No nos cansamos de afirmar, últimamente, que la educación debe considerarse como un asunto de Estado. Si hay una base para ello es que la institución escolar es un instrumento de reproducción de la sociedad, de la cualquier sociedad, es decir, de mantenimiento de la convivencia en general, aunque también lo sea de intereses particulares y de proyectos políticos específicos. Una parte de ella, sus fundamentos al menos, deberían quedar, pues, al margen de las pugnas políticas y corporativas. La discusión de la nueva ley ha vuelto a poner esto sobre el tapete, tanto más después de que en la última legislatura el gobierno conservador, crecido por su mayoría absoluta, intentase imponer un modelo religioso sectario y una ordenación académica segregadora. Sin embargo, que nos hayamos librado de una política partidista (de sacrificio de los intereses generales a los objetivos partidarios) no significa en modo alguno que lo hayamos hecho también de todo particularismo ni que, a partir de ahora, todo vaya a discurrir de la mejor manera posible en el mejor de los mundos posibles. No seamos cándidos.
Está bien que las iglesias, y en particular la iglesiona, aboguen por la tolerancia y el pluralismo, que el gobierno predique y practique el (buen) talante y que los sindicatos busquen un pacto social. Es un comienzo prometedor, como también lo es la voluntad de la nueva ley de volver a los principios igualitarios de la LOGSE y participativos de la LODE pero asumiendo que han sido numerosos los efectos perversos de la primera y lo sesgos corporativos y paralizantes de la segunda; o, lo que es lo mismo, asumiendo algunas medidas de la LOCE en ámbitos como la diversificación o las competencias de la dirección.
Pero, para llegar a un verdadero compromiso hará falta algo más. Desde luego, una clara voluntad de lograrlo, un largo periodo de debate para discutir sus términos y, ante todo, un diálogo sincero. Es en esto último en lo que quiero poner más énfasis, y no por ingenuidad angelical, ni para hacer una invocación a la honestidad de las partes, ni nada por el estilo, sino para llamar la atención sobre el hecho quizá sea éste el ámbito, la educación, en que más abunda la retórica, menos se llama a las cosas por su nombre y con mayor facilidad se disfrazan los intereses particulares como valores universales. No en vano somos educadores, lo cual supone también, siento decirlo, desarrollar cierta habilidad para presentar cualquier cosa con un aura de legitimidad.
Sería bueno, por ejemplo, que la iglesia y las organizaciones que le sirven de correa de transmisión, o sobre las que ejerce una fuerte influencia, dejasen de posicionarse en el debate actual como si estuviera en cuestión la libertad de conciencia o de culto, en vez de simplemente dónde deben ejercerse éstas y qué relaciones han de tener con instituciones estatales o para estatales, basada en una obligación legal, legitimadas por un mandato social y sostenidas en su mayoría por fondos públicos, como son las escuelas. Tal vez consiguiéramos, entonces, debatir con tranquilidad los límites relativos de la formación religiosa que tienen derecho a buscar los adultos para sí y los padres para sus hijos y la educación general y cívica que tiene derecho a reclamar la sociedad.
Sería bueno, asimismo, que desde los poderes autonómicos y los partidos nacionalistas (y los funcionarios locales que los sustentan) se dejase de presentar el propio apetito insaciable de competencias políticas, recursos económicos y dispositivos clientelares como una defensa de identidades y derechos colectivos por encima de toda discusión y de toda sospecha. Intentaríamos, en tal caso, dilucidar con serenidad qué opciones y decisiones se solventan mejor en cada ámbito, en vez de pone el carro delante de los bueyes y las conclusiones antes de empezar a razonar o a hablar.
Sería bueno, también, que tantos profesores y tantas de sus organizaciones dejasen de identificar los intereses particulares del colectivo con los intereses de la sociedad, como si la educación fuera el único servicio en el que ésta tiene que emplear sus recursos o como si más recursos supusieran automáticamente mejor educación. Podríamos, así, preguntarnos cómo estamos empleando los recursos que tenemos, en primer lugar los recursos humanos, antes de decidir dónde poner un euro más y cómo ponerlo.
Sería bueno, en fin, que las administraciones llamaran a las cosas por su nombre y se preocupasen más de atacar los problemas de fondo, en lugar de taparlos, evitarlos o posponerlos, dejándolos así para el que venga después. Podríamos, si así lo hicieran, pensar que estamos ante un buen comienzo y no ante un nuevo parche que durará poco. Así sea.
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