No descarto algún misterioso síndrome de hiperactividad laboral o de desmotivación académica, que no tardarán en inventar, pero prefiero la explicación más parsimoniosa de que se desinteresan, se aburren y se disocian porque no ven conexión aparente entre el esfuerzo y los beneficios, entre lo que aprenden y lo que harán. Mantener la fe en el sistema y en sus prácticas requiere altas dosis de apoyo externo (familia, amigos, comunidad: todos), de confianza personal en el papel de la educación formal para la inserción y promoción en el mercado de trabajo, o ambas cosas, además de buenos centros, aulas y profesores.
Por otra parte, a esas edades el trabajo, y los ingresos que proporciona, son vistos como la puerta de la independencia, el status adulto, el acceso a tantos bienes codiciados; la escuela, en contraste, puede traer frustración permanente, merma de la autoestima, infantilización... Por supuesto que ni ésta es inevitablemente tan gris ni aquél va a ser tan brillante, pero basta con que así lo parezcan para que la decisión de abandonar se presente como una decisión racional. Entre las reformas de la reforma que ahora se plantean aparece tímidamente ésa: facilitar la combinación de trabajo y empleo, ambos a tiempo parcial. De hecho debería ser una tercera vía tan respetable y accesible como las otras dos.
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