La primera son las elevadas tasas de fracaso y abandono escolares (tres y cuatro de cada diez alumnos respectivamente) que nos sitúan a años luz de los objetivos de la Unión Europea, muy por detrás de la mayoría de nuestros vecinos y en vías especializarnos en los procesos de producción menos cualificados en el contexto de una competencia internacional intensificada por la crisis, la globalización y la transición a la economía del conocimiento; y, junto a ellas, el moderadamente pobre rendimiento de los estudiantes españoles en las pruebas internacionales. Para reducirlas de manera drástica hará falta, sobre todo, diversificar y flexibilizar la enseñanza con el objetivo de encontrar distintos caminos por los que llevar a todos los adolescentes, sin dejar la escuela o volviendo a ella, a un mismo destino o a unos pocos destinos de valor equiparable, concretamente a terminar al menos una etapa de formación profesional si no van a acceder a los estudios universitarios. Y también discutir por qué el sistema, los centros y los profesores parecen estar en su salsa en la idea, ayer, hoy y mañana, de que un tercio de los estudiantes no es capaz de superar la enseñanza obligatoria.
La segunda es levantar la moral del profesorado mediante el reconocimiento de la labor docente bien desempeñada. Pronto hará un lustro que se prometió por las partes un estatuto del profesorado que todavía estamos esperando, seguramente porque detrás de esa expresión neutra hay proyectos muy distintos. Corresponde al Ministerio -aun sabiendo que poca ayuda va a recibir en eso de los actores sociales organizados- terminar con la actual situación de indiferencia y café para todos y articular un esquema adecuado de derechos, deberes e incentivos profesionales que separe a quienes están en la docencia por vocación (previa o sobrevenida) de quienes sólo están por las vacaciones; que promueva y subsidiariamente imponga la formación permanente del profesorado, tan imprescindible en una profesión que prepara a las futuras generaciones adultas en una sociedad cambiante; y que supere de una vez por todas los diálogos de besugos en torno a fijaciones gremiales como la jubilación anticipada, la jornada continua o el malestar docente.
La tercera se refiere a la universidad, que, tras un largo periodo en el que los desequilibrios no podían ser alterados por las correlaciones de fuerzas internas o sólo podían serlo por pseudo-óptimos paretianos, es decir, siempre que nadie perdiese derechos adquiridos (asignaturas, plazas, cargos...), se enfrenta ahora a la necesidad perentoria de ser más competitiva y ganar cierta autosuficiencia. Para las universidades singulares significa la necesidad de aligerar lastre corporativista, y para el Ministerio podría ser la ocasión de legislar en contra de la endogamia, aunque nada hace pensar que esté en su agenda.
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