Llama la atención que sólo en los sistemas portugués y español tengan los profesores la prerrogativa de elegir al director. Digo bien: los profesores, pues, salvo rarísimas excepciones, no es el consejo, sino el claustro, el que lo elige al (aquél sólo ratifica al candidato único). Esto, que junto a la panoplia de competencias formales e informales del claustro sirve de base a la pretendida dirección participativa, puede considerarse producto de la radicalidad comparativa de las transiciones lusa e hispana frente a la más larga y lenta evolución de otros países europeos, o del fuerte peso de la izquierda en la península, y, por tanto, un paradigma de democracia, progresismo o participación (no en vano se dice gestión democrática o dirección participativa).
Yo, sin embargo, lo veo de otra manera. No creo que haya sido una arraigada cultura democrática, ni la solidez de las instituciones, ni la densidad asociativa, lo que nos ha traído aquí, sino al revés. Cuando la democracia era joven y débil, la sociedad civil apenas despertaba de la anestesia impuesta por la dictadura y la cultura democrática apenas existía, la expansión escolar ya era una realidad. Incluso el franquismo aprobó una moderna Ley General de Educación, y los pactos de la Moncloa dieron un fuerte impulso a le escolarización antes de que la democracia alcanzara a la política y más aún a la cultura. La profesión llegó, así, antes que el resto, y esta anticipación fue una ventaja que le permitiría imponer una posición de poder, a veces de privilegio. Una prueba indirecta de la fuerza de esa anticipación puede encontrarse también en la extendida presencia de profesores en la clase política, si bien mayor ayer que hoy, en el campo que en la ciudad y en la esfera municipal que en cualquier otra. Nuestro democrático sistema educativo no es la expresión de una sociedad, una política y una cultura democráticas, sino el efecto perverso de su debilidad.
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