Leer los textos del movimiento estudiantil contra Bolonia es una sensación agridulce, si no una experiencia esquizofrénica. Por un lado, reconforta ver que se interrogan sobre el presente y el futuro de la Universidad, después de tanto tiempo de apatía en torno a la misma, apenas salpicado por movilizaciones minoritarias contra la globalización o mayoritarias contra la guerra, temas externos al alma mater. Ver las referencias a la mercantilización de la Universidad o a la proletarización del estudiante es como volver a casa por Navidad, como escuchar o entonar las canciones de siempre con los amigos de antaño. Por otro lado, sin embargo, provoca desasosiego la banalidad autorreferente y satisfecha de las críticas y la evidencia de que ninguna dosis de realidad será capaz de alterarlas. Resulta arduo evitar la sensación de déja vu, de estar escuchando la misma cantinela no importa lo que suceda alrededor.
Excepto que entonces nos habría parecido una ñoñez hablar de mercantilización, ya que para un buen marxista el mercado era el velo superfluo del capital, no veo diferencia entre hablar de mercantilización en 2009 y de rentabilización capitalista de la enseñanza en 1969 (lo rotulé en muchos carteles). Es verdad que hoy hay capital y mercado, como entonces, y que no se están quietos; es cierto que tienen su dinámica y sus intereses, como entonces, y que la Universidad no va a quedar al margen de ellos. Pero algún error tiene que haber si, cuarenta años después de la rentabilización capitalista, todavía hay que proceder a la mercantilización. El error seguramente consiste en que nadie se molesta en mirar ni la realidad ni la información sobre ella. Uno puede encontrar en la literatura pro Bolonia cuantos pasajes necesite en torno a la cualificación, la adecuación al mercado de trabajo, etc. e hilar contra ello un discurso redondo y contundente, pero sería más honesto y útil ver cómo ha evolucionado el gasto en educación, preguntar a los empresaros si creen que la Universidad está o estará a su servicio o averiguar cuántos estudiantes tienen otros motivos que esos para estar en la Universidad.
El otro gran tópico es la proletarización del estudiante. Cuando yo estudiaba ya se hablaba de la proletarización de los intelectuales, los técnicos, etc., o sea, de nuestro futuro. De entonces a hoy nos hemos aburrido de oir hablar de la proletarización del profesor o la intensificación de su trabajo a la par que disminuían su jornada, alargaban sus vacaciones y ganaban autonomía individual y colectiva. Ahora es el turno de la proletarización (parcial, dice prudente el último texto que he leído) del estudiante. ¿Cuál? La contenida en el modelo ECTS, porque en él se especifica la carga de trabajo del alumno y porque ésta equivaldría a la de un trabajador. ¡Mira por dónde!
Hasta ayer, el profesor decía: "El temario es éste", y daba igual ocho que ochenta, pues ni le importaba a nadie qué carga de trabajo pudiera suponer para el estudiante ni podía éste argumentar sobre ella, ya que no era parte del discurso legítimo. Ahora, por primera vez, se obliga al profesor a especificar qué y cuánto aprendizaje del estudiante corresponde a su enseñanza. Me parece delirante llamar a esto proletarización, pero, si la metáfora tiene algún sentido, lo que los críticos temen ahora perder sería servidumbre personal, pues lo cierto es que pasamos de la dependencia arbitraria a la especificación de las tareas: del status al contrato, como definió Maine el paso a la modernidad.
Proletarización también, se afirma, porque la carga horaria del estudiante equivaldrá a la de un trabajador: 60 créditos de 25-30 horas suponen 1500-1800 horas al año (1650 como media no ponderada), lo que se sitúa muy cerca de las 1644 horas pactadas por trabajador en el año 2000 (últimos datos del INE) -para los trabajadores a tiempo completo, todo hay que decirlo, fueron 1738. Vale, pero ¿qué es lo que quieren: estudiar a tiempo parcial mientras las familias o el Estado los sufragan a tiempo completo?
Lo único que daría sentido a la imagen de la proletarización sería la especificación de las tareas del estudiante, es decir, la organización desde arriba de su proceso de aprendizaje, como en su día el capital organizó el proceso de trabajo del obrero, lo que Marx llamó la subordinación real del trabajo y, con matices, la alienación del proceso o la extracción de plusvaía relativa. No creo que hilen tan fino, pero aquí está la madre del cordero, hoy como ayer: el aprendizaje ¿va a ser un proceso estrictamente regimentado o va a ser un proceso creativo (o, lo que parece más sensato, algo intermedio)?
Lo que se necesita no son consignas banales, sino análisis equilibrados, y si hay una institución y un colectivo para los que no habrá persdn si confunden unos con otras ésos son la Universidad y sus estudiantes. A Galileo le prohibieron razonar, por lo que sólo pudo objetar: eppur..., si muove. Los estudiantes se mueven, y nadie se lo va a prohibir, pero...
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