Llama la atención la globofobia que se respira en el mundo educativo, pues si hay una institución global ésa es la escuela. Hace dos decenios, Ramírez y Boli, discípulos de Meyer en Stanford, publicaron“La construcción política de la escuela de masas: orígenes europeos e institucionalización mundial.” La tesis de estos neoinstitucionalistas es que las instituciones (escuelas, hospitales, museos, administraciones…), cuyo efecto siempre es incierto, buscan legitimación (racionalizaciones) imitándose unas a otras, en vez de evaluar sus resultados o procesos. Es lo que DiMaggio llamaría más tarde el isomorfismo de las organizaciones.
Se puede explicar de manera más llana: las escuelas se parecen entre sí como un huevo a otro. Lo chocante es cuánto se parecen estructuralmente en entornos tan disímiles como campo y ciudad, norte y sur, países ricos y pobres, capitalismo y antaño socialismo… Hay mucha más variedad de iglesias —incluso de la misma confesión— que de escuelas, y siempre se entenderán mejor dos maestros tomados al azar que dos sacerdotes. La influencia de los organismos internacionales ha sido, es y será enorme, no porque gocen de poder, sino porque las autoridades y la profesión buscan y encuentran legitimidad en ellos más que en el análisis de la realidad propia. Antes era la UNESCO, ahora son la OCDE o el Banco Mundial.
La actitud de la profesión es ambivalente, si no esquizofrénica. A veces toca ser globófilo y se toma como referencia el salario de los colegas de países ricos en vez del salario medio nacional, se observa la experiencia de otro país antes que las características del entorno propio o se legitima cualquier pretensión porque lo dice la UNESCO, por ejemplo. Otras toca ser globófobo y se atribuyen a conspiraciones del FMI y el Banco las políticas locales que no gustan, se achaca a la globalización la pujanza de la escuela privada o se clama contra la liberalización de los servicios.
¿No hay término medio?
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