revelación decir que el país está económicamente mal; las universidades, en general, peor, y la Universidad Complutense, en particular, peor aún. Ya es tarde para evitarlo, pero no para aprender de ello ni para adoptar medidas correctoras, y sería una pena que no aprovechásemos la ocasión. En este post y los siguientes me referiré a algunas medidas o políticas relativas al profesorado que han contribuido decisivamente a meternos en este agujero. Empezaré por las jubilaciones anticipadas. Hablaré de la UCM, pero la realidad es muy parecida en todas las universidades, pues la conferencia de rectores se encarga de generalizar las buenas prácticas, aunque a veces sean malas y dañinas, y los sindicatos de generalizar los derechos de los trabajadores, aunque a menudo sean privilegios de funcionarios.
La norma actual de la UCM permite acceder a la jubilación anticipada con 60 años de edad y 30 de servicio o 65 y 15, y la UCM cubre la diferencia entre la pensión y el 100% del salario que cobrarían los que se jubilan, de no hacerlo, hasta los 65 años y el 95% hasta los 70. ¿Por qué se hace esto? Sobre el papel, para rejuvenecer progresivamente la plantilla, etc. Pero para un materialista grosero como yo, o para cualquiera que sepa hacer cuentas, la razón más plausible es otra: aunque la universidad paga la diferencia entre la pensión y el salario teórico, se ahorra una cantidad muy superior, el sustraendo, es decir, la pensión (que pasa a pagar la Seguridad Social, o sea, todos los ciudadanos) y, por menos dinero que ése, contrata un profesor precario y mal pagado (asociado o interino). Los anticipadamente jubilados se van contentos porque cobran lo mismo sin trabajar. Y los profesores mas jóvenes se frotan las manos porque ven despejarse el camino para su promoción.
Esta jubilación no es distinta de la llamada jubilación LOGSE (o LOE) de los profesores no universitarios, sobre la que en otro momento y lugar escribí un artículo titulado: "¡Coge el dinero y corre!: la jubilación LOGSE como quiebra moral", que junto con varias réplicas de profesores enfadados y mi contrarréplica "Del abandono profesional prematuro" pueden leerse en este mismo blog o completos en su versión impresa. Cuando escribí el primer artículo estaba en la Universidad de Salamanca, donde no regía tal política de jubilación anticipada y ésta no pasaba de ser un rumor en la cafetería, para quienes gustaran de pasar el tiempo en la cafetería y de los rumores. Cuando escribí el segundo estaba incorporándome a la Complutense y comenzaba a ver ya de cerca la amplitud y los efectos de lo que, hasta entonces, no habían sido más que informaciones sueltas de o sobre algunos antiguos amigos y compañeros.
Hay algunas diferencias, no obstante, entre las jubilaciones anticipadas en la enseñanza universitaria y la no universitaria que conviene señalar. La primera es que el trabajo universitario, por su propia naturaleza, se supone que se traduce en una curva de aprendizaje de pendiente más acentuada o en una cualificación más intensamente creciente. Los profesores de todos los niveles tienen la función de enseñar, pero los universitarios tienen claramente asignada, además, la función de investigar; unos y otros dedican una parte de su jornada y su calendario al aula y otra a preparar su trabajo en ella, pero los universitarios están menos tiempo en el aula y más tiempo estudiando o investigando. En definitiva, debido a la experiencia, el estudio, la investigación, etc., un maestro o un profesor de secundaria deben mejorar con el tiempo (es decir, con lo que hacen y aprenden en él), pero un profesor universitario debe hacerlo mucho más (ya sé que algún que otro profesor no universitario o pedagogo universitario se escandalizará al leer esto, pero es su problema: no escribo aquí para complacer a nadie). En consecuencia, si toda organización pierde experiencia de valor al dejar marchar, o empujar a que lo hagan, a los trabajadores de mayor edad (mientras se mantengan en condiciones, claro está), una universidad lo hace en mayor medida que un instituto o un colegio. Un argumento a favor de la renovación generacional suele ser que los jóvenes están más abiertos a las nuevas ideas, etc., lo cual es en parte, aunque sólo en parte, verdad -y no se olvide que, en todo caso, esa renovación se produce sin necesidad de anticiparla-, pero este argumento también se debilita en la universidad, pues la naturaleza misma del trabajo universitario, en particular la investigación y todo lo que la acompaña, obliga a una constante puesta al día, al menos en mayor medida que en otros niveles educativos (lo que no quiere decir que todo el mundo lo haga).
La segunda diferencia es que el trabajo en la universidad seguramente consume menos la salud fisica y los nervios del profesorado que en los niveles anteriores a ella. No quiero decir con esto ni que los docentes no universitarios no puedan trabajar más allá de los sesenta años, ni que todos los universitarios puedan hacerlo a la altura de las circunstancias y sin excepción, ni que no existan también causas de agotamiento y desgaste en la universidad, algunas similares (por ejemplo, de la voz) y otras distintas (por ejemplo, el entorno competitivo). Quiero decir simplemente lo que he dicho: que consume menos a las personas: es probable, por ejemplo, que el universitario tenga menos problemas de columna que la maestra de infantil y menos alumnos difíciles que el profesor de la ESO. Por consiguiente, la jubilación está todavía menos justificada.
La tercera diferencia es que, mientras que el deseo de jubilarse lo antes posible es ampliamente mayoritario entre los docentes no universitarios -lo mismo que lo sería entre los taxistas o los dependientes de comercio si les ofrecieran tan sabrosas condiciones-, no sucede lo mismo entre los profesores universitarios. De hecho, yo diría que la mayoría no quieren -no queremos- jubilarnos tan pronto. Muchos, tal vez también la mayoría -no tengo datos representativos, sólo anecdóticos-, preferiríamos jubilarnos más tarde incluso de la edad prevista sin anticipación, es decir, después de los 65, o de los 70, incluso nunca. En general, el profesor universitario tiene un altísimo grado de identificación con su trabajo y le resulta difícil imaginarse haciendo otra cosa. Pero otras circunstancias militan en contra: ¿y si dentro de un año o dos ya no tengo buena salud, o no lo bastante buena para desempeñar dignamente este tipo de trabajo? No se olvide que los alumnos no te van a tirar una tiza cuando de des la vuelta, pero pueden ponerte en evidencia, si es que no dejarte en ridículo, con una simple pregunta. ¿Y si por no acogerme ahora a esa oferta pierdo para siempre la oportunidad y tengo luego que lamentarlo? La burocrática universidad española, por otra parte, trata por igual al viejo y al joven, a quien investiga y a quien no, de manera que no hay posibilidad de que el puesto de trabajo se vaya adaptando a la cualificación creciente y la fuerza decreciente de la mayoría de las personas: o todo o nada. De hecho, no obstante, sólo una parte del profesorado opta por la jubilación anticipada y sólo una parte de esa parte lo hace tan pronto como la normativa se lo permite.
Pero dejemos a los profesores y volvamos sobre las consecuencias, de las que quisiera señalar dos en particular. Los principales perjudicados por esta política son los estudiantes universitarios, la propia universidad y la sociedad. Los estudiantes universitarios son privados de los profesores de mayor formación y experiencia (ya conozco la cantinela, pero si un profesor lo hace mal debería ser empujado a hacerlo bien o ser despedido a cualquier edad). Incluso los profesores e investigadores más jóvenes, aunque puedan creer que sólo se libran de obstáculos en su camino o que eso lo compensa todo, pierden el recurso a esa experiencia, a las redes que los más antiguos ya han tejido, a su capacidad de atraer recursos, etc.
La universidad simplemente despilfarra recursos, aunque no le importe porque la mayoría no son suyos. Si un profesor llegó a serlo, pongamos por caso, entre los veinticinco y los treinta años (una hipótesis muy plausible para los que hoy ya tienen sesenta o más, aunque ya no para los más jóvenes) y se jubila a los sesenta, cinco años antes que sin anticipación y diez antes que si decidiese continuar hasta los setenta (lo que la ley permite en este caso), la universidad está dilapidando entre una séptima y una cuarta parte de su vida laboral útil prevista, o entre el 15 y el 25% de la misma (aproximadamente). Si el profesorado representa aproximadamente la mitad del gasto universitario, háganse las cuentas.
La sociedad, por su parte, hace un mal negocio económico. Que un profesor que va a vivir entre ochenta y noventa años (como el conjunto de los españoles pero un poco más, pues su régimen de vida y trabajo lo favorece) pueda dejar el trabajo al cabo de solo treinta años y vaya a ser mantenido con dinero público el resto de sus días (probablemente también lo fue, en parte al menos, a traves de tasas subvencionadas, ayudas, becas, etc. antes de incorporarse a él), es un negocio ruinoso.
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